Lunes 6 de diciembre de 1918, a las 17:40 hrs.
De absorta en mis pensamientos, volví a la realidad
cuando sentí que se detenía la carreta. Uno de los jinetes, que para protegernos nos acompañaban, hizo una señal de parar y guardar silencio. Algo había escuchado y prefirió averiguar. Por ello, aún cuando montaba un caballo pequeño y patojo que parecía tropezarse en los surcos del camino, avanzó lenta y silenciosamente, y como a cincuenta metros, de pronto, de un matorral, espantados, cruzaron el camino dos venados para perderse en los matorrales cercanos a los pinares que vestían ya los lomeríos y las montañas.
El jinete no hizo por disparar su arma que tenía
ya en su mano. Ahora era más importante la seguridad de los viajeros que la cacería;
por eso, respiró hondo y gritó:
por eso, respiró hondo y gritó:
—¡Adelante, no hay peligro!
Cuando ya no volvió mi papá, yo era muy chica
y me hice a la idea de que, con su patrón, sólo se habían
perdido, y que tarde o temprano regresarían. Mi
mamá lo lloraba y me decía que había muerto, que no
lo veríamos más. Fue hasta que viví en Cotija que me
dijeron que unos criminales, al asecho de las sombras
y mientras la mayoría de los hombres y los animales
descansaban, atacaron la caravana.
Lo hicieron con la complicidad y traición
de ocho de sus arrieros que se unieron a los bandidos,
para a mansalva asesinar a sus compañeros
y entre ellos al propio patrón y a mi papá.
Sólo cuatro personas, tres arrieros y un caporal, salvaron
sus vidas escondiéndose en el monte. Ellos, mucho
tiempo después, al volver al pueblo, dieron cuenta de lo
sucedido.
Todo el tiempo que viví en la Estancia de Arriba
era muy chica para, a esa edad, comprender tragedias.
Yo era simplemente feliz, inocentemente feliz; no sabía
ni de malos y buenos, de muerte, guerra o revolución;
de ladrones y asesinos; no sabía ni de pecado, ni de infierno,
ni de nada de cielos y gloria eterna.
Pecado…, infierno… Era muy niña e inocente
cuando una mañana llegó a la Estancia de Arriba,
montando un buen caballo, el vicario: un sacerdote que
de cuando en cuando, en lapsos de pronto de semanas,
de pronto de meses, hacía la visita al rancho, para confesar
y celebrar una misa.
—¿Dónde están todos?, le preguntó a una viejita reumática
que estaba a la sombra de su casa acompañada por
uno de sus nietos.
—Todos andan por allá, padrecito. No crea que ni tan
lejos. Ahí donde se ven aquellos pastizales. Se descuidaron
y una vaca se atragantó del pasto que estaban ensilando,
y como todavía no se acicalaba y estaba caliente, pues se
“aventó” y hubo que “carnearla”. No tardan en venir con los
tasajos.
—En mal día se empachó ese animal… ¡A ver, niño, corre
y avísales que se vengan a la misa!
Traía el padrecito un ayudante, hombre ya maduro
pero muy activo, que aseguró las monturas y empezó
a improvisar la Capilla para la celebración, que siempre
se hacía en un portalito de la casa grande. Cubrió la
mesa que hacía de altar y la adornó con un crucifijo de
pedestal y dos candeleros con velas a medio consumir.
Surtió la vinajera y la del agua, y dejó a la mano y con
mucho respeto el veliz que alojaba los vasos sagrados:
cáliz y patena que sólo el sacerdote tocaba con sus manos
consagradas.
Con todo y el aviso que llevó el niño, las personas
del rancho tardaron en aparecer. Se divisaban desde
lejos formando una fila que avanzaba lentamente. Todos
traían en sus brazos algún trozo de carne sanguinolenta.
Era una escena patética el ver rostros, manos
y vestidos teñidos de rojo, y a la vez expresando júbilo,
manifestado en saltos y risas.
Una vez que, metidos cada quien en sus casas,
colgaron sus tasajos y se asearon, salieron a reunirse
para la celebración
Cuando el sacerdote dijo su sermón y nos habló
de cosas muy bonitas que yo ni entendía, de pronto
dijo:
—¡En que mal día se empachó esa vaca porque es “semana
santa” y el que coma carne comete un “pecado grave”
e irá con los malos al infierno!
Era muy chica y feliz para entender esas palabras
de “pecado” e “infierno” que por primera vez me impactaron;
pero esa misma tarde y los tres días siguientes,
con temor en el corazón por desoír al sacerdote, pero
con un gusto en el paladar y una panza tan satisfecha
que embotaba la conciencia, todos los del rancho, hombres
y mujeres, chicos y grandes, acabamos con aquella
carne de res que tan de cuando en cuando saboreábamos.
¡Fue mi primer “pecado”! Yo, tan chica e inocente,
albergué en mi corazón el temor de condenarme en los
infiernos.
Era muy chica para entender que había en mi patria
una revolución; que eran tiempos de guerra entre
hermanos; era muy chica para entender eso, pero no
para sentir el temor y la inseguridad.
Un día entré con Asunción a la biblioteca y oficina
de su papá, y noté que faltaba un cuadro que colgaba
en la pared; era la pintura al óleo de un general que era
el presidente de México, y pregunté:
—¿Dónde está el cuadro?
—Don Porfirio ya no es el presidente. Lo derrocaron y
lo desterraron a otro país. Por eso mi hermano dice que es
muy peligroso seguir siendo simpatizantes del General. No
lo quiso ni guardar, lo descolgó para quemarlo.
