Santuario Guadalupano de Zamora en Michoacán.
Fotografía de Ricardo Galván Santana y Francisco Magdaleno Cervantes.

martes, 20 de marzo de 2012

María Luisa - Novela por entregas XIII - Jaime Ramos Valencia


Lunes 6 de diciembre de 1918, a las 18:00 hrs.
(Cuarta Parte)


El relato nos dejó sorprendidos del carácter de
aquel ser que los años y las enfermedades lo hacían
parecer endeble. Nos sentíamos contentos de que las
cosas hubiesen resultado bien, por lo menos para la
familia; pero había cosas que no se explicaban por si
solas; por ello, tanto los señores Felipe como Martín
cuestionaban al capitán Berber.

—¿Cómo un individuo tan cruel y sanguinario se deja gritar por los bandoleros que son su tropa?, ¿por qué le exigen que ordene la Retirada? ¡Antes no les metió un plomazo! ¿Esos son los militares de la Revolución?

—¡No, claro que no! Mire, señor Martín: con el triunfo de
Carranza y la formación del Ejercito Federal Constitucionalista,
muchos generales se quedaron sin tropa; muchos
 “villistas” incluso se quedaron sin Villa; y entonces constituyeron
grupos de “alzados” que para mantenerse roban
y matan; y violan amparándose en una Revolución que no
acaba de pasar. García Chávez, como no les paga a sus
“soldados”, los deja robar; el botín es su paga.

—Pero… ¿Por qué dicen que en Huandacareo les robaron
su botín?, ¿quién robó a quién?

No hace ni tres meses, a principio de este año, García
Chávez atacó la población de Huandacareo. Ahí se topó con
un pueblo en el que los habitantes habían organizado la
Defensa Civil para enfrentarse a los bandoleros que merodean
todavía la región. Entre paréntesis: el contenido de
la carta que me acaba de entregar su hermano, el señor
Felipe, es para promover la formación de un grupo de civiles,
aquí en Cotija, que contará con el apoyo del Gobierno
del Estado.

Siguiendo con lo de Huandacareo: las ochenta personas
que formaban la Defensa, sabiendo que el bandido venía
sobre el pueblo con más de mil quinientos efectivos, todos
a caballo, en vez de atemorizarse se prepararon cerrando
con alambre de púas todos las entradas del pueblo, y ya
con sus armas y dotación de parque, se distribuyeron en
siete retenes estratégicos, desde donde, ocultos, iban a
enfrentar a los chavistas.

Éstos llegaron a las tres de la tarde. El alambre de púas
los mantuvo hasta las ocho de la noche fuera del pueblo,
salvo algunas incursiones en que horadaron algún muro;
pero los defensores disparando sus armas, y sin dejarse
ver, tenían a raya a los bandidos.

Había ya obscurecido cuando se presentó una balacera terrible.
Desconcertados, los defensores pensaron que Chávez García
los iba a atacar con todo; hasta ese momento los defensores
sólo habían tenido tres heridos de poca gravedad,
y a los enemigos les habían hecho ya tres bajas.

La sorpresa para todos fue que por donde hacía ya dos
horas habían visto ocultarse el sol, ahora de ahí procedía
una línea de fuego nutridísimo que abarcaba casi todo el
poniente y avanzaba al centro; creyeron los defensores que
sería una estratagema de los chavistas para amedrentarlos,
quemando cohetes enchorizados, ristras les dicen aquí;
pero el abanico de balas que pasaba sobre la torre los convenció
que era un ataque formal.

Nadie de los bandos combatientes sabía, ni esperaba,
que la Fuerza Constitucionalista viniera en auxilio de unos,
para espanto de otros. Les llegaron por la retaguardia a los
bandidos, provocando la desbandada de éstos.

