Santuario Guadalupano de Zamora en Michoacán.
Fotografía de Ricardo Galván Santana y Francisco Magdaleno Cervantes.

martes, 8 de noviembre de 2011

María Luisa - Novela por entregas XI - Jaime Ramos Valencia


Lunes 6 de diciembre de 1918, a las 18:00 hrs.
(Segunda Parte)

Doña Lupe se había de nuevo hecho cargo de la
cocina; ahora que preparaba los alimentos sólo para
cuatro personas, no se sentía ni fatigada, y sí muy contenta.

Nos consentía con sus mejores guisos. Esa mañana,
de día de fiesta, disponía el desayuno cuando me
pidió ir al mercado y decirle a don Polo, el carnicero,
que le mandara unas chuletas de cerdo para la comida,
y pancita, librillo y pata para el menudo del día siguiente.

En los pueblos no hay fiesta sin borrachera, así que
la “cura de la cruda” es con un sabroso y picorcito menudo.
En la casa no habría quien tomara licor alguno,
pero sí desayunaríamos menudo. ¡Cómo dejar la tradición!

Amelia, una muchacha joven, como de veinte
años, había entrado a trabajar a la casa hacía apenas
unos meses. Ella es la recamarera que junto con doña
Lupita, mi mamá y yo, nos quedamos en la casa. Pues
ella, tan pronto como oyó que me mandaban a la carnicería,
se ofreció a acompañarme. En el camino al mercado
me fue contando que el hijo de don Polo le había
pedido que fuera su novia y que ya le había dado el sí.

Así que iba como una castañuela, componiéndose con
sus manos el peinado, el vestido; y hasta el delantal se
quitó.

Don Polo y su hijo nos atendieron muy bien:

—¡Mire señito! Se va a llevar ese “suadero”, ya se lo cuadriculé
para que agarré la sal y el limón, y después sólo
fríalo y cómaselo con una tortillitas recién hechecitas. ¡Verá
lo que es sabroso!

Mientras a mí me atendía don Polo, su hijo salió
del mostrador a platicar con Amelia. La estaba invitando
a la fiesta de la capillita de San José donde habría la
quema de un castillo. Ella sentía que no debía ir sola,
así que le puso como condición el que yo la acompañara.

No tuvieron que convencerme porque yo también
sentía deseos de ir y disfrutar la fiesta; por primera vez
sin Asunción. En otras ocasiones ya había disfrutado
de esas fiestas acompañada de mi mamá que ahora,
por sentirse muy mal y debilitada, prefirió no ir; así que
a las cinco de la tarde salimos las dos muchachas a reunirnos
con Jesús, el hijo de don Polo.

El barrio de El Llano y su capilla de San José rebozaban
de gente de todas las edades. Los espacios en
las angostas calles eran también ocupados por vendimias:
puestos con montoncitos piramidales de limas,
mandarinas, naranjas; cucuruchos de papel de estraza
repletos de cacahuates tostados en comal; atados de
caña de azúcar.

Entramos a la Capilla tanto para ver los adornos
como para persignarnos y rezarle a San José; yo le pedí
por la salud de mi mamá. Cuando salíamos se nos agregaron
dos amigos de Chucho, que así le decían al hijo
de don Polo. Los tres muy alegres y muy espléndidos.

En un puesto compraron, y me regalaron a mí también,
unos listones para peinar las trenzas; nos aventaron
confeti y serpentinas; nos invitaron a cenar de todos los
antojitos: atoles, tamales, enchiladas. Aceptamos unos
buñuelos endulzados con piloncillo acaramelado.

Los cinco formamos un grupo. Amelia se dejaba
tomar la mano de Chucho sólo por momentos, y lo
hacía en una forma muy natural. Contrastaban, como
pareja, con los pretendientes que ya empezaba a tener
Asunción: relamidos, presumidos, chocantes; que me
saludaban con aires de superioridad y me ignoraban
enseguida.

Yo tenía que permanecer ahí, relegada del
grupo de riquillos, porque era la acompañante de la hija
de la patrona; pero en esas esperas forzadas no había
odio en mi corazón; más bien me daban lástima; en mi
mente eran personajes de las novelas que había leído, y
en mi interior me decía: ¡ya vivirán su tragedia!

