Santuario Guadalupano de Zamora en Michoacán.
Fotografía de Ricardo Galván Santana y Francisco Magdaleno Cervantes.

domingo, 6 de marzo de 2011

María Luisa - Novela por entregas I - Jaime Alonso Ramos Valencia

PRÓLOGO

Pese al sol que calentaba esa tarde a finales del otoño,
gozaban de aquel viaje que hacían al aire libre, ocho
jóvenes muchachas, sentadas en una carreta que
prestó don Francisco y que normalmente utilizaba en
su rancho para levantar las cosechas; la que, con unas
improvisadas bancas, sirvió de vehículo para llevarlas a
un nuevo destino: el convento; ya que aspiraban todas
consagrarse a la vida religiosa.

El transporte presagiaba un viaje incómodo; pero
fue imposible conseguir diligencias de pasajeros,
ya que las usaron sus adinerados dueños
en su éxodo a ciudades más seguras tras el asalto
y quema de Cotija; y aún no las habían regresado.

A las viajeras les acompañaban la mamá de una
de ellas, y una señorita ya adulta, soltera, “quedada
para vestir santos”, que dedicaba su vida a diferentes
congregaciones parroquiales; era la promotora vocacional
de casi todas las muchachas que ahora llevaba al
noviciado.

Además del mozo que se encargaba de conducir la
carreta, iban también cuatro señores del pueblo
cabalgando cada uno sus monturas, discretamente armados
y, aún cuando no lo demostraban, temerosos de una
emboscada de los maleantes que en esos tiempos asolaban
la región.

Se gozaba aquel viaje al aire libre, tenían aún tres
o cuatro horas de luz para llegar a la estación del tren
en Tingüindín. Tan pronto como comieron habían salido
de Cotija; familiares y amigos las ayudaron a subir sus
pertenencias consistentes en una pequeña maleta con
su ropa personal; poca porque de todas formas en el
convento vestirían de otra manera.

Llevaban también una cobija, que doblaron
para sentarse en ella, acojinando la dura tabla;
en la noche la usarían para protegerse
del frío de diciembre, ya que pensaban que iban
a dormir en la estación; a esperar el paso del tren a las
dos o tres de la mañana siguiente; mucho antes del
amanecer.

Se gozaba aquel viaje al aire libre porque paulatinamente
y, por la dirección en que se movían hacia el
oriente, sus propias sombras se les iban adelantando;
llevaban el sol a espaldas, y el amplio valle lucía la grandeza
de su fertilidad.

—¡Hasta aquí llegaban las aguas de la Magdalena,
cuando era un charcote! –Dijo una de las gentes a caballo.

—Dice mi abuelo que más que laguna de la Magdalena
esta planicie era un cenagal de lodos podridos. Que la gente
se oponía a que lo desecaran, pero, ¡vea ahora!, ¡qué cosechas!

—El gobierno se apropió del proyecto ya avanzado
por los lugareños, y aún pagando salarios de hambre; de
todas formas convenció a muchos que participaron en los
trabajos: a pico y pala abrieron los canales de desagüe,
cuadriculando todo el terreno. ¡Valió la pena los meses de
esfuerzo!; con el lodo a las rodillas y a veces hasta la cintura,
luchando con la humedad que se metía en los huesos,
para ver, al final de todo, cómo ha respondido la tierra con
tan generosas cosechas.

Los campos cultivados, con el fruto de las tierras
de temporal ya rendido y a punto el maíz de ser cosechado,
y el viento en los pinares llenando de olores y
refrescando el ambiente, eran la causa de la admiración
y del gozo de aquel viaje… Del gozo de casi todos,
porque una de las aspirantes se mostraba reservada
y pensativa. Era María Luisa, una jovencita cuya tez
blanca cambiaba de tonos rosados por el sol y el aire
libre que golpeaba su rostro, a una palidez amarillenta,
reflejo de un alma apesadumbrada que humedecía sus
ojos de color.

“¡Licha, anímate!”, dijo en voz baja su compañera
de al lado; pero ella en vez de tener algún gesto de cortesía,
hizo un mohín de disgusto porque nunca le había
gustado que la llamaran de ninguna otra forma sino
por su nombre completo: María Luisa. Su padre siempre,
hasta de muy niña, la llamó así, y en su voz varonil
siempre le había gustado su nombre.

Ahora que el camino se abría paso entre colinas suaves;
con encinos de hojas púrpuras y doradas por el otoño;
con las barranquillas que la erosión de la tierra
presentaban el rojo topure de sus heridas,
resonó en su mente la voz
de su padre.

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