Santuario Guadalupano de Zamora en Michoacán.
Fotografía de Ricardo Galván Santana y Francisco Magdaleno Cervantes.

martes, 23 de agosto de 2011

María Luisa - Novela por entregas X - Jaime Alonso Ramos Valencia


Lunes 6 de diciembre de 1918, a las 18:00 hrs.
(Primera Parte)

La voz de los jinetes que nos acompañaban
espantó mis pensamientos.

—¿Qué está más lejos? ¿Tingüindín o Jiquilpan?

—Yo sé que de Cotija a Jiquilpan hay ocho leguas; a Tacátzcuaro cinco y media leguas; a Tingüindín, ocho leguas; así que están a la misma distancia. Más aún, Quitupan queda también a ocho leguas.

Me oprime en el pecho una sensación de pesadumbre;
una nostalgia por el lugar donde viví y crecí
hasta hoy. Es no sólo el aprecio de la familia que me
acogió; es el calor humano de toda la gente que me rodeó.
¡Me siento de Cotija! ¡Me siento cotijeña!

Cotija era algo más que un pueblo pintoresco de
Michoacán; por lo pronto ya era, desde hace mucho,
“ciudad”; con el nombre de “Cotija de La Paz”. Había
mucha gente rica, muchos hacendados y muchos comerciantes
que no solo atendían la actividad local sino
que negociaban en todo el país.

Había también mucha gente culta: médicos, abogados,
políticos, clérigos y hasta obispos; muchos de ellos
alumnos del Colegio de San Luis Gonzaga,
Auxiliar del Seminario de Zamora, y
que hace pocos años fue clausurado
debido a la Revolución.

Pese a la inseguridad de los tiempos, los cotijenses
eran viajeros incansables, y viajaban dentro y fuera
de la República.

Su población era arraigadamente católica y fue vivero
de vocaciones religiosas. Sólo en la familia de don
Prudencio Guizar y su esposa Natividad Valencia, propietarios
de la Hacienda “San Diego”, tuvieron dos hijos
sacerdotes, Rafael y Antonio, y tres hijas religiosas. El
obispo de Campeche pertenecía a la familia Mendoza,
también de Cotija.

Doña Aurora sigue ejerciendo un matriarcado con
sus hijos: al mayor, cuando recién enviudó, le entregó
la Estancia de Arriba; a Martín lo destinó a atender un
negocio de comercio, pero limitándolo a sólo hacerlo en
las rutas más seguras y que fuera lo menos posible en
las caravanas que transportaban su mercancía, usando,
además, el ferrocarril.

Aurora, su hija mayor, y su marido, don José,
un abogado que trabajaba para el gobierno del estado,
vivían en Morelia, y aún así no se escaparon
del autoritario mando de madre y suegra.

En casa no le quedan sino los dos más chicos, Esteban
y Asunción, que se llevan casi dos años entre sí, pero
guardan una gran diferencia de edad con los primeros
tres. Martín es quince años mayor que Esteban y diecisiete
que Asunción. Y, naturalmente, resienten todos el
mando autoritario de la mamá.

Siento que mi niñez fue muy feliz; simplemente
inocentemente feliz; como que la naturaleza nos protege
para no percatarnos de lo horrendo que puede ser
lo que a nuestro alrededor acontece. Sólo cuando las
personas mayores se empiezan a inquietar a nuestro alrededor
es cuando se empieza también a desquebrajar
el mundo feliz de los niños.

Cuando Aurora, la hija mayor, venía de Morelia
acompañada de su marido, el Abogado don José Martínez
y Martínez, la fiesta con los pequeños nietos era
interminable; pero todo se ensombrecía cuando en las
tertulias, después de comer, el licenciado, muy enterado
de lo que decía, ya que trabajaba para el gobierno
estatal, explicaba la situación a su suegra:

—¡Mire, doña Aurora! Los últimos mandatarios, casi
todos militares, que sucesivamente han gobernado Michoacán,
trataron de afianzar el proyecto carrancista; si
bien don Venustiano triunfó en su lucha por la Presidencia,
su gobierno todavía es muy endeble.
La economía está destrozada,
hay hambre y desolación, las fuentes de empleo
están abatidas, y el clima de inseguridad social provoca un
aumento considerable de bandolerismo.
A esta situación se enfrenta mi jefe,
el señor gobernador don Pascual Ortiz Rubio.
Además de que en el país hay muchos militares rebeldes
que perdieron sus mandos, pero no su tropas, y se han
alzado por todo México.
¡Imáginese, doña Aurora, “villistas
sin Villa”, convertidos en salteadores no sólo de caminos
sino también de poblaciones donde secuestran a los ricos,
violan mujeres, roban casas y almacenes, y matan y hieren
hasta indefensos!…
Mientras las cosas se componen ¡véngase
con nosotros a Morelia! ¡Ahí estarán seguros!