En cambio, los amigos de Chucho eran nobles,
espontáneas sus risas, generosos, abiertos en su plática,
naturales en sus actitudes; y justamente la actitud
que tenían conmigo era de respeto, mas no de distancia,
y se mostraban afables y condescendientes, pero
sin interés personal alguno para conmigo.

En ese entonces me enteré que el relacionarme
con algún muchacho en plan de noviazgo siempre estaría
marcado por un tabú, o un complejo. Para unos,
era la hija del la sirvienta; para otros, mi educación, el
haber ido a la escuela, el que se supiera que fui de las
mejores estudiantes, fama que mi maestra se encargaba
de difundir, era una barrera para cualquier relación.

Los muchachos como Chucho poco sabían de leer y escribir,
y en la carnicería él siempre cobraba al tanteo
o contando con los dedos. No estaba ansiosa de tener
novio, así que ya con el tiempo arreglaría mi relación
sentimental.

El año pasado, en esta misma fiesta, cuando empezaron
a “correr” los toritos, ya con la mecha encendida
la gente se arremolinó sobre los puestos de comida,
y hubo quemados por las brazas de los anafres, y
quemados por las luces que se desprendían en cada
embestida de los astados de pirotecnia.

Este año no repitieron la hazaña que causó tantos accidentes;
ahora sólo pararon un vistoso castillo que llenó la negrura del
cielo de luces multicolores y de humo con olor a pólvora,
y de gritos de admiración de toda la gente que,
tan pronto como su canastilla superior tronó cuando el
encendido de sus cohetes propulsores hicieron oír su
fuerza con su silbido de aceleración, como un rehilete
de colores se elevó taladrando la oscuridad. Entonces la
gente también estalló en aplausos y se empezó a disgregar
de vuelta a sus casas. La noche había caído invitando
al descanso. La Fiesta había terminado.

Los muchachos nos acompañaron hasta la puerta
de la casa. Eran las diez de la noche y las calles estaban
llenas de gente; familias enteras que como nosotros volvían
del festejo. Chucho, el novio de Amelia, se apresuró
a tocar para que nos abrieran el portón, golpeando con
el llamador, que es una manita de bronce abisagrada a
la puerta y se aporrea a un chapetón atornillado a los
tablones de cedro. Pronto oímos los ruidos de quitar la
tranca y los pasadores del postigo. Fue doña Lupita que
nos abrió y despidió a los muchachos.

—Espero no la hayamos desvelado mucho, le dije.

—No, me contestó, he estado muy ocupada; primero en
la cocina preparando el menudo, que lo voy a dejar cociéndose
toda la noche; y segundo, que tu mamá sigue muy
malita: ni los tes ni la cataplasma de lodo le han disminuido
siquiera los dolores. Tiene su vientre muy inflamado y
su sangrado es abundante, y muy diferente en olor y color
a otras veces. ¡Ojalá el doctor se vuelva pronto de Morelia,
para que la vea mañana mismo!

Con ese pendiente corrí a la cama donde estaba
mi mamá; vi su rostro transparente como la cera, sus
ojos hundidos y cerrados; la tomé de la mano y la llamé;
pesadamente sus párpados me dejaron ver unas
pupilas que habían cambiado del azul profundo a un
color blanquizco y borrascoso; comprendí con una gran
zozobra en mi corazón que la muerte podría también
arrebatarme a mi madre.

¡Cómo lloré toda esa noche y en silencio,
porque mi mamá no respondía a mis palabras
de ánimo y aliento! ¡Qué impotencia la mía por no
poder en esos momentos darle un poco de alivio!
Por fin amaneció, y con el fresco de la mañana los
primeros rayos del sol y el gorjeo de los pájaros en los limoneros.

En el rostro de mi madre se distendió la mueca
de dolor para aflorar en sus labios una sonrisa, y al
abrir sus ojos volvió el azul y la ternura de su mirada;
y apretando suavemente mi mano, como si no hubiera
tenido la noche tan tremenda que pasó, me dijo:

—¿Qué tal la fiesta del Señor San José? ¿Qué tal el castillo?
¿Te divertiste?

