Santuario Guadalupano de Zamora en Michoacán.
Fotografía de Ricardo Galván Santana y Francisco Magdaleno Cervantes.

viernes, 1 de abril de 2011

Las Antiguas casas de Tangancícuaro - Guillermo Fernández Ruiz, cronista de la ciudad

Más precia el ruiseñor su pobre nido...
Poesía popular

El paisaje urbano acepta lecturas e interpretaciones múltiples. Como la historia del pueblo que lo habita, también va cambiando con el correr de los tiempos. Algunas edificaciones permanecen aparentemente insensibles al paso de los años, otras mudan de forma y de función, otras más son derribadas para dar lugar a diferentes formas de construcción y de utilización del espacio.

Dice don Luis González que “...el más humilde de los hogares del hombre permite y promueve largas historias y descripciones...” En Tangancícuaro, como en otras poblaciones rurales, el auge constructivo y modernizador de los últimos cincuenta años ha desplazado lo que podríamos llamar la “antigua casa solariega tradicional”, que, desde La Colonia y hasta mediados del presente siglo, caracterizaba nuestro paisaje urbano.

Construidas bajo la más pura influencia rural española, de gruesos muros de adobe, con techos cubiertos de rojas tejas de barro cocido, en dimensiones variables, organizadas en cuadras que reconocían como núcleo central la plaza de armas y la iglesia principal, cubrían la cuadrícula de lo que entonces era la mancha urbana del pueblo.

Dejemos de lado la descripción de la arquitectura de los edificios religiosos y del orden civil, ocupándonos sólo de las casas-habitación a las que Kubler, el historiador del tema, compara con “...los cortijos andaluces, pues era andaluza en gran parte, la gente que [primero] las diseñó...”

En una sociedad dividida en clases sociales, naturalmente que existían diferencias en cuanto a la disposición y el tamaño de las casas de la clase acomodada y de los pobres; las de éstos últimos no pasaban de ser un par de cuartos construidos al paño de la calle que hacían las veces de dormitorios, y quizá un tejabán rústico que hacía las veces de cocina, un corral largo hacia el fondo con algún árbol frutal, el chiquero, el gallinero, el establo y un retrete de pozo.

Las casas de los pudientes, eran [y aún son, las que sobreviven) otra cosa, ubicadas generalmente en el centro de la población su tipología era clásica, alrededor del primer patio interior estaban las habitaciones principales con un ancho portal que cubría los pasillos interiores, y alrededor del segundo patio, que hacía las veces de huerta y corral [según la ocupación de sus dueños, el comercio, la agricultura, la usura, alguna profesión u oficio), se encontraban las áreas de servicio, de bodegas, de establos, gallineros, corrales y chiqueros; todo el edificio se cubría con techo a dos aguas cubierto de tejas, con tapanco incluido y, hacia la calle, se prolongaban en aleros o ‘pestañas’ que protegían la banqueta de la resolana y la lluvia.

Del zaguán de la entrada hacia el interior, un pasillo de la misma amplitud de los portales del primer patio, servía de acceso a toda la casa; las amplias y altas habitaciones de alrededor del patio hacían las más de las veces de dormitorios de la familia, con puertas y ventanas que daban al portal y, en algunos casos, también con puertas interiores que comunicaban las habitaciones entre sí; el patio generalmente estaba adoquinado, el piso de los portales cubierto de baldosa de barro y el de las habitaciones con una tarima o duela de madera pulida; el segundo patio, generalmente empedrado y, si había corral, tenía el piso de tierra apisonada.

El zaguán de acceso, tan ancho como el pasillo y suficientemente alto para que pudiera pasar fácilmente una persona en su cabalgadura o la misma cabalgadura cargando aperos y costales con granos o los objetos y productos de la ocupación de sus dueños, eran de gruesa madera de pino y estaba subdividido en dos hojas, con una puerta más pequeña o postigo.

Las ventanas, también de recias maderas de pino, con postigo y sin vidrios o cristales. Las paredes interiores y exteriores debidamente enjarradas con aplanadura de lodo, estaban enjalbegadas con cal y un guardapolvo rojo hasta la altura de una vara a partir del piso; la unicidad de color en el exterior de las casas y el aspecto rústico del empedrado de calles y banquetas uniformaba al pueblo en su aspecto.

Estas mismas características, aunque con variantes particulares, tenía la totalidad de las casas que forman las siete cuadras que rodean la plaza y la iglesia; la gran mayoría de ellas, construidas en la segunda mitad del siglo pasado, por maestros albañiles “...que bien le aprendieron el modo y el oficio a los alarifes españoles de otras épocas...”; algunas de ellas ahora debidamente remodeladas, otras mutiladas o divididas, muchas están en ruinas o ya han sido substituidas por edificaciones modernas.

