(Cuarta Parte)
—Si esas fuerzas gobiernistas vinieran comandadas
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La verdad que todos estábamos hambrientos, así
que comimos el guisado, extrañando los frijolitos y las
tortillas y, para saciarnos el apetito revivido de su ausencia de más de tres días, sopeamos el bolillo en el chocolate. De todas formas, en la sobremesa apremiamos a doña Lupita para que nos contara lo sucedido.
Así la oímos decir:
Estábamos empezando a comer el miércoles pasado; sí, un día después de la fiesta de San José, cuando tocaron a la puerta y nos dijeron que por orden de las autoridades militares saliéramos a refugiarnos al templo,
ya que los bandoleros de Chávez García estaban
rodeando el pueblo. Las muchachas subieron a la azotea
y me confirmaron que se veían muchos a caballo
y aparentemente armados. ¡Parecen
chancharras en fila!, dijeron…
Maria Luisa entró con su mamá para avisarle. Volvió
diciendo: está muy dormida. Yo entonces urgí a las dos
muchachas a que salieran a refugiarse. Yo sabía que el
señor cura Galván había protegido en Paracho a toda la
gente que se resguardó en el templo. Tan pronto como
salieron, remaché la casa; prendí la veladora del Sagrado
Corazón; corrí a ver a la enferma y la encontré tan dormida
que hasta pensé: ¡mejor!, ojalá no despierte con la balacera.
Balacera que yo esperaba de un momento a otro y no
llegaba. Pasó más de una hora y luego más y más tiempo.
No se oían ruidos en las calles. Yo tenía miedo de abrir la
puerta y salir a enterarme, así que daba vueltas y vueltas
en los corredores; pasaba las cuentas del rosario de misterio
en misterio sin siquiera rezarlo. Esta espera sin definición
me ahogaba en incertidumbre.
De pronto el silencio se rompió con los primeros tiros, y
se soltó la balacera y los gritos de la gente y los cascos de
los caballos; pero todo se oía como a dos o tres cuadras,
y luego más cerca, como si ya estuvieran en la plaza. Las
descargas eran a veces muy tupidas, y a veces como de un
solo disparo que era contestado inmediatamente con otro.
Cuando se empezó a obscurecer, fui a sacar todas las
lámparas de petróleo. Encendí los quinqués y los coloqué
en sus soportes alrededor del patio, y sobretodo en el pasillo
de la entrada principal. Mi única salvación es que el ahora
bandolero me reconozca y me respete, pensé. Me sobresalté
cuando empecé a percibir, junto al olor a pólvora, olor
a humo ¡Están quemando las casas! Y no me quedó duda
de ello cuando los reflejos rojizos del fuego se proyectaron
en los muros y techos del patio.
Llegué a escuchar llantos y lamentos y maldiciones y
hasta un ¡Qué viva Chávez García! Pero todo era como por
la plaza. Nada, ni en esta calle ni por la parte de atrás.
Varias veces corrí de la puerta principal a la puerta del
corral. Mi corazón rebotaba de la esperanza de que no nos
tocaran a la angustia de, si van a venir, ¡que sea ya!
No me atrevía a abrir la puerta, ni a abrir un postigo de
alguna ventana. Era como vivir en la oscuridad y a tientas.
Por fin encontré una abertura por donde espiar para la calle;
me subí al pretil de la ventana de la sala y por una rendija
en el postigo pude ver la calle vacía. Estaba por bajarme
cuando se oyó el galope de unos jinetes retumbando en el
empedrado, y las voces violentando a que abriera la puerta,
amenazando con quemarla.
Uno de esos jinetes era el jefe de los bandoleros y justamente,
desde donde yo lo veía, su rostro me quedaba así
de cerquitas ¡Bien que lo reconocí! Así que tocando con
mis nudillos la madera del postigo, y sin abrir éste, a todo
pulmón le grité: ¡Nicho, Nicho!, soy Lupe Bravo, la hermana
de Margarita, tu madrina. Él se sorprendió, pero al mismo
tiempo se retiró del frente de la ventana, subiendo su caballo
a la banqueta y cubriéndose con el muro de la casa.
Ordenó que dejaran de golpear la puerta y se callaran, y
entonces me preguntó:
—¿Estás sola?
—¡Sí!
—Abre entonces el postigo y asoma tu cara para que
yo te reconozca. ¿Estás sola?, me volvió a preguntar.
