Santuario Guadalupano de Zamora en Michoacán.
Fotografía de Ricardo Galván Santana y Francisco Magdaleno Cervantes.

jueves, 8 de noviembre de 2012

María Luisa - Novela por entregas XVII - Jaime Ramos Valencia


Lunes 6 de diciembre de 1918, a las 18:40 hrs.
(Cuarta parte)


Esperando en fila para usar el baño y asearnos
antes de dormir, comentamos todas lo agradable de los
anfitriones. Eran las diez de la noche cuando ya, todas
en nuestros catres de campaña, apagaron la luz
eléctrica y se hizo el silencio para dormir.
Todas estábamos cansadas por el viaje y además desacostumbradas a dormirnos tan tarde.

Con el incendio de Cotija se afectó
el servicio eléctrico; no solo se dañaron
la postería y las líneas, sino también
se fundió el propio generador
y aún no lo reponían.

Así que, a la falta de luz hay que añadir
el miedo que persiste en la población, por lo cual, a las
siete de la noche se atrancan las puertas y la gente se
recoge a cenar y dormir: no hay más que hacer.

Cerré los ojos y se abrieron mis temores a equivocarme,
mis dudas sobre el rumbo que estaba tomando
mi vida. El recuento de recuerdos que he hecho durante
todo el viaje y desde que me subí a la carreta en que viajamos;
el estremecimiento que sentí al alejarme de los
sitios, de las cosas y sobre todo de las personas que por
tantos años compartieron mi mundo cuando niña y mi
espacio vital de adolescente. ¡Es mi mundo el que ahora
dejo atrás! Todo ello me apachurra el corazón.

El asalto al pueblo, las víctimas: aquellas que
sucumbieron y más, mucho más. Las que sobreviviendo
siguen con sus heridas de cuerpo y alma sangrando;
las familias que abandonan la ciudad buscando lugares
mas seguros; el desánimo para reconstruir; la gente
que no acaba de ponerse de pie. ¡La quema de Cotija
nos chamuscó a todos! ¡A mí me cambió la vida!

Ni a doña Aurora ni a su hija Asunción las volví
a ver nunca. Mandaron por su ropa y sus cosas personales.
De recién, la señora me envió recados verbales
dándome el pésame por la muerte de mi madre y
diciéndome que pronto me llevaría con ellas a Morelia.

Después de algunas semanas supe que a Asunción le
habían encontrado un internado para señoritas en San
Luis Potosí y que ella había ya adquirido una casa en
Morelia. Que la casa de Cotija la ocuparía el señor Felipe
que estando ya próximo a casarse tuvo que posponer
su boda El señor Martín seguía viajando y Esteban ya
desde antes estudiaba en Morelia.

La casa se volvió triste: Lupita volvió a ser la viejita
agobiada por sus reumas, callada y silenciosa, y
se volvió a recluir en su habitación la que compartía
conmigo. Para la cocinera tenían planes de llevarla a
Morelia; pero sin decirle si sí, o si no, la mantenían en
una odiosa espera.

El noviazgo de Amelia con Chucho seguía en el plan
de casarse tan pronto como don Polo recuperara la salud
y su economía, ya que los bandoleros le habían robado todo,
y si no lo mataron fue porque lo tenían haciendo carnitas
a la medianoche: “El susto me hizo lento el corazón”,
así explicaba su enfermedad.

La “nana”, así le seguían diciendo a quien desde recién
nacidos se había hecho cargo de la crianza de los niños
Esteban y Asunción, por ser la persona que más tiempo
tenía al servicio, suplió a doña Lupita en el mando de la
casa.

A mí, la ausencia física de mi madre, la falta de
un proyecto de vida, el no saber qué hacer, sin el suave
manejo con que dirigió mi vida mi mamá, sin la imposición
aceptada por mí, de doña Aurora; a mí, siento,
me ganó el desánimo.

