Santuario Guadalupano de Zamora en Michoacán.
Fotografía de Ricardo Galván Santana y Francisco Magdaleno Cervantes.

viernes, 31 de agosto de 2012

María Luisa - Novela por entregas XVI - Jaime Ramos Valencia

Lunes 6 de diciembre de 1918, a las 18:40 hrs.
(Tercera parte)

Al centro de la mesa hay canastos con el famoso
pan de pulque: ahuácatas y empanadas de chilacayote
y jarras con leche.

Mientras saboreamos el atole de grano, el doctor
insiste en animar la cena tratando de que participemos
en la conversación y, para ello, nos pregunta:

—¡Espero que estén detectando los cinco sabores de que
hablamos! ¡Sólo faltó el amargo! ¿Quién ha tomado algún
alimento o bebida con este sabor amargo?


La pregunta hizo el efecto deseado porque todos
empezamos a contestar:

—¡Un café con azúcar!, digo ¡sin azúcar!

—¡El chocolate amargo!

—¡Los tes para los nervios!

—¡La hiel de toro!, dije yo, lo que provocó una carcajada
de casi todos, por lo que tuve que explicar: “La hiel de
toro me la daba mi mamá diluyendo en agua unas cuantas
gotas, y así la tomaba cuando me dolía el estómago.


También en tiempos de frío, cuando me enfermaba de tos,
preparaba un jarabe de rábano al que le añadía unas gotas
de hiel de toro para que el dulce de la medicina no me
enfermara de la panza”.

El doctor me da la razón en los momentos en que
recibe de doña Conchita una botella con un líquido
rojizo. Cuando la tomó entre sus manos y la expuso a
la luz, me dice:

—¡Mira! ¡Jarabe de rábano para la tos! Se parece pero
esto es ponche de granada, un aperitivo, que nos trajo el
señor cura, con el que vamos a brindar para que se vean
cumplidos los anhelos de estas jovencitas. Así que con su
permiso y a su salud, señor cura, vamos a destapar la botella
y servir los vasos.


La reunión se animó más, aún cuando se bebió
con moderación, el aguardiente de caña mezclado con
un generoso vino blanco y con el jugo de granada, ingredientes
de la bebida, no solo reconfortó la garganta, sino
que dio pie a la anécdota que así recordó don Eleazar
dirigiéndose al sacerdote:

—¿Todavía este vino es del que fabricaba el padre Porfirio?

—Lo del padre Porfirio es un cuento; un cuento inventado
por algún ateo despistado que se le hizo chistoso presentar
así a un cura de pueblo. Yo no tengo inconveniente
en que se los cuente aquí, “abogado del diablo”, ya que
tienes días diciéndome que para sacar dinero para la terminación
del templo, me ponga ya a fabricar ponche de
granada. Así que, a ver don Eleazar ¿Cómo va tu cuento?

—Bueno, señor cura, para no hacer alusiones cercanas,
vamos a decir que en un pueblito muy alejado de
aquí, tenían como iglesia un jacalón de madera sin ventanas
y con la pura puerta y la campana en un poste…


Hace tiempo le digo, llegó un cura que organizó a los vecinos
para construir un templo digno. Estos, los feligreses,
subían piedra y daban un día de trabajo cada que podían.
Pero la construcción apenas avanzaba. Luego cambiaron al
cura y llegó el padre Porfirio. Éste promovió que sus feligreses
trabajaran los domingos en la obra, previa dispensa del
descanso obligado en el “Día del Señor”. A la una de la tarde
paraban los trabajos y antes de que se retiraran a comer
con sus familiares, les ofrecía a los faeneros un vaso con
ponche de granada que él mismo hacía. La bebida se volvió
famosa y muy solicitada. Así comenzó a vender su ponche
de granada para los bailes y fiestas familiares. Las cosas
mejoraron con ese ingreso extra, mas no era suficiente.

Luego sucedió lo del milagro: en su iglesia en construcción
habilitó una área para empezar a celebrar ahí los Oficios
Divinos. Y sucedió que cuando transportaban las imágenes
del antiguo jacalón al nuevo templo: lloró la virgen. Fue la
Dolorosa, que sólo la ponían el viernes santo en el altar
principal y después de ese día se le relegaba a la sacristía.

Resulta que cuando la trasladaban a su nuevo sitio,
uno de los dos señores que la cargaban le dijo al otro: “Se
me hace que la virgen está llorando ¡Mira cómo me mojó
el brazo!”. El otro no le creyó hasta que la dejaron en su
lugar y viendo su rostro triste con sus lágrimas pintadas,
de pronto notaron que su ropa de luto estaba humedecida
y no tardaron en ver resbalar por su rostro afligido unas
gotas transparentes. Corrieron los dos a buscar al cura: ¡La
virgen llora, la virgen llora! Iban gritando y la gente juntándose
a ver el milagro de la Virgen de las Lágrimas. Como le
digo, el padre Porfirio, al constatar el “milagro”, él también
lloraba cada que hablaba de ella. Pronto se regó la noticia
y llegaba al pueblo muchísima gente a verla: procesiones
de todos lados y los fieles pagaban cinco y diez pesos para
llevarse unos frasquitos con las lágrimas de la Virgen. Con
esto terminaron el templo, se hizo el campanario y ¡hasta
llegaron más campanas! Después, cambiaron al padre Porfirio
y la virgen dejó de llorar. Al poco tiempo, se robaron
la imagen y nunca la volvieron a encontrar, que dizque se
había perdido; más bien, que la necesitaba allá por donde
entonces andaba.

—Es un cuento irreverente, pero sí existió el padre Porfirio.
¡Dios que lo perdone ya que utilizó su ingenio para
levantar iglesias! Opinó el señor cura.

—Acepto, dijo el abogado, que es un cuento irreverente,
pero es para animarlo a que acelere la construcción de su
templo. ¡Soy el único ateo que va todos los días a su iglesia!
Pregúntele a su albañil que trabaja solo, esperando a los
faeneros que nunca llegan. A ese paso ni en cincuenta años
lo termina y menos con ese proyecto de una cúpula monumental
en el crucero. Y ¿sabe qué?, después que recorro
la construcción, me meto a la parte que está ya abierta al
culto: voy a contemplar esa bella imagen de la Asunción de
María ¡Qué hermosa es!


—¡Tienes razón! En 1872 el señor cura, don Agustín
Cacho, inició la construcción. ¡Hace ya… cuarenta y tantos
años! Y en cuanto a la imagen, el mismo párroco la mandó
hacer a Querétaro y creo que es del mismo santero que hizo
La Purísima de Zamora, que también es muy bonita.


Diciendo esto, y viendo que la cena se había gratamente
prolongado, pero que era ya hora de dormir ya
que a las tres de la madrugada habían de estar en la
estación del tren, con una frase de aprecio a los anfitriones
y a los demás, y con una oración a Dios, agradeció
el buen rato compartido.

Mientras don Chava despedía al señor cura y a
los demás invitados, acompañándolos hasta la puerta,
la que después aseguró por dentro; doña Conchita cuidaba
del acomodo del grupo en las dos habitaciones y,
designando a cada una en un catre de campaña, nos
advirtió:

—No tengo sino dos bacinicas, una para cada cuarto;
así que, mejor pasen a desocuparse al baño antes de acostarse.
De todas formas, tanto en el pasillo, como en el propio
escusado, voy a dejar luces prendidas.

(Nota del editor: para que el blog le muestre todos las entregas de la novela en una sola página, pulse con el cursor del ratón en la parte de abajo de esta Entrada, en donde dice Etiquetas: María Luisa novela por entregas Jaime Alonso Ramos Valencia).

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