DON
CHUSCUTAS
-El Diablo de Ocumicho-
POR
JUAN CARLOS MAGAÑA DÍAZ
Fotografía de Juan carlos Vega Aviña
Yo soy don Chuscutas, un diablo de la sierra de Ocumicho. La
gente de la Meseta Purépecha me conoce por ese nombre porque soy el que les
mueve la mano cuando van a voltear las tortillas y hace que se les chamusquen
los dedos; el que se lleva el agua de las ollas para que se les quemen los frijoles
a las mujeres chismosas; el que distrae a los campesinos con el arado para que
los surcos les salgan chuecos y el que sopla en las fogatas y hace que vuelen
las chispas con lumbre que tanto miedo causan a los hombres, por eso me llaman
El Señor de las Tortillas.
Con mis hermanos diablos, brincamos como locos en los días
negros sobre las nubes cargaditas de agua y con nuestras patas de cabra hacemos
que caigan los rayos a la tierra y cuando todo en el nuevo mundo está quieto, soltamos
a los vientos del rebaño de Tata Juriata, haciéndolos que corran y resoplen
desbocados por toda la meseta, dando vueltas y levantando remolinos y tolvaneras
por Shevina… ¡Jajaja! No saben cómo me regocijo dándoles coscorrones a los
chamacos que cantan – ¡Císcalo, císcalo Diablo panzón! y luego les grito en los
oídos que más panzonas estaban las que los parieron… ¡Jajaja! Por estas y otras
travesuras nos llaman los diablos de Ocumicho. Mis hermanos y yo vivimos allí,
en unas cuevas que están en las laderas y llegan hasta abajo de las casas del
pueblo, donde escuchamos todo lo que la gente dice. Nosotros jugueteamos con
las debilidades de los hombres y los hacemos renegar, porque nuestra
especialidad es hacer diabluras como Dios manda, ¡Sí señor!
La sierra me
encanta: los pinos altos y verdes, los arroyos cristalinos que cantan entre las
piedras canciones milenarias; el topuri rojo, fértil y pegajoso; el anís
regando su olor a fresco y los pájaros azules cantando y piando en sus nidos
hechos en lo alto de los árboles. En estos parajes primitivos corría feliz seguido
por mis hermanos, cuando de repente en una barranca vi que un muchacho no muy
grande, no muy pequeño, nos observaba atentamente. Algo había que hacer, así
que suspendimos la carrera y fingimos ir furiosos contra el intruso. El chamaco
cuando nos vio no se asustó, no se movió y simplemente nos sonrió. Nadie en la
vida había hecho esto, con una sonrisa nos desarmó y nada hicimos en su contra.
Nos acercamos, lo olimos, tocamos sus ropas y jalamos sus cachetes y ni
siquiera se inmutó. ¡Al Diablo con los sustos! dije y con señas invité al chico
a seguirnos y de allí en adelante nos siguió…
Marcelino Vicente
Mulato no era un muchacho normal, la gente del pueblo decía que aparte de ser
afeminado estaba loco porque no hablaba, no reía, no caminaba como los demás,
no sabía ni quería cultivar la tierra de sus Tatas y se había enseñado a moler,
a amasar y a echar tortillas. En su casa, a solas se vestía como las mujeres y
se contoneaba frente al espejo, porque simplemente era diferente y no por eso
era malo. Por las madrugadas corría a ver clarear el alba y cuando llovía y
caían rayos no tenía miedo de nada, trepaba a los árboles, comía raíces o
simplemente brincaba como trastornado por en medio del llano o de la barranca.
Uno de esos días de demencia fue cuando nos encontró.
A partir de entonces
Marcelino no dejó de ir a visitarnos y como era yo el más flojo, el que se
quedaba dormido hasta tarde, era a mí a quien encontraba. Nos hicimos amigos y
pronto lo invité a mis andanzas. Un día luego de la fuerte lluvia le di a comer
una hierba secreta que le permitía hacerse invisible y andar a la misma velocidad
que nosotros. El muchacho estaba encantado. Trepó hasta los cielos y de repente
bajó como loco y corrió a mojarse entre las aguas del río Patamban. Reímos como
desquiciados. Una vez refrescado comimos chuscutas de maíz y corundas con frijoles
y fue entonces que le conté la historia de que los hombres antiguos fueron
hechos una vez de barro y que su carne nació de alguna manera de esa materia. A
Marcelino le gustó la idea y pronto estuvo pidiéndome que le enseñara a hacer
hombres de esa carne.