El no sentirme a gusto ni disfrutando ahora del piano,
de la máquina de escribir, de la máquina de coser;
por cierto, con el permiso de don Felipe,
quien incluso me alentó con gran entusiasmo a
que fuera mecanógrafa y para ello me entregó
un Curso práctico sin maestro, para aprender todo lo necesario
para escribir a máquina correctamente, con una velocidad
de 250 a 300 pulsaciones.

Esto fue un reto en el que ocupé varias semanas
adquiriendo la adecuada postura frente a la máquina,
la posición de las manos en el teclado, la técnica y destreza
de la digitación. Hojas y hojas de ejercicios, de
copia de textos y de textos inventados.

Paré el día que ya dominando, sin grandes errores,
el teclado, se me ocurrió pensar en escribirle
una carta a Asunción, escrito que empecé con saludos
y palabras amables y terminaba recriminándola y yo,
¡bien que bien, resentida! Un sentimiento muy feo
que nunca había albergado en mi corazón.
Y así escribí otra y otra carta para ella y todas
las rompí. ¡Dejé la Remigton por un tiempo!
¡La cambié por la máquina de coser!

Desde que me hice en esa máquina mi vestido,
Amelia me insistía en que le hiciera uno para ella; mas
aún, quería que yo le hiciera su vestido de novia. Había
conseguido unos modelos y se soñaba de blanco y un
velo inmenso. Pero mis vuelos como costurera estaban
apenas a ras del suelo, y puesta en esa realidad, sí le
cumplí al hacerle un vestido sencillo y delantales para
ella y las demás compañeras, y también a doña Lupita
le cosí un bata de franela; por cierto, cuando se la entregué
me dijo muy cariñosamente:

—Veo que no has abierto el ropero de tu mamá ¡No
tengas miedo de enfrentarte a su recuerdo! Sus cosas personales
van a avivar tu memoria y así tu mente abrigará
tu corazón. ¡Anda, busca la llave para que saques esa ropa
bonita que ahí se guarda! Tu mamá me llegó a enseñar
unos vestidos muy bonitos que aquí nunca usó. ¡Sácalos,
póntelos! Te van a venir muy bien, porque tú tienes, creo
yo, su misma talla.

—Sí, doña Lupita, mi mamá los guardaba casi nuevos
¡No había ocasión para usarlos! Ahí están los vestidos que
al regreso de sus viajes le traía mi papá. Y en cuanto a su
talla, me hizo recordar que cuando vivíamos en La Estancia
de Arriba, en el rancho, los sábados todas las mujeres:
señoras, señoritas y niñas, íbamos al río; primero se lavaba
la ropa y después todas, solo cubiertas por un fondo, nos
bañábamos. La ropa mojada se pegaba al cuerpo y las
demás señoras le decían a mi mamá que tenía cuerpo de
señorita, ¡que ni panza le quedó cuando parió!

La llave del ropero, ahora, yo la llevaba asegurada
a mi ropa. Mi mamá la tenía dizque escondida en un
recoveco del que todos sabían. Todas las compañeras
eran gente confiable, incapaces de robar ni un alfiler,
pero Amelia era sumamente curiosa y estaba obsesio-
nada en ver, y quizá probarse, un corpiño que mi mamá
le enseñó algún día. Lupita la encontró en una ocasión
que yo no estaba, sacando la llave del escondite y tratando
de abrir el ropero.

—¿Qué haces, muchacha?

—Este…, dijo sorprendida, sólo quería ver un corpiño
que la señora guardaba aquí y que una vez me enseñó.
Es blanco de algodón, seda y encajes.
¡Sueño con tener uno igual para mi boda!…
Bueno, uno a mi medida.

—Pues tienes una medida muy basta y no hablo del
busto sino de la falta de respeto para las cosas de los demás;
aun cuando sea solo para verlas, no puedes ni debes abrir
ese ropero sin el consentimiento de María Luisa.
¡Deja la llave en su lugar!

La misma Amelia fue quien, mortificada, me platicó
cómo la había sorprendido y regañado doña Lupita
y que ella se sentía muy mal si yo no la perdonaba.

