Santuario Guadalupano de Zamora en Michoacán.
Fotografía de Ricardo Galván Santana y Francisco Magdaleno Cervantes.

martes, 20 de agosto de 2013

María Luisa - Novela por entregas XXIII - Jaime Ramos Valencia

Martes 7 de diciembre de 1918, a las 2:00 hrs.

Acabo de escuchar que el reloj dio la hora; no supe si
fue una campanada o dos, porque al mismo tiempo la
señora que acompaña a su hija se despertó para usar
la bacinilla y, entre el ruido del peltre y el estruendo
con que soltó su vejiga, no supe ya que hora fue: si la
una o las dos; porque a las tres de la mañana nos van
a levantar para irnos a la estación.

Al día siguiente de que salió Clarita rumbo a México y
en el que muchas personas la despedimos hasta con
lágrimas en los ojos, me fueron a buscar las dos religiosas.

No era la primera vez que me visitaban. ¡Bueno!,
¡que nos visitaban! Porque en la reunión participábamos todas las que aún vivíamos en esa casa.
Pero ahora, después de los saludos, me llamaron aparte.
Nos sentamos en un mueblecito en los corredores del patio principal,
y tan pronto como nos acomodamos, me lo dijeron directamente,
sin más ni más:

—¡Te traemos una invitación del Señor! ¿No te gustaría
consagrarte a Él?

—¡Que no te asuste nuestro atrevimiento! Es que con
la madre Teresita pensamos que serías una excelente hermana
religiosa. ¡Claro el llamado del Señor lo hace Él directamente
a tu corazón! ¡Necesitas escucharlo!


Me quedé pasmada, sin palabra que decir porque
en mi mente los pensamientos se agolpaban: yo no
tuve una familia que desde niña me indujera a la vida
religiosa, como había visto tantas que les decían a los
pequeños: ¡vas a ser padrecito, vas a ser monjita! No
había tenido yo, nunca, ni una exaltación religiosa ni
un despecho por la vida, ni una decepción amorosa.

¡Más aún!, ¡nunca se me había ocurrido ser monja! Por
eso, cuando pude hablar, les contesté:

—Ustedes se están equivocando conmigo. ¡Nunca se
me ha ocurrido ser monja!

—La vocación no siempre se manifiesta tan abiertamente.
A veces un acontecimiento terrible y violento, como
la quema de Cotija; o uno doloroso, como fue para ti la
muerte de tu mamá; o una circunstancia como la de tu
posición y permanencia o no en esta casa. En fin, no siempre
alguien descubre fácilmente su verdadera vocación, y
cuando la conocen no todos perseveran en ella, porque no
la hacen crecer, no la cuidan, no la fortalecen. ¡Cuéntale,
cuéntale, hermana Teresita; tú que eres hermana fundadora
de nuestra congregación, cuéntale como se formó
nuestra comunidad! ¡Cómo nació tu vocación!


—Soy originaria de Zapotlán el Grande. En 1904,
cuando tenía más o menos tu edad, aconteció un acto de
barbarie que conmocionó a todo el pueblo: unos ladrones
entraron por la madrugada al templo, violentaron el sagrario,
y por robarse el Copón, sacrílegamente mancillaron las
Sagradas Formas. El párroco del lugar era en ese entonces
el padre Silvano Carrillo Cárdenas, originario de Pátzcuaro
(por cierto, pariente de la mamá de la maestra Clarita)
quien pronto realizó diferentes ceremonias y procesiones
de desagravio. A las muchachas nos organizó para no dejar
solo al Santísimo entre el día (los señores cumplían con la
Adoración Nocturna). De tal forma que yo, con un grupo
de amigas de más o menos la misma edad, durante tres
meses hicimos los roles adecuados de oración. Fue tal el
fervor que mantuvo este grupo que prometimos consagrarnos
a la vida religiosa, para el beneplácito de Don Silvano,
nuestro Padre Fundador, quién hizo los trámites para que
la Congregación fuese aceptada con el nombre de Siervas
de Jesús Sacramentado. Sólo nos puso una condición:
que nuestro objetivo, nuestro carisma, fuera La Adoración
a Jesús Sacramentado; pero también la Educación
Cristiana de los niños y la juventud. Las monjas, además
de piadosas, deben ser ilustradas. Como nuestro párroco
era de familia de maestros y maestras, el santo sacerdote
nos puso a estudiar y a estudiar para acrecentar nuestros
conocimientos y fomentó así nuestras habilidades para
enseñar a otros. “Una cosa es saber y otra saber enseñar”,
nos repetía una y otra vez.

—Pues así nació nuestra Congregación que cuenta ya
con varias escuelas en Jalisco y por toda la República. Pero
no ha sido fácil, últimamente hemos vivido días de angustia,
de pobreza, de huidas imprevistas, de despojos; incluso
algunas hermanas fueron a la cárcel por el delito de la fidelidad
a Cristo.


Tal vez no fue su discurso, ni sus experiencias;
pero había algo en su voz, en su presencia, en la paz y
seguridad que junto a ellas se respiraba, que me convencieron
de ser maestra. ¡Maestra y religiosa!

¡Cierto! Voy a un internado vocacional que tienen
en Guadalajara a tomar un curso de tres meses como
aspirante; si decido seguir me trasladarán al Convento
en Zapotlán el Grande y serán cuando menos tres años
de noviciado, dedicados al estudio y a la oración; después
tomaría mis votos perpetuos y sería una monja
profesa. El camino es largo, y ¡no va ha ser fácil!