Por tomar una de estas casas como ejemplo, hablaremos en esta ocasión de la casa que ocupa la esquina noroeste de las calles de Miguel Hidalgo y Dr. Octaviano L. Navarro, y aloja al comercio llamado «La Marina Mercante». Según la crónica popular fue construida a mediados del siglo pasado por los descendientes de don Victorino Jasso, que además estaban cercanamente emparentados con don Ángel Mariano Morales y Jasso, por herencia o compra la casa perteneció, después, a don Juan Méndez, dueño de la Hacienda de Canindo, quien a su vez la vendió a la familia Herrera, todavía su actual propietaria; la sólida finca está asentada sobre anchos cimientos de piedra volcánica que profundamente enterrados en el suelo aún se levantan un palmo sobre él; sus anchas paredes de adobe se alzan en una altura promedio de seis metros sobre el suelo y sostienen el tapanco y el techo a dos aguas; su disposición interior es la clásica, con su patio central y un portal amplio que lo circunda, un pasillo lateral que daría al segundo patio, que ahora es una construcción más reciente y separada del conjunto y que debía conformar el segundo patio, huerto y corrales.

En el presente siglo, con el advenimiento de nuevos materiales y modas en la construcción, la casa [como algunas otras] fue siendo adaptada y mejorada: los pisos de adoquín y baldosa fueron cambiados por mosaico y azulejo; el tapanco cambió su función de granero por la de desván; algunos contrafuertes y marcos de puertas y ventanas se cambiaron por canteras talladas; se le instalaron servicios intradomiciliarios de alumbrado eléctrico, agua entubada y drenaje; en las habitaciones, el tapanco desnudo que mostraba sus vigas y tejamaniles fue cubierto por cielo raso de manta decorada con motivos semejantes al del papel tapiz que cubrió los muros interiores; las ventanas fueron protegidas del polvo y la intemperie con cristales biselados, celosías y hasta un vitral.

Una de las más pequeñas habitaciones accesorias se remodeló para albergar el excusado inglés y el baño de tina y regadera, desterrando el antiguo retrete ‘de alcancía’ del corral; con la llegada de las estufas [primero de petróleo y luego de gas embotellado], se desterró de la cocina el fogón de carbón y leña y con él el metate, la tinaja y el molino de manivela; la cochera lateral se vio convertida en ‘garage’ y los establos dejaron de tener función por que el tiro de caballos fue innecesario para tirar del moderno automóvil.

Así, la estructura y revestimientos de éstas viejas casonas se modernizó poco a poco, no así su vieja y noble función: albergar las familias en todo trance y bajo cualquiera de los períodos y funciones de la vida, desde el momento de parir hijos, hasta el de ser velado antes del adiós final, desde la procreación y la educación hasta el ejercicio del trabajo de la vida y los negocios y el retiro senil…

En la mayoría de las descripciones arquitectónicas se obvia que estos cuchitriles están, siempre, llenos de naturalezas vivas y muertas que hacen más confortable y placentera la vida de quienes tiene la dicha y suerte de habitarlos, a saber: plantas y animales domésticos [algunas y unos de cierta utilidad, pero la mayoría de ornato y recreación], enseres y muebles, utensilios, trastos y peroles, aperos, herramientas y adminículos, un titipuchal de cosas y un sinnúmero de etcéteras; aquí también.

La conformidad ecológica de su [bio]construcción y el confort comparativo que brinda habitar en una de ellas, aún está por ponderar. Baste decir, por ahora que, si algunas de estas casas aún se sostienen en pie “...como resistiendo al paso de los años...” no se debe sólo a la nobleza de su construcción sino a las necesarias obras anuales de mantenimiento y reparación de que son objeto por parte de sus cariñosos propietarios y moradores.

(Texto condensado de la ponencia Tangancícuaro: una aproximación a su realidad urbana, publicado originalmente en la revista Entorno, de Ingenieros y Arquitectos de Zamora, A.C. Las fotografías son de Alberto Vázquez Cholico, oriundo también de Tangancícuaro).

1 comentario:

Anónimo dijo...

Solo un breve comentario para agradecer al Sr. Cronista Guillermo Fernández Ruíz por su valiosa reseña de las bellas casas históricas de nuestro querido Tangancícuaro. Ojalá estas se sigan conservando, restaurando y cuidando con mucho cariño para que futuras generaciones no pierdan los pocos ejemplares que aún quedan de tan bellas propiedades. Reciba usted un cordial saludo desde Quito, Ecuador - Rigoberto Orozco

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