La derrota sufrida por Chávez García fue tremenda;
no tanto por la carga que le dio el Gobierno
(ni siquiera lo persiguieron, debido quizás
al gran número de gente que traía), ni sufrió
mas bajas; pero en su precipitada huída dejó 264 caballos
con sus monturas y maletas de ropa robada, ochenta rifles,
diez máquinas de escribir y casi todo el instrumental de la
banda de música.

Este botín, producto del asalto a otras poblaciones
y que los bandidos traían consigo, fue “decomisado”
por el Gobierno para beneficio de la tropa; calculándose
que sólo lo que los soldados vendieron en Puruándiro,
a donde el General Flores regresó con su regimiento, eran
más de cuarenta mil pesos.

—Con razón chillaban y exigían los bandidos… ¿Se habrá
calculado lo que robaron aquí?

—Esa es otra de las encomiendas que se me asignan.
¡Habrá que hacer el recuento de los daños! Pero por lo
pronto, mi admiración para doña Lupita. ¡Qué temple de
mujer!

Aquella viejecita que conocí hacía casi ocho o nueve
años, agobiada por sus reumas, callada y silenciosa,
con la adversidad se había convertido en un gigante
que todos admiramos con abrazos y lágrimas de agradecimiento,
y todos, patrones y compañeros, se lo demostramos
emocionados al final de su relato. Por eso el
señor Felipe no dudó en decirle emocionado:

—¡Es usted una mujer valiente y admirable! ¡En nadie
pudo estar mejor confiada nuestra casa y por ello le ruego
que siga al cargo de ella hasta que venga mi madre de Morelia!

—¿Vendrá pronto?

—A mí me gustaría que permaneciera fuera de toda esta
destrucción del pueblo unos tres o cuatro meses; pero conociendo
su carácter no creo que la podamos retener allá
más de dos o tres semanas. Ese tiempo nos dará chance de
limpiar aquí y allá; en fin, de borrar cuando menos de esta
casa las huellas del chacal.
Va a ser imposible restituir los
recuerdos que guardaba mi madre en la caja fuerte que se
robaron: algunas joyas y sobre todo títulos de propiedad
y algunas escrituras y documentos familiares. ¡Hasta éstos
va ser difícil volverlos a recuperar!
¡De la quema no se salvaron los archivos
de la notaría civil ni de la Parroquia!
En fin, vamos todos a ponernos a trabajar.
¡Queda en sus manos, doña Lupita,
la marcha de la casa!

No fue fácil volver a parar la casa. El saqueo de
bodegas y pastura fue total; sobretodo lo que existía en
el corral donde hasta las carretas de carga se llevaron.
Ahí, en el corral de la casa y fuera de la vista del “jefe”,
la rapiña y los desmanes se dieron de igual forma que
en la calle.

Más de una muchacha fue mancillada; ahí
vejaron toda la noche a los prisioneros; ahí asaron a la
leña una res que ya en canal robaron de la carnicería
de don Polo; ahí se atragantaron del aguardiente “decomisado”
a don Ramiro, uno de sus prisioneros y dueño
de la tienda “Vinos y Ultramarinos El Faro”; y ahí, para
corroborar todas esas infamias, quedaban heces fecales
y estiércol y orines, entremezclados con ropa rota a
jirones; alguna con manchas sanguinolentas.

Comparado todo esto con un pueblo destrozado,
a nosotros nos había ido muy bien. Pronto se supo de
muchos más cadáveres. Dos jóvenes que se habían escondido
en el techo de una casa los daban como desaparecidos;
hasta que la descomposición de sus cuerpos
acribillados por los bandoleros los hicieron presentes.

Muchos otros cadáveres aparecieron en los restos de
las casas quemadas. Se supo que no siempre éstos eran
de sus moradores, ya que Chávez García solía incinerar
a sus muertos, arrojándolos a los incendios que provocaban.

