Santuario Guadalupano de Zamora en Michoacán.
Fotografía de Ricardo Galván Santana y Francisco Magdaleno Cervantes.

sábado, 19 de octubre de 2013

María Luisa - Novela por entregas XXV - Jaime Ramos Valencia




Martes 7 de diciembre de 1918, a las 3:00 hrs.
(Segunda parte)




En efecto, cobijado todavía por la oscuridad y
compartiendo los ruidos de la estación, se empezó a
escuchar no solo el chaca chaca de las ruedas metálicas saltando uno por uno los tramos de riel, sino también el chirriar de un monstruo que yo estoy a punto de conocer y que sólo había visto en dibujos y alguna fotografía que trajo mi papá de un viaje; en ella se veía la máquina sólo en parte, porque al pié de la misma un grupo como de treinta personas,
las más de sombrero, se fotografiaron junto al monstruo.

—¡Yo soy éste! Me dijo señalando un diminuto y sombreado
rostro. Nos vemos chiquitos junto a la máquina
que hace un ruido al arrastrar los vagones, como el de un
convoy de cien carretas jaladas por caballos desbocados.

La emoción me domina cuando en efecto veo,
como todos los que estamos esperando, la tenue luz
de un faro, que conforme los minutos transcurren, la
intensidad del mismo se multiplica, hasta convertirse
en una cegadora luz entre nubes de vapor.

Subo con todas al último de los carros de primera.
Camino el pasillo central buscando en las butacas de
uno y otro lado dónde acomodarme.

Sigo a la promotora al siguiente coche, porque ni ella
ni yo conseguimos lugar con el grupo; así que nos
acomodamos, por fin, en un sillón cómodamente
acojinado para dos personas, como son todos los del tren.

—¡Escucha…ya están llamando con la campana a que
los pasajeros terminen de subir! En seguida va a pitar el
maquinista, y luego vamos a sentir el primer jalón del tren;
es como un respingo frenado; a algunas personas que aún
están de pié y que las toma de sorpresa las ha tirado. ¡Está
lista! Y también cuando sientas que el tren está disminuyendo
la velocidad y pita el maquinista es porque se va a
parar en alguna estación. ¡No te levantes hasta que el tren
esté completamente parado porque cuando meten el freno
se vuelven a repetir los respingos y jaloneos!

Tal como lo advertido, un repentino tirón puso en
marcha el pesado tren, sin más consecuencia que el
rebote de mi espalda contra el mullido respaldo y un
¡ay! que exclamamos varios de los pasajeros, sonido
que se perdió ante el estridente silbato de la locomotora.

La brillante iluminación eléctrica en el interior de
los coches fue notablemente disminuida; parecía que
estábamos alumbrados a la luz de las velas. Afuera la
oscuridad era total.

Mi compañera de viaje no había dejado de hablar…
Estábamos por llegar a Zamora y no había parado de
platicarme todo el camino: que ya empieza a amanecer;
que mira que salida del sol; que adelante en San
Ángel suben las mujeres del pueblo a vender comida.

Y en efecto, desayunamos tacos “mineros” de güilota y un
atole de “chaqueta”, prieto; dijo que lo hacen con caña
de maíz y cabello de elote. ¡Delicioso todo!

Me volvió a decir que se llama Leonor Carrillo y que tiene
tiempo de dedicarse a buscar vocaciones para la congregación
de Las Hermanas de los Pobres Siervas del Sagrado Corazón,
religiosas que también se dedican a atender escuelas
y hospitales.

Y me siguió preguntando ¿que cómo decidí mi vocación?,
¿que por qué me voy tan lejos?, etcétera.

De verdad fue buena compañera de viaje; le
pone gracia e interés a su plática; me trató de ilustrar en
ese mi primer viaje; me instruyó de cómo transbordar
de tren.

Me describió la estación de Guadalajara que es
muy grande y muy bonita; que al llegar podía tomar un
coche tirado por un caballo; a estos vehículos les dicen
“calandrias”, y el conductor me podía llevar rápidamente
al domicilio del internado. Pero, con todas estas agradables
distracciones, no puedo decir que estuve disfrutando
del viaje por la inquietud que tenía dentro de mí y
que me acompañaba desde el mediodía de ayer.

Ayer, apenas al mediodía, en Cotija, el dejar esa casona
con su patio principal y sus macetas floreadas y su
segundo patio, el de los azahares donde tuve hasta
entonces mi habitación, me empezó a llenar de melancolía;
dejaba en ella mi niñez y mi adolescencia.

El recuerdo de mi madre, y también la grata imagen de
alguien que me quiso y me cuidó como si fuese su nieta:
doña Lupita que ya no volvió. Son muchos los vacíos…
los huecos… las ausencias… De los patrones no estaba
nadie. Del personal de servicio solo quedaban Toña y
su marido y Amelia. Las demás: Jovita la cocinera y
Elvira la nana, ya tenían tiempo radicando en Morelia.

Para despedirme, sin embargo de ser tan pocos en
la casa, entusiasmados me ofrecieron una comida a la
que también habían invitado a las dos religiosas del
colegio y por iniciativa de Amelia, a su novio y a sus
futuros suegros.