—Pero, mamá, ¿cómo te sientes tú? Pasaste muy mala
noche, esperamos que el doctor te vea tan pronto sea posible.

—Me siento muy débil, muy agotada, pero ya mejoraré;
por lo pronto ayúdame a asearme, cámbiame la ropa y
también la ropa de cama.

Traté de hacer yo sola la limpieza que me pidió mi
mamá: acerqué una palangana con agua tibia, toallas,
jabón y ropa limpia; pero al tratar de sentar a mi mamá
estaba ella tan sin fuerzas, los hombros caídos, los brazos
flácidos, que no se podía sostener por ella misma;
ni sentada.

Llamé a Amelia quien de muy buena gana
y sin mostrar repugnancia me ayudó en todo. Mientras
hacíamos la limpieza, ella nos daba ánimo. Le contaba
a mi mamá que tiene una tía que estaba igual de malita
y se alivió. Prometió informarse de la medicina que le
dieron y tanto le sirvió. Mi mamá hasta le sonrió agradecida;
pero, ¡dónde se le ocurre decir!:

—¡De veras! Lo que anoche nos dijo doña Lupita es cierto:
¡mira cómo tiene de inflamado su vientre!, ¡y está duro
como una piedra! La ropa de la cama está muy manchada
porque el sangrado fue muy abundante, y de veras que el
olor y el color es diferente. ¡Ojalá venga el doctor de Morelia!

No sé por qué en ese momento el comentario me
afectó. Tontamente pensaba que mi madre no estaba al
tanto de su gravedad. Me quedé sin decir un reclamo a
la imprudencia de Amelia, porque en ese momento entró
doña Lupita con un posillo de atole y un pedazo de
pan, diciendo:

—¡Anímese, anímese señora, tiene que comer algo! Y
ustedes, muchachas, corran a la cocina; ya les dejé servido
el “menudo”, está muy rico.
Fuimos pues, a desayunar, mientras doña Lupita
le ayudaba a pasar su alimento a la enferma.

Era la mañana del 20 de marzo de este año de
1918, vísperas de la entrada de la primavera, y empezaba
a calar el sol. Mucha gente se había levantado tarde
y amodorrada; otras barrían los despojos de la fiesta:
cáscaras y desperdicios dejados por los celebrantes callejeros.

Los más, curaban la cruda con un almuerzo
“picorcito”, como el menudo que nos ofreció doña Lupita.
Llegó el mediodía y la hora de comer; sin hambre,
con un apetito desfasado por los rezagos de la fiesta;
pero fue también al medio día cuando cundió la alarma:

¡Los chavistas están rodeando el pueblo!.. Noticia
que corrió como un reguero de pólvora. Nosotros, en
ausencia de los patrones, manteníamos cerrado el portón.
Fue por los fuertes aldabonazos con que un vecino
aporreaba la puerta, que dejamos la humeante comida
sobre la mesa para enterarnos de la noticia y correr
a la azotea para cerciorarnos. Efectivamente: desplazándose
del Oriente, una columna iba por la ladera del
costado Norte, y la otra por el lado opuesto, cruzando El
Cerrito Calabazo, para cerrar como pinzas por la salida
a Quitupan.

Cual hormigas, las hileras ininterrumpidas de
jinetes, con sus rifles y grandes sombreros de palma,
marchaban tranquilos y sin prisa, a la vista y al alcance
de tiro de los soldados de la torre, que no les hacían
ningún disparo.

A todos nos dio un vuelco el corazón. Se oía gente
corriendo despavorida y puertas que se cerraban
con estrépito. Las campanas enmudecieron y aún así
el templo se empezó a llenar de niños y mujeres. Los
hombres se disponían a afortinarse en sus casas para,
con sus vecinos, ofrecer resistencia.

En la casa, doña Lupita guardaba una gran serenidad
y disponía:

—Tú y Amelia se van al templo. A tu mamá no la podemos
mover y se queda aquí conmigo. Yo de todas formas
tengo que cuidar la casa de los patrones.

