Santuario Guadalupano de Zamora en Michoacán.
Fotografía de Ricardo Galván Santana y Francisco Magdaleno Cervantes.

miércoles, 1 de mayo de 2013

María Luisa - Novela por entregas XXI - Jaime Ramos Valencia


Martes, 7 de diciembre de 1918, a las 00:05 hrs. 
(Primera parte)

¡Bien que nos advirtió el señor cura de Tingüindín! En
la cena, y saboreando el rico atole de grano, nos dijo:

—¡Van ha escuchar a la media noche las doce campanadas  con que el reloj de la parroquia anuncia que ya es  otro día! Los vecinos ya nos acostumbramos, pero a los  visitantes hay que advertirles.

—Es un reloj loco, dijo don Chava, el anfitrión; vinieron a darle mantenimiento y lo dejaron “patas pa’arriba”; al  mediodía, a la hora del “Ave María”, no suena; pero eso sí, a la media noche, nos despierta a todos. 



Y efectivamente, acaban de terminar de sonar las
doce campanadas. A mi no me despertaron, porque
no dormía; mis pensamientos han ocupado mi mente
y espantado un sueño que de todas formas no tengo.

¡Han pasado tan rápido estos últimos tres meses en
que me convertí en maestra y, ahora, en aspirante al
noviciado!

Aquel lunes de mayo, ¡mi primer día como maestra!,
coincidió con ser el último día del mes, día de entregar
calificaciones.

Pensé que me asignarían a un grupo de  parvulitas
o de primer grado; pero no, el grupo lo formaban
niñas de ocho, nueve años, que cursaban el cuarto
grado; el mismo al que yo me integré cuando llegué a
Cotija.

¡Me sentí a gusto con ellas y creo que también
ellas conmigo!

Toda esa semana me pasó volando; mi primera
trabajando en la escuela y en la casa también días de
mucho trabajo; en mis ratos libres ayudé a empacar la
cristalería, la vajilla y todo lo que doña Aurora pidió le
llevaran; Jovita y Elvira se preparaban para su estancia
en Morelia; a todas nos estaba dando un vuelco la vida
y por ello me comentaban:

—Siquiera, niña Maria Luisa, que en el colegio y ayudándole
a la señorita Clarita y con la algarabía de sus alumnas
usted se va ha sentir acompañada, porque lo que es en
esta casa sólo la va a arrinconar la soledad: Amelia con su
novio; Toñita con su marido que va y viene; doña Lupita
que sus parientes, según se ve, se la llevaron con engaños
para no dejarla morir lejos de su propia familia y ¡mire! …
¿Usted…? 


Tenían razón; me había quedado sola y tenía que
reconstruir mi vida; pero estaba animada: quizás por eso
sólo sonreía mientras mis manos manejaban el papel
periódico y la viruta de madera con que empacábamos
las copas de cristal de Bohemia.

Me inquietaba avisarle  a doña Aurora porque quería
tener ya un rumbo bien  definido, que no lo cambiara
ni lo moviera la influencia  autoritaria que siempre
ha tenido ella en mí.

Rápido pasaron los meses de lluvia, por cierto
muy abundantes, y sin presentarse un camino para
mí.

Cuando se fueron la nana y la cocinera, con ellas
le mandé un saludo de palabra a la señora, además
de un pañuelito de seda en el que bordé su nombre;
sin embargo y pese a que cada semana van y vienen
de Morelia, no he recibido ni un mensaje de ella ni de
nadie.

De seguro que ya sabe que estoy trabajando
y recibiendo todas las semanas un sueldo; pero sigo
viviendo en su casa y eso no se puede prolongar por
mucho tiempo más. A fin de año es la boda del señor
Felipe y para entonces seré un estorbo.

Fue en octubre cuando llegaron las hermanas
religiosas que se harían cargo del colegio. Vestían como
seglares y muy modestamente; pero brillaba sobre todo
una de ellas, por su inteligencia y carisma: María del
Rosario.

La otra monja, que tenía el mando, hablaba
con una suavidad que consonaba con su nombre: Teresita;
pero contrastaba con la severidad de su rostro
marcado por la edad.

Mis prácticas religiosas en los últimos meses se
habían limitado a ir a la iglesia los domingos. Poco a
poco había abandonado las misas de entre semana y
los rosarios por las tardes a los que asistía acompañando
a Asunción y a su mamá, quien era quien nos lo
exigía.

Ahora, en la escuela, con el trato diario con las
religiosas, y enteradas ellas que mi situación, según les
pudo haber informado Clarita o alguna otra maestra, es
de “huérfana abandonada en la casa que habitaron sus
patrones”…

Pronto ellas dos se motivaron a “apalancarme”
con sus oraciones, apremiándome a ponerme
en manos del Señor.

—La misa y el rosario son algo más que devociones que
te acercan a Dios, y es a El a quien le debes de pedir una
solución a tu vida 


Les prometí que volvería a frecuentar, entre semana
también, mi asistencia a Misa. Me invitaron a que
fuera con ellas a la misa primera, conocida como la de
los labriegos y agricultores, a las cinco y media de la
madrugada.

Lo hice sólo una vez pero preferí ir a la
que acostumbraba, de siete de la mañana; pese a que
cuando fui con ellas, la forma de orar ante el sagrario:
arrodilladas, las manos juntas sobre el pecho, los ojos
entrecerrados, la cabeza inclinada y un recogimiento
en todo su cuerpo, me hizo recordar a mi mamá, sobretodo
viendo a la hermana María del Rosario, casi con
un halo sobrenatural.


Las religiosas, pensé, son seres consagrados a Dios
que alcanzan esa perfección ayudadas
por una vida espiritual intensa ¡muy difícil de
lograr fuera del convento! En eso estaba cuando entró a
la iglesia un indígena, de tal vez cuarenta años de edad.

Vestía solamente el típico calzón de manta y camisa
de algodón; sus sucios pies calzados con guaraches de
correas, una cobija echada al hombro y un gran sombrero
en la mano.

Lentamente se movió a la mitad de la
nave, se arrodilló, colocó con cuidado su sombrero junto
a él y, repentinamente, se inclinó y besó el suelo. Luego
se enderezó y, todavía arrodillado, estrechó su pecho
cruzando sus brazos.

De esta forma permaneció mucho tiempo. Arrodillado,
emocionado. ¡Nunca olvidaré sus ojos! Veían hacia delante;
a mí no me vieron en absoluto.

Eran café oscuro, casi negros. No se declaraban,
no se distraían, sino que estaban como alumbrados.
Por muchos segundos observé un auténtico éxtasis de
devoción. Cuando dejé la iglesia ahí seguía él, de rodillas…
Las monjas me esperaban en el atrio.

—¿Vieron al indígena arrodillado con sus brazos en
cruz sobre su pecho? Les pregunté.

—¡Claro que sí! ¡Miren, ya va a salir del templo! ¡Vean
cómo lo hace!

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