Mis hermanos
dieron su aprobación y yo gustoso, porque no había tenido aprendices en cientos
de años, le di clases día con día. Pronto aprendió e hizo pequeñas esculturas,
primero sin gracia alguna, con el paso del tiempo mucho mejores, más bonitas,
mas coloridas, mas bellas. Comenzó a retratarnos, porque él veía las diabluras
que hacíamos a la gente común: Les mordíamos la cabeza a unos, levantábamos las
enaguas a otras, nos sentábamos en los ataúdes de los difuntos, nos trepábamos
a las camionetas de tabiques para jalarles el volante y accidentarlos, les serruchábamos
la lengua a otros, cuchicheábamos al oído del padre en misa y molestábamos a
las beatas con pensamientos lujuriosos en medio de los oficios. ¡Jajaja! La
gente pensaba que con ir diario a misa nos estaríamos quietos… ¡Cómo no! ¡Jajaja!,
si Ocumicho es el lugar de las cuevas, lo dice su nombre y las cuevas son nuestro
hogar. ¡No nos iremos nunca y menos porque nos rocíen con agua bendita! ¡Jajaja!
Marcelinito
era estudioso, dedicado y aventajaba porque su interés era mucho. Pronto le
dije cómo sacar los colores de las plantas, de las flores, de los insectos y de
las diferentes clases de tierras y minerales. Le enseñé que el agua de Cocucho
era distinta a la de Nurio, a la de Tangancícuaro y por tanto a la de Ocumicho,
que cada una servía para una cosa específica y que cada una daba un color
diferente con las sustancias que le llevaba y que le enseñaba a extraer. Era
todo un artista, ¡El muchacho era nuestro orgullo!
Día y noche el chamaco trabajaba como loco recordando las escenas de nuestras diabluras para plasmarlas en barro y colores. A la gente no le gustaba esa alfarería, les asustaba, tenían miedo de él y de sus figuras porque eran simplemente diferentes y hasta hicieron que el padre de Ocumicho lo regañara feamente, pero yo me vengué de las viejas y del cura porque esa noche fui y les jalé las patas ¡Hubieran visto los brincos que pegaron a pesar de ser reumáticos y diabéticos! ¡Jajaja! A partir de ese día no se metieron más con el muchacho.
Fue hasta que vino gente de un mundo antiguo, pálida, sin
color, que tenía sus propios demonios, a comprar todo lo que él hacía que los
demás le hicieron caso. No querían artesanías ni ollas de nadie más que de Marcelino.
Las vecinas del pueblo envidiosas vieron cómo le pagaron muy bien sus diablos y
quisieron aprender, mas mis hermanos y yo los mantuvimos a raya susurrando en
sus oídos que no valía la pena, que el éxito era pasajero y que nos los
llevaríamos arrastrando de las patas si copiaban nuestras imágenes, claro que
para esto también sedujimos al cura del pueblo aconsejándole entre sueños prohibir
la reproducción de nuestras figuras bajo pena de llevárnoslos a los oscuros
avernos y la conjura surtió efecto. Durante varios años nos dejaron en paz, mas
un día no pudimos ganarle a nuestro hermano mayor: La codicia.
Fue así como
una andanada de diablos en todas las posturas fueron hechos a pobre imagen y
semejanza nuestra. Bola de envidiosos incultos. Marcelino tenía arte y hacía
las cosas bien, no íbamos a permitir que nos hicieran feos siendo tan guapos,
así que anduvimos pellizcando todas las alfarerías que tenían nuestras imágenes
doblándolas, tronándolas en el horno y venteándolas cuando estaban calientes
para que se estrellaran y no tuvieran éxito. ¡Jajaja! fue muy divertido,
¡Jajaja! La gente decía que todo estaba endemoniado. ¡Y vaya que tenían razón! ¡Jajaja!