—¿Que fue muy malo?, pregunté cuando entraban al
lugar doña Aurora y su hijo Felipe, y fue éste quien me
contestó:
—Hace cuarenta y tantos años, en 1871, el joven general
don Porfirio Díaz jugó por la Presidencia, lanzando
su candidatura contra don Benito Juárez, que determinó
reelegirse ya que no quería por ningún motivo abandonar
el poder.
Y así pasó: llegaron las elecciones y don Benito
volvió a ganar y se reinstaló en el poder, pero sus contrincantes
no quedaron satisfechos y el país no quedó en paz,
y por eso hubo varios levantamientos en armas. El más
notable fue el de don Porfirio Díaz, que se llevó a cabo en
su propia hacienda, llamada la Noria, a inmediaciones de
Oaxaca, contra el General Alatorre.
—¡Hijo, lo interrumpió doña Aurora, si les vas a contar
lo del “caballo de Troya al revés”, que sepan desde ahora
que puede ser que no sea verdad!
—De ser verdad, ¡es verdad! Estaba con mi papá cuando
doña Estefanía Ochoa, la viuda de don Francisco Gudiño,
uno de los protagonistas, nos lo contó. Nos dijo que incluso,
cuando don Porfirio era ya presidente, les ofreció…,
bueno, ¡a su esposo!, la Administración Aduanal del puerto
de Veracruz, pero la rechazó honradamente y entonces le
obsequió una buena cantidad de dinero. Y que a don Marcelino
Morfín Chávez, el otro arriero, lo instaló como Gobernador
de Zacatecas.
—Las niñas preguntaron si don Porfirio fue muy malo,
volvió a interrumpir doña Aurora, espero les contestes.
—¡Claro que les voy a contestar!, pero primero la narración:
les decía de la batalla en la que el general Alatorre
derrotó a los alzados. En esa batalla escenificada a las
afueras de Oaxaca fue asesinado y arrastrado por las calles
de la población don Félix Díaz, hermano de don Porfirio. En
tanto que éste se ocultó en una casa, cercana a un mesón,
y se le buscaba por toda la ciudad.
En dicho mesón se encontraban
con sus hatajos dos arrieros de Cotija: don Marcelino
Morfín Chávez y don Francisco Gudiño, a quienes el
mesonero conocía a fondo y sabía que eran gente confiable
e incapaces de delatar a nadie; por eso los enteró de la
situación y les propuso que salvaran la vida del General
Díaz, tan seriamente amenazada. Estos, sin más interés, y
sólo por hacer el bien a quien se mostraba tan angustiado,
dieron su consentimiento.
—¡Así son los hombres de Cotija!, ¡valientes, generosos!
¡Así fue tu padre!, exclamó doña Aurora.
—¡Sí, sí, así fue mi papá Felipe!… Les contaba que don
Porfirio, saltando bardas, llegó a uno de los corrales del
mesón en los momentos en que estos arrieros ya habían
matado una mula bastante desarrollada. Le sacaron los
intestinos y otras partes a fin de darle mas cupo y acomodaron
a don Porfirio, como mejor pudieron, dentro de
la bestia, y luego cosieron bien el cuero, procurando dejar
lugar para que entrara el aire.
—¡Guácala! ¡Qué asquerosidad!
—De antemano habían solicitado el permiso de un subalterno
de Alatorre “disque” para tirar fuera de la ciudad
a una mula que se les había muerto. Era de noche; los
soldados hacían guardias tanto en la calle como a la salida
del pueblo; y así aquellos dos valientes arrieros sacaron
la mula arrastrándola con otras dos bestias hasta que
llegaron a un sitio donde no había ya ningún peligro. Allí
descosieron la panza del animal y “vivo y coleando” salió el
General Díaz para seguir trotando por los caminos de sus
aventuras militares y políticas hasta que llegó a la Presidencia
de la República.
—¡Qué humillación para un militar!, dijo doña Aurora.
—Y entonces, ¿fue un buen hombre?, volví a preguntar.
—Pues por lo pronto fue agradecido. Estando ya instalado
en la Silla Presidencial no olvidó el gran servicio que le
hicieron, en horas negras, estos dos arrieros; y a muchos
otros, sabiendo que eran de Cotija les daban salvoconductos
para transitar el país y, más aún, hay muchos que decían
que desde entonces son proveedores de la despensa
del Palacio Presidencial.
—Esos favores a lo mejor fueron para sellar bocas. Que
casualidad que la hazaña de los señores arrieros no la supieron
sino muchos años después, ya que estaba desterrado
en París. Pero… ¡Sí fue un buen Presidente!
—¡Sólo en sus primeros mandatos! Luego se reeligió
una y otra vez, y el poder corrompe y provocó el descontento
de la Nación. Vino entonces la Revolución; lo derrocaron
y lo desterraron a Francia.
—¡Se merece entonces que lo descolgaran!, dijo Asunción,
mirando el lugar vacío en la pared a la vez que jalaba
de mi mano para ir a jugar al patio. Debió estar muerto de
miedo para aceptar que lo ocultaran en la panza de una
mula, acabó diciendo.
(Nota del editor: para que el blog le muestre todos las entregas de la novela en una sola página, pulse con el cursor del ratón en la parte de abajo de esta Entrada, en donde dice Etiquetas: María Luisa novela por entregas Jaime Alonso Ramos Valencia).
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