No hace ni tres semanas que tomé muy en firme
mi decisión. Las pocas personas que viven en la casa
conmigo se alegraron. ¡No se diga Amelia! Pronto en el
pueblo lo supieron también. Cuando salía de compras
al mercado, en la carnicería don Polo y su hijo Chucho,
todas las marchantes, y por las calles, cuando me encontraba
con las mamás de “mis alumnas”, todo mundo
pues me felicitaba; incluso hubo quien me dijera:

—Voy a rezar por ti, porque perdures en tu vocación…
¡Creerás que yo siempre te imaginé como monjita! Tú tan
buena, tan formalita, tan inteligente, tan piadosa… ¡Siempre
te imaginé como monjita!


Las felicitaciones y palabras de aliento las agradecía
y con ellas me sentía muy fortalecida; en cambio
los halagos me ruborizaban y en mi interior los rechazaba.

Aproveché que el señor Felipe estuvo en la casa
por toda una semana, lo que me dio tiempo tanto de
comunicarle mi decisión como de escribir sendas cartas
a mi protectora y bienhechora, doña Aurora; y una más
para mi compañera y amiga por tanto tiempo, su hija
Asunción. ¡De verdad que estoy conciente de lo difícil
que hubiese sido para mi mamá y para mí el permanecer
en La Estancia de Arriba! ¡Mi agradecimiento es
y seguirá siendo muy sincero para con todos ellos! Me
llamó la atención, al platicar casi todos los días con el
señor Felipe, la forma en que tomó mi vocación: ¡como
un honor que honraba a su familia, en la que hasta
ahora no había ni sacerdotes ni monjitas! Se ofreció en
ayudarme en lo que fuera, incluso me dijo:

—Las aspirantes a la vida religiosa deben de llevar, para
ingresar al convento, una dote. Lo sé muy bien; muchas
de las familias acomodadas aquí, de Cotija, entregan a sus
hijas y le proporcionan a la congregación una buena cantidad
en efectivo, e incluso les escrituran alguna casa habitación,
a fin de que con las rentas del inmueble se ayuden
permanentemente en el sostenimiento de la comunidad.
¡Cuenta con nosotros!


—La congregación a donde voy no exige dote alguna y, si
alguien quiere aportarla, no la aceptan en firme hasta que la
aspirante tome sus votos.

—¡Uf! Por no llevar dote no te vayan a encasillar en
tareas de servidumbre… Creo que así es con las Capuchinas.
¿Vas con ellas?

—No, don Felipe, voy con Las Siervas de Jesús Sacramentado,
una congregación que se dedica a la educación;
tienen ya muchas escuelas y con ellas se sostienen; yo voy
ha ser religiosa, pero también maestra. Pero, además, ¡sí
tengo dote! ¡Una buena dote que aportar! Recuerde que
cuando recién llegamos a esta casa su mamá nos entregó
los ahorros de mi padre: cien monedas de plata de ocho
reales y además el dinero que mi madre juntó durante …
¿Qué serían? Ocho, nueve años.

—Las solo cien monedas de plata hacen una bolsa
voluminosa y pesada y riesgosa para llevarla contigo. Sería
conveniente que tu dinero lo cambiaras por monedas de
oro.

—Fui con don Pancho, el de la tienda de telas que
ahora, mientras reconstruye su propiedad del portal,
atiende en su casa…

—¡Sí, don Pancho! De curiosidad, su hija Ernestina,
¿no te preguntó por mi hermano Martín?

—¡Claro! Esa señorita siempre me ha preguntado por el
señor Martín. Creo que es su amor imposible. Don Pancho
nomás la oye y la ve con ojos de conmiseración.

—Y, ¿cuánto te dieron por tus monedas de plata? Fuiste
con una persona honrada y confiable, que si has ido con el
prestamista don Antonio, “el Picao”, el que compra y vende
semillas, ¡ese, ese si te había robado, como hace con los
campesinos a quienes les “refacciona” la siembra!

—Pues no sé cuánto tengo, o cuánto vale mi dinero; pero
el mismo don Pancho me dijo que era mucho, tanto como
para comprar una casita, o para mantenerme por algunos
años. En monedas tengo ocho grandes que les dicen “aztecas”
y siete más chicas que les dicen “hidalgos”, y algunas
monedas de plata y de cobre, que ya no me cambió porque
me dijo que las necesitaría.

—Tiene razón don Pancho en dejarte esas monedas
fraccionadas, porque con las monedas de oro no pagas una
comida en un mesón, ni compras siquiera un vaso de agua.
El oro no es moneda corriente. Ahora que, para llevarlo
seguro y que no lo pierdas fácilmente, voy a buscarte una
bolsa secreta de las que usa mi madre cuando viaja, y que
la sujeta a su cintura y la oculta con su vestido. Y por otro
lado, pues, ¡buena suerte y está en contacto con la familia!

—En todas las congregaciones religiosas, durante el
noviciado, y son cuando menos tres años, nos aíslan del
exterior, nos separan de familiares y amigos; va ha ser un
largo tiempo, pero ¡siempre los tendré presentes!

Me emocioné y don Felipe también se emocionó
cuando afectuosamente y con respeto se acercó a mí y
me abrazó largamente.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...