¿Qué haces aquí? Se acercó a mí ya sin desconfianza.
—Cuido la casa de mi patrona que es viuda y se fue
a Morelia a atender el parto de una de sus hijas.
—¡Abre la puerta!, ¡déjanos entrar antes de que mi
gente o tumbe la puerta o la queme, que es más fácil!
—Fui pues, y quité las trancas y los aldabones. Eran
sólo cinco o seis los que en ese momento venían con
José Inés; Nicho, le decíamos en el rancho. A tres los
mandó a revisar la casa. Yo les advertí de la enferma y
les pedí que no la molestaran. Los demás permanecimos
en el pasillo y a mí también me retuvo hasta que
volvieron los de la revisión.
—¡No hay nadie!, y la señora enferma ya no tiene
respiración, debe de haber muerto.
Traté de ir con ella y me retuvo diciéndome: a la muerta
la atiendes después, ahora es a mí que me debes de atender
si es que no quieres que queme tu casa. Voy a instalar
aquí mismo mi cuartel; estando yo aquí te respetaran mis
muchachos y respetaran la casa. Bueno, cuando menos no
la quemaran estando yo aquí.
De inmediato dio un recorrido por los patios y el corral.
Vio la pastura y ordenó refrescar y dar de comer a sus
caballos. Mandó por guardias para las puertas y avisó a
su tropa de la instalación de su sitio de mando. Entró a la
biblioteca y se instaló en el escritorio, pero algo le incomodó
que fue en el comedor donde empezó a despachar, a comer
y a emborracharse con el coñac de la casa.
Pronto se llenó la casa no sólo de bandoleros que entraban
y salían, trayendo prisioneros a los principales del
pueblo; muchos amigos de ustedes, y también trajeron
mujeres y a los músicos…; toda la orquesta.
Ordenó, dirigiéndose a mí, que cerrara todas las habitaciones
del primer patio y, dirigiéndose a los guardianes que
cuidaban la puerta principal, que caballos y tropa entraran
por la puerta trasera. Me pidió también que prestara
mi cocina y abriera mi despensa a las mujeres que habían
traído.
—“Son pal’ baile, pa’ divertirnos, pero que primero
nos den de tragar”.
Serían unas ocho mujeres. Yo nunca las había visto,
pero se les adivinaba el “oficio”. La forma de vestir, el tufo
alcoholizado, el lenguaje de “cabrones y chingados”, todo
me hacía repelerlas; pero yo, al igual que ellas, tenía miedo
de no seguir las órdenes del general, que a mí me tenía ate-
morizada y amarrada, no con lazos, pero sí con sus ojos:
“Estate aquí cerca, no te me pierdas de vista…”. Total, que
por todo esto no tuve oportunidad antes, niña María Luisa,
de correr a ver…; de correr a cerrarle siquiera los ojos a tu
mamá.
Con las mujeres salí del comedor donde los bandoleros
entraban llevando prisioneros a señores del pueblo. José
Inés se crecía ante cada uno de ellos; en su rostro moreno
de pómulos salientes brillaban sus ojos oblicuos, pasaba
su mano izquierda por su escaso bigote; el revolver sobre
la mesa, cobijado con la palma de su mano derecha … Ahí,
sentado en la cabecera, en el sillón del patrón don Felipe,
sentenciaba:
—Tu cooperación para la causa será de quinientos
pesos. Tu retribución para la revolución es de mil
pesos. Te has hecho rico con la lucha armada, le dijo a
un comerciante a quien trajeron y lo presentaron con
el pizarrón en que enlistaba los precios de su mercancía.
¡Mira nomás! Ante la escasez de cosechas tú haz
acaparado el grano. Anuncias que vendes el maíz a 50
centavos la medida de 4 litros, la manteca a dos pesos
el kilo, el azúcar uno diez el kilo, el piloncillo setenta
centavos el kilo, el fríjol un peso veinticinco centavos
la medida de cinco litros… Eres un desgraciado acaparador;
que con estos precios el peón no gana ni para
comer. Si quieres salvar a tu familia me vas a entregar
diez mil pesos; de otra manera los colgaré contigo. Tú de
todas formas vas a morir.