Pronto el
pueblo hirvió en monos amorfos de barro porque ninguno los hacía bien y los
meros machos también quisieron aprender. ¡Vaya! Luego de años de burlas sinfín,
todo mundo quería ser como nuestro Marcelino, así que nos divertimos echando a
perder todos los intentos de los metiches y oportunistas que querían imitar el
trabajo del muchacho. En las noches nos llevábamos sus pantalones, camisas y huaraches
y les dejábamos enaguas, blusas, medias y zapatos de tacón y cuando amanecía ¡Asustados
veían las ropas de mujer salidas de la nada! ¡Jajaja! Pensaban que era un mensaje
divino, corrían asustados a confesarse y dejaban de hacer monos de barro en un
santiamén y por un buen rato. ¡Jajaja! ¡Vaya que era divertido!
Todo fue de
maravilla. Por ser el primero nuestro amigo fue entrevistado por esos que llaman
periodistas, viajó a la capital resguardado por mí, que fui comisionado por mis
hermanos a cuidarlo de todas las diabluras que ocurren por allá. Recibió
premios, dio pláticas y mientras él hablaba yo les volaba los sombreros raros a
los citadinos y hurgaba entre el escote de las muchachas. Fuimos todo un éxito
¡Jajaja! Sano y salvo lo devolví.
De regreso,
mis hermanas menores, las envidias, estaban muy quitadas de la pena picándole las
nalgas a la gente en la plaza del pueblo, emponzoñándola. Yo las espanté para
que fueran a dar lata a otro lado pero era ya muy tarde, habían envenenado más el
corazón a varios de los resentidos.
Esa noche,
cuando Marcelino acudió a comprar a la cantina unas botellas de su licor
favorito, tres de los allí presentes lo esperaban con sendas pistolas
escondidas. Como buen diablo que soy, supe lo que pasaría y escupí en sus
tragos para atarantarlos un buen rato. Eso me dio tiempo. A nuestro hermano le
puse en su bebida un poco de polvo de mis cuernos y eso lo volvió medio diablo como
yo, pero inmortal.
Lo que pasó enseguida forma ya parte de las leyendas de
Ocumicho: Tres borrachos sacaron sus pistolas y dispararon furiosamente en
contra de Marcelino, quien recibió cada plomazo en su cuerpo. En ese instante congelé
el tiempo con ayuda de los diablos y corrí rápidamente a la casa de nuestro hermano
terrestre y en cuestión de segundos hicimos un mono grande de barro igualito a
él. Lo llevamos a la cantina, suplantamos su cuerpo sangrante a los ojos de los
mortales, pero sano y salvo a los nuestros y descongelamos el tiempo.
Armamos
toda una escena: tronamos los focos de energía eléctrica, soplamos sobre las
velas, les jalamos los cabellos a todos los presentes, corrimos alrededor
soltando nuestras mejores y más macabras carcajadas, hicimos ulular enojados a
los vientos y finalmente les partimos el hocico a trompadas a los agresores cobardes
hasta sacarlos de la cantina para dejarlos sangrantes y desmayados en las manos
de nuestro santo padre: el Chamuco mayor. No podíamos dejar pasar una cosa así,
porque los asesinos son cosa del Diablo. Los gritos que pegaron cuando nuestro
Tata los jaló de las patas al averno entre dentelladas furiosas fueron
terribles y a todos en Ocumicho se les pusieron los pelos de punta…
La gente espantada corrió de inmediato a refugiarse al
templo mientras mis hermanos les picaban las costillas y el trasero a la pasada.
A los que sabían que eran los que más odiaban a nuestro Marcelino, les jalaban
el pelo y les daban tremendos coscorrones. A más de uno les tumbamos los
dientes a leñazos. ¡Bola de envidiosos, hijos de la chingada!, ¡Cómo corrían! ¡Jajaja!