De hecho la comida empezó a organizarse
a partir de que Chucho le sugirió a su papá,
don Polo el carnicero, que le cocinara lo que, además
de las carnitas y los chicharrones, es su especialidad:
una pierna adobada y bien tatemada en un horno de
panadería.

Los nueve comensales ocupamos la mesa de
la cocina, puesta, ahora sí, con mantel de fiesta, vajilla,
cristalería y cubiertos; y al centro un pequeño adorno
de flores y dos jarras de agua fresca de chía.

Disfruté mucho de esa cálida convivencia; agradecí
y saboreé la exquisita comida, servida más temprano
de lo habitual por la hora de mi partida.

Cuando paladeaba el postre, un panqué encanelado
y rociado con un jarabe de licor de naranja, vino
un muchacho a avisarme que me esperaban ya en la
plaza, frente a la parroquia, para emprender el viaje.
Las religiosas, Teresita y María del Rosario, de inmediato
me volvieron a repetir las instrucciones de cómo
y a dónde llegar.

Todos me abrazaron sensiblemente emocionados.
Por qué no decirlo: la despedida fue de
una alegría envuelta en lágrimas, y para mí de añoranzas
también; pero no de temores: estaba decidida a
seguir adelante.

Fui a la que fue mi habitación para recoger mi veliz,
donde ya había empacado mi ropa; por cierto llevaba,
entre ellas, el vestido nuevo que había dejado para mí
y el corpiño de seda y algodón, de lo que nunca estrenó
mi mamá.

Me habían explicado las hermanas religiosas
que en la “toma del Hábito” se hace una ceremonia en
la que la aspirante se viste primero con el mejor de sus
vestidos mundanos, mismos que, como parte del ritual,
se quita para vestir de sayal.

Fuera de la habitación esperaba Amelia y Chucho,
su novio, esperando a que yo ocultara bajo mi ropa
el cinturón con las monedas de mi dote.

Cuando abrí la puerta, ellos pasaron para
ayudarme con la maleta, y entonces aproveché para
regalarle a los novios la cajita, que es un pequeño cofre
metálico, donde mis padres y posteriormente yo, habíamos
guardado nuestras monedas.

—Para que guarden sus ahorros, les dije; sólo les recomiendo
que le cambien la felpa que tiene en el fondo y la
limpien bien, para que se le quite el olor a monedas guardadas
que no sólo es desagradable, sino hasta venenoso.

La pareja no solo aceptó el regalo, sino también la
recomendación, ya que Chucho me dijo:

—La voy no solo a limpiar muy bien y a abrillantar los
herrajes metálicos y a barnizar la madera, sino que también
voy a forrar el interior. Y mientras decía esto, con la
caja abierta entre sus manos, desprendió la felpa del fondo,
descubriendo un sobre cerrado y sin rotular; mismo que
me alcanzó diciendo:
—¡Acá se está quedando esto! ¡Está pachoncito, debe
contener varias hojas!

Lo tomé en mis manos y sin tener ya tiempo para
ver su contenido lo guardé en mi bolso, donde llevaba
algunos otros sobres similares en los que mi mamá escribía
recetas de cocina y remedios curativos. Además, el
muchacho me volvía a llamar, apremiándome:

—¡Que ya sólo la esperan a usted!
Salimos todos de la casa; cuando llegué al atrio
de la iglesia los familiares de las demás aspirantes me
informaron que éstas ya estaban dentro del recinto y
que me esperaban porque el señor cura iba a consagrar
nuestras vocaciones a Nuestra Señora del Pópulo.

Pasé al interior. El templo vacío de fieles salvo las siete
muchachas sentadas en las primeras dos bancas del
lado de las mujeres, y el sacerdote arrodillado, de frente
al altar y en el primer escalón del presbiterio.

Yo avancé silenciosamente para no interrumpir el rezo
del santo rosario y me quedé unas bancas más atrás de mis
compañeras. Entre Padre Nuestro y Ave María y con
la curiosidad que se despertó en mí al ver en mi bolso
el sobre que recién descubrieron Amelia y su novio,
discretamente lo abrí y leí su contenido.

Las hojas, manuscritas por ambos lados, las devoraron mis ojos,
mientras las lágrimas me volvieron borrosos los renglones,
llenos de tantas frases que martillando mi cerebro
cincelaron también mi corazón…

Cuando el señor cura me impuso sus manos
y me dio su bendición, mi rostro lloroso seguramente
le presagió mi tormenta interior.

Me dijo cariñosamente:

—¡No le temas al futuro! ¡Dios tiene muchas cosas buenas
para ti! Y alzando la voz: nos apresuró a todas ¡De prisa,
vayan de prisa! No quiero les anochezca en el camino.

De prisa a la plaza, de prisa los últimos abrazos,
de prisa las últimas recomendaciones, de prisa las
lágrimas escurriendo sobre los rostros, no sólo de las
personas que me acompañaban a mí, sino las de los
familiares de las demás muchachas.

De prisa ocupamos nuestros asientos y sólo fue lento
el desplazarse de la carreta, pese a los fuetazos
y al apremio del cochero.

¡Cotija se fue también lentamente quedando a la distancia!

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