—Pero, doña Lupita, dicen que Inés Chávez García y su
gente son crueles y asesinos ¡peligran quienes se queden
aquí!, le repliqué.

—Así sea el mismo diablo este forajido que se llama José
Inés García Chávez y no como la gente dice: Chávez García.
Yo lo conocí en la hacienda de Zurumuato, cultivando para
mis mismos patrones el maíz temporalero y el trigo de riego.

Ese diablo de ahora era de joven muy apegado a la Iglesia;
como se enseñó muy chico a leer y a escribir, el cura lo
ponía a guiar los rosarios, y en cuaresma los vía crucis. ¡Lo
hubieran visto entonces vestido de monaguillo! ¡Váyanse
sin pendiente, pero váyanse ya! Yo aquí me las arreglo.

Corrí a despedirme de mi mamá; parecía en ese
momento no tener dolor alguno, ya que dormía profundamente;
así que sólo besé sus mejillas que dentro de
su palidez se sentían afiebradas.

Apenas traspasamos el postigo del portón, doña
Lupita pasó los aldabones y puso la tranca. Amelia y
yo nos sumamos a la gente que, presa del más terrible
pánico y en medio de los llantos de niños, mujeres y señoritas,
corrían hacia la Parroquia y el Curato para ponerse
a salvo.

La confusión era muy grande. La mayoría
de los varones del pueblo eran agricultores y campesinos
que aún no volvían de su jornada en el campo. Los
que quedaban, casi todos comerciantes, empleados y
artesanos, se atropellaban indecisos de cuidar su casa
o su negocio. Lo que sí se hacía notar era el estrépito al
cerrar puertas y ventanas.

Ya casi llegando a la puerta del templo, el niño
Leonel Tinajero y su mamá trataron de seguir calle arriba
por el costado de la Parroquia; al verlos, el capitán
Berber les cerró el paso:

—Señora, no pueden ya pasar.

—Es que sólo vamos a dos cuadras de aquí; le suplico
que nos permita llegar.

—De ninguna manera, ya vamos a iniciar el fuego; entren
al templo, hay mucha gente y será donde podamos
defenderlos mejor.

La señora titubeó, y tomando al niño de la mano
decidió correr hacia la puerta aún entreabierta de la
casa de don Santiago Barragán.
Amelia y yo también corrimos, y por la sacristía
entramos al templo.

Apenas cruzamos el umbral del recinto cuando
comenzaron las descargas que fueron en aumento hasta
convertirse en una balacera terrible.

En nuestro refugio escuchábamos las nutridas
detonaciones, el zumbar de las balas con sonidos varios
según sus calibres; algunas se estrellaban en las campanas
y las hacían gemir con triste lamento, como heridas.

El templo estaba lleno y el calor era sofocante. El
señor cura pretendía hacerse oír en medio del vocerío y
llanto de los niños hasta que el estruendo de la metralla
los enmudeció. El miedo era paralizante; estábamos todos
aturdidos.

El sacerdote llamó a un grupo de fieles y
entre ellos consumieron las Sagradas Formas; después
los cálices, copones y el manifestador del Santísimo se
envolvieron con los manteles del altar, y dos jóvenes
fueron comisionados para esconderlos, subiendo por el
altar principal hasta el tapanco del templo.

Las señoras no cesaban de rezar letanías; los
señores, sin respetar el lugar sagrado, fumaban nerviosamente;
algunos niños jugaban inconcientes del
peligro; a algunos otros los venció el sueño.

El tiroteo aumentaba o decrecía;
gritos e insolencias de los defensores
se escuchaban desde la torre, al igual que de los
asaltantes en las calles cercanas… Toda la noche fue
de terribles angustias e incertidumbres, sin conocer a
ciencia cierta lo que estaba ocurriendo.

En tanto, sin saber de mi mamá y doña Lupe,
Amelia permanecía junto a mí; pero ambas habíamos
enmudecido aterrorizadas, en un tiempo de horas alargadas
por la angustia, respirando el olor a pólvora y
el humo de quemazones, y el ocre sudor del miedo de
tanta gente ahí apiñada.

