El mar chapálico nunca pensó que se retiraría tanto de estos lugares y que el destino lo convertiría en un charco miserable tras regalar tierras pródigas a su paso hacia la extinción. El zamorano contemplaría desde alguna loma aledaña aquella enorme laguna, jamás imaginando que la tierra había surgido entre las aguas tachonada de islas asomando cabeza por encima de un mazacote de numerosos y confusos pantanos y ciénagas que terminarían convirtiéndose en una sinfonía de llanuras y valles.
Los que vieron aquellos lodazales no podrían creer lo que a sus ojos se abría desde lo alto del cerro: un valle cuadriculado como rompecabezas armado y acequias en donde claramente se ve el agua delimitando parcelas que parecen haberse acomodado solas, unas tras otras hasta donde la vista alcanza. Las que no están pintadas en tonos de verde lucen el color oscuro de la tierra.
Desde esa perspectiva, meramente contemplativa, en la quietud del clima no hay rastros de los afanes del trabajo que construyó todo aquello ni de las tareas de cultivo que han mezclado intensas faenas con paciente espera. La conclusión es asombrosa: el paisaje natural del Valle de Zamora fue en buena parte construido por sus habitantes.
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