—¡Claro que te perdono y además te voy no solo a enseñar
sino a prestar el corpiño para que se lo lleves a tu costurera,
doña Catita, la que te va ha hacer tu vestido de
novia y que te diga si te puede hacer uno a tu medida!
¡Será mi regalo de boda! ¡Ah, y de todas formas,
voy a buscar dónde guardar la llave,
así les quito a todas la curiosidad
de las cosas de mi mamá!

No necesitaba la motivación de doña Lupita, le
dije que yo también pensaba que los recuerdos de mi
mamá abrigarían mi corazón y que pronto, muy pronto,
revisaría sus cosas, y que al igual que ella, mi mamá, se
desprendió con generosidad de la ropa y pertenencias
de mi padre, así mismo lo haría yo.
Había algo más. Tan pronto murió mi mamá me di
cuenta por primera vez que estaba yo sola en el mundo,
que mi familia se había acabado, que poco sabía de mis
padres y de sus parientes. Emergí como de un mundo
misterioso, no me sentía insegura, pero sí temerosa…

Temerosa de que, entre sus cosas, de pronto se me
revelara una verdad que me pudiera herir. Por eso, el
abrir el ropero, el revisar su ropa y sus demás pertenencias
me podría sorprender de alguna forma. Decidí
hacerlo cuando estuviese sola, para que el momento
fuera íntimo: yo y mi mamá y nadie más.

El momento llegó pronto cuando unos familiares
de doña Lupita vinieron desde Penjamillo a saludarla y
se la llevaron con ellos en un viaje de dos o tres días,
pues irían a buscar otros parientes a un rancho cercano.

Ahora sí que el cuarto que compartíamos quedaba para
mí sola; podría atrancar la puerta por dentro y revisar
las cosas de mi mamá sin prisas ni sobresaltos.

Abrí el ropero. Sobre la cama de doña Lupita puse
la ropa que mi mamá usaba a diario con la determinación
de regalarla a los pobres. Después me medí los
vestidos nuevos; eran tres y sólo uno me quedó bien,
bueno ¡a mi gusto! Y pensé en dejármelo.

El corpiño… el de la curiosidad de Amelia,
se conservaba en su caja envuelto en papel de china
y colgaba de él la etiqueta donde indicaba la talla
y los materiales de fabricación: algodón de Egipto,
seda de la China y encajes de Bruselas,
todo en blanco.

No dudé en probármelo y así lo hice
con un descubrimiento: tomé conciencia de mi físico,
de lo proporcionado de mis senos y, sobretodo, de la
sensación estimulante de esa ropa que me hizo sentir
“ser mujer”, y por primera vez también, tuve el deseo
de mirarme, de conocer mi cuerpo y contemplarme en
un espejo, como el de la señora Aurora: ¡Era una desconocida
para mí misma!
No hubo más sorpresas: las pocas alhajas,
las estampas de santos, un cuaderno de apuntes
en que mezclaba recetas para la preparación
de alimentos y a página corrida un remedio para el
sarpullido, y de cómo cocinar un guajolote, y de cómo
curar la tos; además, estaba la cajita de madera donde
guardaba las monedas. Todo esto ya era bien conocido
para mí. No hubo sorpresas.

Como resultado, me resolví a ir al día siguiente
tanto a llevar la ropa usada a la parroquia, y además
tenía los dos vestidos nuevos para también regalar y
pensé en mi maestra: ¡Siento que le quedarán bien!
Me gustaría, me dije, volverla a ver y platicar con ella,
porque como en la bruma de los recuerdos del día de
los funerales de mi mamá, fue quien a mi lado no dejó
de consolarme.

(Nota del editor: para que el blog le muestre todos las entregas de la novela en una sola página, pulse con el cursor del ratón en la parte de abajo de esta Entrada, en donde dice Etiquetas: María Luisa novela por entregas Jaime Alonso Ramos Valencia).

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