Los días iban amortiguando el dolor y el llanto de
los que pudimos velar el cadáver de un ser querido;
pero era angustiosa y desesperante, y sin consuelo alguno,
la espera de alguna noticia de los secuestrados,
de los prisioneros a los que les pusieron precio de rescate;
y de los pobres músicos…. Luego de pronto, al
tercer día de que fueron obligados a seguir a los bando-
leros, irrumpieron en el pueblo dos de ellos, dos jóvenes
músicos, gritando:

—¡Nos soltaron, nos soltaron! ¡Todos estamos vivos!

La gente los rodeó para indagar por su gente y saber
dónde estaban. El capitán Berber impuso el orden
y así pudieron saber que “el Indio”, como también le decían
en los círculos militares a Chávez García, tomando
en cuenta que los componentes de la orquesta le habían
servido toda la noche y que eran gente sin recursos que
no podían pagar rescate alguno, ordenó:

—Que dejen en libertad a los músicos prisioneros.
Pero la orden, que pasó a través de varias bocas,
llegó al final como:

—Que dejen en libertad a los prisioneros. ¡Orden de mi
general Chávez García!

¡Vivieron para contarlo! Así lo narraban, ¡como un
milagro!

—Nos dejaron a todos en libertad. Pero teníamos tanto miedo
que de inmediato remontamos el cerro para escondernos,
¡no fueran a volver para apresarnos! ¡Y sí que volvieron!

Desde donde estábamos vimos que, pasada una media
hora, regresaron unos diez bandoleros a buscarnos. Los
señores mayores nos pidieron esperar ahí a que pasaran
las gentes del gobierno que de seguro irían a rescatarnos; y
así pasó la tarde y la noche sin que nadie fuera. Por eso nos
mandaron a avisarles. Que lleven coches y caballos porque
los más no pueden caminar de ampollados.

Pronto se organizó una caravana que, cuando regresó
con ellos, muy lastimados moral y físicamente,
todo el pueblo lloró de alegría. Fue una alegría efímera:
¡los prisioneros estaban vivos, pero los bandoleros les
habían arrebatado la paz! Vivir con miedo ¡no es vivir!

Además, fue deprimente para ellos ver sus negocios saqueados,
sus casas quemadas, sus familias mermadas
y, los más, lloraron a sus muertos sin haberlos visto por
última vez.

La gente, antes tan trabajadora y emprendedora,
estaba ahora cobijada por su desesperanza, por su desánimo.

Apagaron las ruinas de sus casas, pero no recogieron
sus escombros; apilaron la mercancía que no fue
saqueada, pero no la sacudieron ni acomodaron en sus
estantes. Esas primeras semanas vivimos como fantasmas:
velando todos los días nuevos difuntos; tanto a
los heridos que nunca se recuperaron como a jóvenes y
ancianos que pese a no tener ni un rasguño se les apachurró
el corazón. Nadie pensaba en reconstruir y sí
muchos en escapar; en cambiarse a poblaciones mayores
y mejor resguardadas, y así lo empezaron a hacer.

La casa no fue tampoco la misma. Se resanaron
los impactos de bala, se pintaron los corredores, se recuperó
la despensa y el pienso de los animales, se cam-
biaron algunas plantas de las macetas del primer patio
que habían sido mordisqueadas por los caballos. Aparentemente
la casa estaba como la había dejado doña
Aurora, ¡lista para recibir a la patrona!, pero ni ella ni
su hija Asunción volvieron a Cotija, cuando menos hasta
hoy que ya ha pasado más de medio año.

¡Ese día, 20 de marzo de 1918, marcó para siempre
mi vida! Murió mi mamá y destruyeron un pueblo
que sufrió una violencia cruel y ahora se ahoga en incertidumbre
e inseguridad; y que irónicamente se llama
Cotija de La Paz.

(Nota del editor: para que el blog le muestre todos las entregas de la novela en una sola página, pulse con el cursor del ratón en la parte de abajo de esta Entrada, en donde dice Etiquetas: María Luisa novela por entregas Jaime Alonso Ramos Valencia).

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