Bien merecido se lo tenían. El señor cura en vano echaba agua bendita para
todos lados mientras escuchaba el mugir del viento, que enojado trataba de
soltarse del diablito mas travieso que le montaba. ¡Jajaja! Llovió como nunca y
yo enojado les mandé rayos sobre el templo y las casas, quemando una torre y media
docena de tejados. Fue entonces que juntos desviamos un arroyo que inundó al
pueblo y se llevó a muchos, muchos de sus animales, tumbó bardas y casas
completas. El lodo de la sierra cubrió a Ocumicho y nadie durmió esa noche porque
los abusivos pagaron la cuenta de su odio, se lo merecían. ¡Jajaja! ¡Tiéntenle
la cola al Diablo, hijos de la chingada, a ver si no voltea! Y esa noche el
Diablo volteó muy enojado…
Marcelino sentado a mi lado en un lienzo de piedra,
invisible para todos, extrañado miraba la escena, me pedía que no les hiciera
daño, pero nada podía hacer yo porque esta sentencia estaba dada desde el
principio de los tiempos y escrita en el muro del destino. Debíamos cumplirla. Nada
pudo hacer contra el desquite de nuestro coraje.
-¿Qué sucede Chuscutas? Me preguntó extrañado. Lo transporté
a la cantina vacía y se vio inerte en medio de un charco de sangre en el suelo.
-Estaba bebiendo y… ¿Soy yo? dijo triste al ver el cuerpo tirado. –No, no eres
tú, le dije, es sólo un mono de barro al que dimos la apariencia de tu carne.
Tú decides. Ahora o vivirás por siempre con nosotros o te puedes regresar a
morir allí…
Ese día Marcelino Vicente Mulato comprendió que la envidia
de los hombres era muy mala y prefirió vivir en armonía con sus amados diablos.
Yo le hice una cueva especial, menos calurosa, en medio de las nuestras en las colinas
de las orillas del pueblo, la de él casi cercana a la superficie, las de
nosotros un poco más profundas. Le hice un horno que nunca se apaga porque lo
alimenté con una vena de lava que viene del volcán Paricutín. De los cuernos
que poco a poco ya le están saliendo como chipotitos, ya ni se preocupa.
Él
vive feliz, eternamente a nuestro lado y sabe que el día que regrese a la
tierra morirá irremediablemente, por eso se esmera en nunca tener malos
pensamientos y en trabajar arduamente de sol a sol.
Todos los días se levanta el primero para ir por agua a los
diferentes ríos de la región, a juntar y amasar su amado barro, a moldear,
pintar y hornear sus preciadas figurillas, mismas que luego de terminadas yo reparto
sorpresivamente por las madrugadas: Las dejo en las cunas de los chiquillos, entre
las ropas de los adultos, en las mesas de las viejas chismosas, en la sacristía
de los santos y letrados varones y en medio de las vendimias de objetos de
barro, para que resalten de entre todo lo burdo con su belleza y le recuerden al
pueblo la maldad de que mi hermanito fue objeto aquel día.
Dijeron entonces aquel aciago día las más antiguas, que sólo
aprendiendo a trabajar el barro como el Chamuco, digo, como Dios manda podrían
aplacarnos un poco, que así dejaríamos de hacer diabluras, pero eso no es
cierto porque todo seguirá igual como ha sido desde el principio de los tiempos.
Ellos viven encima de nuestras casas y nosotros no desaprovecharemos para
molestarles un rato, que esa es nuestra misión divina. ¡Jajaja! Yo, Don
Chuscutas, seguiré disfrutando jalándole el rabo a los perros y a los burros,
desbocando a los caballos, asustando a los gatos por la noche para que todo
mundo grite de espanto y soplándole fuerte al fogón para que se quemen las
manos, se les tuesten mucho las tortillas y vuelen las chispas de fuego que
tanto los asustan. Ocumicho es mi tierra, la tierra de los diablos y mientras
más estatuillas hagan de nosotros en barro, más nos quedaremos aquí, porque es en
esta tierra donde –dicen los más viejos- se cumple diariamente eso de que el Demonio
anda suelto. Yo, mientras tanto, seguiré asustando como el Diablo manda, ¡Si
Señor!
Nota del Editor:
Juan Carlos ganó con este texto el Primer Concurso Estatal de Cuento y Relato sobre Artesanías realizado por la Secretaría de Cultura del Gobierno del Estado de Michoacán, la Casa de las Artesanías y el Colectivo Artístico Morelia, A.C. en este año 2011.Con gusto lo publicamos para su difusión con una gran felicitación a su autor.
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