Me tocó ver, en ese tribunal de justicias y de injusticias,
cómo cada uno de los sentenciados palidecía. Algunos
balbuceaban frases incoherentes, sin ningún sentido; otros se
revelaban tímidamente; otros suplicaban, pero el juzgador
sólo movía su cabeza en un ademán de ¡sáquenlo! Hicieron
del patio trasero la prisión; allí los desnudaban para cambiarles
sus ropas por andrajos: un raído pantalón amarrado
con un lazo, una deshilachada camisa y viejísimos
zapatos; a cambio de los trajes de que fueron despojados.
Cuando las mujeres vinieron conmigo, aquí a la cocina,
le confié a una de ellas la pena que tenía. Con ella atravesamos
el segundo patio y abrí la habitación, donde efectivamente,
María Luisa, murió tu mamá; se quedó como
dormida, sus ojos cerrados, sus manos juntas y con una
expresión de serenidad indescriptible.
—¡Qué bonita su difuntita!…, ahora sí que descansa
en paz. Pero…, ¡Vamos a amortajarla!
Limpiamos la cama y toda la habitación; aseamos el
cuerpo y le puse su mejor vestido, y en sus manos el rosario
de cuentas grandes de madera. Traje cuatro candelabros
y así armamos el velatorio.
—Nos vamos a turnar para que su difuntita no se
quede sola; organice la cocina y en tanto yo me quedo
aquí rezando; dele sus vueltas al general y nos turnamos
con las demás para no dejarla sin acompañamiento.
La música en el primer patio no dejaba de tocar. El general
no dejaba de tomar; pero pasaba ya la media noche y
seguían trayendo a los vecinos del pueblo, a los que sacaban
de sus casas a empujones para presentarlos, uno a
uno, ante el tirano que le ponía precio a sus vidas. Mien-
tras, salía la comida que se estaba preparando; ya le habían
servido varios platos del menudo de esa mañana. Se repitió
porque se acordó que con esa sazón se lo hacía su mamá,
allá en Godino, su pueblo natal. Este menudo blanco se
parece más al de Jalisco; en estos rumbos de Michoacán
lo hacen más bien rojo, me dijo. Aproveché para preguntarle:
—¿Cómo está don Anacleto? ¿Cómo está su mamá
doña Bartola Chávez? Tengo mucho tiempo que no
los veo; creo que desde cuando nació tu hermanita
Enriqueta, que ya debe de estar grandecita; señorita
pues…
Los recuerdos de su infancia suavizaron por solo un
momento su rostro porque, un instante después, ante
la llegada de nuevos reos que irrumpieron con llantos y
quejas, volvió la fiera inhumana a mostrar su feroz inclemencia.
Aproveché para ir al velatorio donde encontré ahora a
dos de las mujeres, de rodillas, rezándole piadosamente a
las “almas de los fieles difuntos”. Una de ellas derramaba
lágrimas de verdad sinceras. En la cocina las demás señoras
se afanaban en la preparación de un pozole. Habían
traído una cabeza de cerdo, y una de ellas, con gran habilidad,
después de dejarla limpia y libre de pelos, separó los
trozos de carne: trompa, lengua, cachete, oreja; al tiempo
que en otra olla se cocía el maíz a punto ya de florearse. Las
demás hacían nixtamal para las tortillas y las salsas en el
molcajete; preparaban los frijoles y aplanaban la carne de
res para asarla a las brazas.
El grupo de mujeres era el mismo que horas antes,
cuando entraron para diversión del general, y que por su
aspecto y su “oficio” me resultaron repulsivas; ahora, y
desde que supieron que me había quedado con la enferma
y para resguardar la casa, se volvieron mis aliadas incondicionales,
no sólo protegiéndome con su experiencia en
tratar con hombres ebrios y violentos, sino también trabajando
junto a mi y, sobretodo y muy sinceramente,
acompañándome en mi pena. De verdad que aprecié su
compañía.
El estar ocupadas nos hizo perder la noción del tiempo.
Acabamos de darles de cenar como a unos cincuenta bandoleros,
que eran la guardia del general. Impidieron que les
mandáramos de comer a los prisioneros: “es un desperdicio
si los vamos a matar”.
Seguían trayendo más vecinos y los presentaban ante
García Chávez, o Chávez García como ustedes lo conocen,
y a cada uno le fijaba su rescate. Habían transcurrido toda
la noche bebiendo, comiendo y apremiando a los músicos
a que no dejaran de tocar. A ellos sí nos ordenó que les diéramos
de comer. Habían permanecido en el patio, y al llevarles
su pozole el fresco del rocío de la madrugada me hizo
pensar en que pronto cantarían los gallos: “¡serán los gallos
de la pasión, porque esto es un calvario!” En ese momento
también, al cesar la música, los ruidos de la calle que producían
más de mil gavilleros en pleno zafarrancho llenaron
de temor mi corazón: ¡Virgen mía!, ¿cuándo acabará esto?,
¿cómo acabaremos?
