Meses después del trágico fin del pequeño poblado y estando sus habitantes dispersos en las rancherías y pueblos aledaños volvieron a reunirse en el solar abandonado no solo atraídos por la fertilidad de sus tierras surcadas por innumerables corrientes de aguas cristalinas, su envidiable clima, la luminosidad de su cielo, sino por el entrañable cariño al terruño que los vio nacer,
Pero sólo encontraron en él, para aumentar su pena y desvanecer sus esperanzas, trozos de madera carbonizados y muros ennegrecidos por el humo del fuego que lo consumió casi por completo, quedando sólo en pie, salvados del incendio (como testigos materiales de la barbarie que engendra la pasión política en los países americanos de origen latino), la parroquia, el hospital y la casa tres veces centenaria que había sido convento de los frailes agustinos.
Ante tal espectáculo de ruinas y desolación, los siempre dignos hijos
de este noble pueblo, lejos de acobardarse ante el cruel capricho del
destino, tomaron la irrevocable resolución de volverlo a la vida y
realizaron, en los dos años siguientes de tesonera labor el milagro de
hacerlo surgir de sus cenizas, tal como el ave Fénix de que nos habla
la leyenda egipcia.
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