Santuario Guadalupano de Zamora en Michoacán.
Fotografía de Ricardo Galván Santana y Francisco Magdaleno Cervantes.

jueves, 17 de marzo de 2011

María Luisa - Novela por entregas II - Jaime Alonso Ramos Valencia


María Luisa

Lunes 6 de diciembre de 1918, a las 14:30 hrs.

Apenas hemos tomado el camino real. En su superficie
aún conserva lo rugoso de un barro seco que hace sólo
un mes era lodo amasado por las pisadas de las pesuñas de las cabalgaduras, y el que las ruedas de las carretas no logran emparejar. Avanzamos dando tumbos.

También en mi mente dan tumbos mis pensamientos,
después de los impactos producidos sobretodo con
la lectura de la carta póstuma de mi madre. Mientras
no tenga el momento de releerla con la intimidad que
siento necesitar, no estaré en paz. En tanto, dejaré aflorar mis recuerdos, que son un bálsamo a la angustia
que empieza a acumular mi corazón; pero en mi mente
resuena la voz de mi papá:

—Cuidado María Luisa, con cuidado pequeña ¡no te
vayas a caer!

Y yo gozaba al resbalarme en esas barranquillas
de rojo topure que ensuciaban mi ropa pero me hacían
feliz.

El trabajo de mi papá, siempre de viaje y a veces
hasta por dos o tres meses, lo mantenía un tanto
ausente de la vida de mi mamá y de la mía; pero cuando
volvía siempre de improviso, siempre sin avisar, nos llenaba
de gran alegría, y siempre tenía un regalo para mí
y siempre sorprendía a mi mamá con un vestido nuevo,
y perdía lo serio y formal para jugar conmigo y abrazarnos
a las dos.

—A tu papá le gustan mucho los caballos, por eso le
gusta su trabajo, atiende al patrón, organiza a los arrieros,
cuida de las mulas cargueras, distribuye el peso de
la mercancía para que no se derrienguen, es guía en los
desfiladeros para que no se desbarranquen, marca los descansos
y la alimentación de hombres y animales para que
resistan las jornadas. Ese es su trabajo y además va hasta
tierras lejanas y grandes ciudades y dice que hasta conoce
el mar… 


—¿Te gustaría conocer el mar? 

—No, mamá, creo que no. El mar, lo imagino, debe ser
muy grande y bonito pero está lejos; lo que sí: ¡me gusta
que mi papá me monte en la grupa de su caballo, que me
lleve a subir y bajar las lomas, que cortemos tejocotes y
duraznos, que nos bañemos los tres en el río, en la poza
donde se hace cascada, o que trepemos los riscos donde
está la cueva!, ¡me gusta todo cuando mi papá está aquí!


¡Claro que me gustaba que mi papá estuviera con
nosotras dos, con mamá y conmigo! Llegó a estar hasta
dos o tres meses antes de volver a salir de viaje. Para
mí nunca fue mucho tiempo, y luego su ausencia me
hacía extrañarlo. Cada que llegaba quien lo buscaba
y pasaba horas platicando con él, era don Matías; un
anciano ahora que dedicó muchos de sus años como
ayudante de los arrieros.

—¡Figúrese, don José! Hace cincuenta años –le contaba
a mi papá–, en Cotija llegó a haber cerca de doscientos
atajos que salían, ordinariamente, cada seis meses para
comerciar en distintos lugares de la República, principalmente
a Veracruz, Tabasco, Chiapas. Algunas veces se
pasaban a Guatemala y otros países de Centro América. 


—¿Y qué tan lejos llegó usted, don Matías? 

—Lo más lejos a Guatemala. 

—¡Uff! Esos viajes les llevaban mucho tiempo; no como
ahora que vamos por dos, tres meses y principalmente
para Tierra Caliente: Coalcomán, Aguililla y Tepalcatepec;
y seguimos hasta el mar: Tecomán, Manzanillo y hasta
Nayarit cuando traemos tabaco. 


—Con el finado don Juan, mi patrón, llegamos a estar
un año fuera de Cotija. ¡Más de un año en volver! Antes del
ferrocarril llegó a haber cerca de doscientos atajos, cada
uno compuesto de cincuenta mulas de carga, la yegua con
el cencerro que las encabezaba y diez o doce caballos que
montaba el dueño del atajo y sus ayudantes; entre estos
había el cocinero: ¡Ese era yo, en el atajo de mi patrón! 


—El tren, dice mi patrón don Felipe, casi acabó con la
arriería, mas no con los comerciantes, que ahora usamos 

el ferrocarril para mover nuestras mercancías, reflexionó
mi papá con don Matías; mientras llenaban sus tardes con
recuerdos de aventuras.

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