De pronto irrumpieron muchos bandoleros capitaneados
por dos de sus jefes, quienes borrachos y exaltados y
sin guardar compostura ni disciplina alguna ante su superior,
le gritaban y exigían:
—¡Vámosnos de este chingao pueblo! ¡Ordene la retirada!
¡Vienen las Fuerzas Constitucionalistas! ¡Pinches
sardos ladrones!
—Hay un rumor que ya mandé investigar: que gente
de Jaripo afirman que desde Jiquilpan se desplazó el
coronel López con un contingente del gobierno, fuerte y
bien equipado; para combatirnos, dijo uno de los jefes.
—Aquí ya no hay ningún provecho para nuestra
causa; la destrucción y el saqueo del pueblo está cumplido,
dijo el otro de los jefes; pero los más exaltados
eran los bandoleros que los acompañaban, quienes gritaban
en coro disonante y arrebatado:
—¡El botín!, ¡nos van a chingar otra vez el botín,
como en HUANDACAREO!
La prisa, decían, era porque con el inmenso botín, a
cuestas de mulas y carretas, la retirada sería lenta; y que
no valía la pena el enfrentamiento. Chávez García movía
afirmativamente la cabeza, como indicando que estaba de
acuerdo:
—Sí, dijo, no tiene caso esperar más, ni hacerles
frente de batalla a los Federales; cuando menos yo y
mi gente hacemos nuestra propia Revolución y ni me
importa derrocar al Gobierno.
Pero de todas formas bravuconeó diciendo:
por el generalito José Luís Flores aquí nos quedaríamos
a enfrentarlo, para que viera que no es lo mismo luchar
frente a frente que, al cobijo de la noche, sorprendernos
por la retaguardia. ¡Tuvo suerte en Huandacareo, pero
nos la tendrá que pagar! ¡Ordena la retirada!
Faltaba sí, el rescate de los presos, lo que significaban
grandes cantidades para la causa; pero a ellos se los llevarían
secuestrados, hasta que sus familiares los liberaran.
Todos se retiraron a dar cumplimento a la orden que un
clarín pregonaba al aire cuando, levantándose de la mesa
donde había permanecido por tantas horas, fue que me
pidió me acercara:
—No te puedes quejar, Lupe, que te protegí en
memoria de mi madrina; vas a poder darles buenas
cuentas a tus patrones; sin embargo me voy a llevar la
caja fuerte que está en la oficina, y ya están cargando la
pastura y la despensa que tienes en esta casa; los ricos
deben colaborar con la causa de los pobres. Saldré el
último para evitar que algún exaltado le prenda fuego a
la casa.
A todos los señores que tenían presos los ataron del
cuello con cuerdas que sujetaban a sus monturas, y así
los fascinerosos emprendieron la huida llevándolos como
malhechores o como bestias. Iban harapientos, con zapatos
viejos que no eran de sus medidas, o con huaraches,
y algunos, descalzos; así los obligaron a caminar. Se llevó
también a los músicos, a pié y cargando sus instrumentos.
Por último, montó su caballo aquí, en medio patio, y se
despidió vaciando su revolver contra los quinqués que permanecían
aún encendidos. Este acto de barbarie nos llenó
de un miedo que nos paralizó hasta el amanecer.
Estuvimos entre todas levantando un poco el desorden
del comedor y la cocina cuando se empezó a oír movimiento
en la calle. Una de ellas se ofreció para ir a contratar el servicio
con don Marianito, el de la funeraria, quien vino de
inmediato a atendernos. En eso estábamos, cuando María
Luisa y Amelia regresaron de su refugio; ¡gracias a Dios!
sanas y salvas. Las señoras creyeron oportuno despedirse
de mí; como que les entró el pudor de no dejarse ver por
los demás; como que se empezaron a sentir fuera de sitio; y
así, casi sin que yo me diera cuenta, mientras yo les abría
a ustedes la puerta principal, ellas salieron por la puerta de
los corrales.
¡Así fue como sucedió!
Terminó diciéndonos Lupita y emocionada guardó
silencio.
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