Cuando por la mañana ya no se escuchaban disparos
y en la calle se oía el paso de la gente, cautelosamente
abrieron la puerta y se percataron de que
ya no había peligro. Todos estábamos impacientes por
saber lo que había pasado. Al asomarnos se presentó a
nuestros ojos un espectáculo de desolación.

Cerca de la Parroquia y en todas direcciones se veían casas
que aún flameaban y por encima de todo el pueblo se miraban
columnillas se humo que, en espirales, se elevaban
al cielo, desde donde el sol tímidamente contemplaba el
dantesco espectáculo.

El corazón me dio un vuelco pensando en mi
madre… No sé por qué en ese momento no me percaté
de lo impresionante de la desolación de la plaza; ni
que toda la manzana del Portal Hidalgo, con las mejores
casas de dos pisos y los más importantes comercios,
estaba totalmente consumida por el fuego.

Las tiendas restantes, que habían escapado al fuego,
se encontraban con las puertas abiertas o rotas;
sus armazones tristemente vacíos y por el suelo,
mezcladas y diseminadas, las mercancías que no habían
podido llevarse.

No recuerdo como traspasé el zaguán, ni cómo
crucé el patio principal, ni cómo llegué al cuarto donde
dejé dormida a mi madre. Al encontrarla, la realidad
de su muerte golpeó mi mente, inundó de lágrimas mis
ojos y de mi boca sólo salió un sollozo entrecortado que
en ocasiones se convertía en un grito desgarrador al ver
ya dispuesto el féretro…

—¡Se nos fue, mi chiquilla! ¡Se nos fue! Así, como la dejaste,
dormidita, ¡así se nos fue!, me dijo emocionada hasta
las lágrimas doña Lupe.

—Tan pronto como salieron esos bandidos, pues yo ya
me había dado cuenta de la muerte de tu mamá, mandé
a la funeraria para que don Mariano nos proporcionara el
mejor ataúd y me auxiliaran para amortajarla.

No recuerdo cuanto tiempo abracé el cuerpo inerte;
no sé cuantos besos le di en sus frías mejillas; no sé
qué le dije con el dolor de la orfandad desgarrándome el
alma; no supe a qué horas deshicieron mi abrazo para
depositar su cuerpo en el ataúd; no supe como armaron
el velatorio en la sala de los señores, ni de donde
salió el ramo de flores que cubrió la caja.

Perdí la noción del tiempo de ese día aciago que
hacía difícil que alguien más me acompañara en mi
pena cuando toda la gente se enfrentaba a “una dura
realidad. Ahí los cadáveres, los heridos, las mujeres ultrajadas,
las fincas humeantes; toda la población en
ruinas”.

No estaba sola. Doña Lupita me trataba como si
yo fuera su nieta y ella hubiese perdido una hija. Amelia
me consolaba como una hermana.

Hubo un momento, casi al caer la tarde, que llegó
el señor cura, avisado por don Mariano, el de la funeraria.
Acompañado de dos o tres personas más, bendijo el
féretro, rezó un responso y mientras las personas que
lo acompañaban recitaban las avemarías de un rosario,
él me apartó al corredor para consolarme hablándome
de mi mamá:

—Maria Luisa, no dudo el que tu mamá está en el cielo.
Nunca me buscó a mí, más bien me rehuía, pero en mi vida
de sacerdote ¡nunca he visto a nadie orar frente al Santísimo
con la piedad como lo hacía ella! Se ve que tenía trato
directo con el Patrón, y desde el cielo cuidará ciertamente
de ti. ¡Animo! Mañana a las siete será la misa de difuntos.

Hagan el traslado del cuerpo con tiempo. Fueron muchos
los muertos, pocos los ataúdes; pero a todos los llevaremos
a darles cristiana sepultura.

Salió doña Lupita a despedir al señor cura y a las
personas que lo acompañaron; aprovechó para remachar
la casa y volvió a la sala diciendo:

—¿Quién más nos podría acompañar en este pueblo
donde todos tienen su pena?

(Nota del editor: para que el blog le muestre todos las entregas de la novela en una sola página, pulse con el cursor del ratón en la parte de abajo de esta Entrada, en donde dice Etiquetas: María Luisa novela por entregas Jaime Alonso Ramos Valencia).

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