—Le agradezco su ofrecimiento; aquí no ha pasado
nada con esos bandoleros y en cambio si abandonamos
las haciendas arriesgamos a perderlas.
Usted sabe como el gobierno determinó
un Programa de Reformas Político-Sociales,
sólo para expropiar bienes raíces, para confiscar
tierras; y, para colmo, campesinos e indígenas, sin más
ni más, han empezado a invadirlas.
¡No, mientras viva no
abandonaré mis bienes y los de mis hijos!

Estas afirmaciones y desplantes de doña Aurora
dominaban su carácter, contrastando, de cómo lo recuerdo,
con el de su esposo.

Don Felipe era espontáneamente
generoso, tendía su mano y ayudaba sin lastimar,
sin pedir nada a cambio. Su ahora viuda, doña
Aurora, también da, presta o socorre, pero siempre con
alguna condición, a veces con una advertencia, a veces
con un reproche que las más de las veces incomoda.

Mientras estuvo en Cotija, a la servidumbre, mi madre
incluida, sábado a sábado les daba unas monedas: “es
su raya”, decía. Era bien poco, pero no había en que
gastarlo; porque “casa, vestido y sustento” ahí lo teníamos.

Otra diferencia que hacía la señora era en la comida:
se hacían dos guisados diferentes, uno para la mesa
de los patrones; otro para la servidumbre. Por fortuna,
para mi gusto, mis preferidos han sido estos últimos, y
no los que, demasiado condimentados, comían los patrones
y sus invitados.

Cuando recién llegamos de la Estancia de Arriba,
doña Aurora le entregó a mi madre cien monedas de
plata de ocho reales; volvió a decir que era en memoria
de su esposo Felipe, y porque mi padre José le había
siempre sido leal y fiel. Se ofreció para guardarlas en un
lugar seguro, pero mi mamá no aceptó; le dijo que las
tendría consigo.

Mi madre no lo dijo por desconfianza,
más bien por carácter: quería tener la disponibilidad de
poder volar de ese lugar en el momento en que lo deseara,
y ese dinero le daba la solvencia de hacerlo; por otro
lado no era un regalo de nadie, era el precio del sacrificio
de la vida de su esposo.

Guardó pues, con ella, su
tesoro, junto a otras monedas que le había entregado
mi papá; y su “guardado” lo fue incrementado con el
tiempo, agregando las monedas de cobre que recibía de
raya cada sábado, y que luego cambiaba por monedas
de veinticinco centavos de plata, las de la “balancita”.

—Guarda el dinero siempre en monedas de plata, ¡nunca
en billetes! En estos tiempos cualquier gobernante o general
que necesite billetes los manda imprimir y luego ni
valen, le aconsejó mi papá a mi mamá cuando le regaló
unas monedas antiguas: “duros de plata”.

Para mí la vida fue cambiando. La compañía de
Asunción nunca fue un problema hasta que para ella
me volví imprescindible. Ella asistía con desgano, y hasta
obligada por su mamá, a fiestas de otras jóvenes de
su edad y condición social, a donde yo no era invitada
por obvias razones.

Eso me hacía sentir mal; no por la
fiesta, no por la discriminación, no; me sentía mal por
el apego de Asunción para conmigo; decía que quería
mejor quedarse a jugar conmigo.

En su despertar a los secretos del sexo fue preguntándome,
¡sí, a mí!, ¡contra la advertencia de su
mamá!… En la Estancia de Arriba es lo más natural
que los niños viéramos desde perros con perras, toros
con vacas, caballos con yeguas, motándose, ayuntándose
pues, para reproducirse.

También los niños veíamos
como lo más natural el parto de las hembras, y festejábamos
a los recién nacidos: cachorritos, becerros,
potrillitas. A Asunción, lo más que le habían dicho, es
que las gallinas ponen huevos, y que de los huevos salen
los pollitos.

La escuela se terminó para mí con el sexto de primaria.
Luego a ella la inscribieron en cursos de cocina,
de costura; ¡ah!, y de piano. Por cierto, en todas esas
clases yo iba de acompañante, y por eso me convertí
en la ayudante.

Ella presumía del guiso que yo había
cocinado; ella presumía la prenda que yo había bordado
o tejido; y en el piano…, su mamá le decía: ¡ponte a
estudiar, una hora, desde mí recámara te voy a estar
escuchando!; y a la que escuchaba era a mí, que por
igual aprendí a solfear que a pulsar las teclas digitando
las lecciones repetitivas del Método Beller.

Empecé a tocar lírico, casi de nota por nota,
y sí se adivinaba la melodía. Asunción probó a hacerlo
y también lo logró fácilmente, pero cuando se lo presumió
a la maestra ésta se indignó y le prohibió
que lo volviera a intentar:

Así nunca lograrás ser una pianista clásica, ¡no lo vuelvas
a hacer!, sentenció; y como también se lo dijo a su
mamá, se nos acabó el gusto por el piano. Bueno, de
que yo tocara nunca lo supieron; ni mi mamá.

(Nota del editor: para que el blog le muestre todos las entregas de la novela en una sola página, pulse con el cursor del ratón en la parte de abajo de esta Entrada, en donde dice Etiquetas: María Luisa novela por entregas Jaime Alonso Ramos Valencia).
 

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