Santuario Guadalupano de Zamora en Michoacán.
Fotografía de Ricardo Galván Santana y Francisco Magdaleno Cervantes.

domingo, 16 de junio de 2013

María Luisa - Novela por entregas XXII - Jaime Ramos Valencia


Martes, 7 de diciembre de 1918, a las 00:05 hrs. 
(Segunda parte)

Desde la puerta principal, con la iglesia casi vacía, tenía a la vista el amplio pasillo central que dividían las filas de bancas: para los hombres, viendo hacia el altar, las del lado izquierdo; para las mujeres las del lado derecho donde, por cierto, aún permanecían dos o tres devotas, cada una aislada en su rezo de las demás.

El piso de toda la iglesia, salvo el presbiterio, era irregular; de piedra, duro e incómodo, y así había quedado desde que habían levantado la duela de madera que algún día volverían a colocar.

Las paredes grises estaban rayadas con las
marcas del tiempo;banderas desteñidas de rojo
y amarillo quedaban colgadas en el techo;
y ahí, en medio de todo ello, el indígena besó
de nuevo el suelo, se levantó lentamente, se persignó haciendo
cabalmente el rito de las tres cruces, y sin dar la espalda
al Santísimo, salió del recinto avanzando hacia atrás,
con la cabeza ligeramente inclinada.

—¡Edificante! Edificante la fe de nuestros “inditos”…
Les comenté.

—Cualquiera que conoce a los indígenas sabe cuán
impenetrable es el último santuario de su mente. Dijo la
hermana María del Rosario.


—¡También es admirable la fe de los campesinos!,
observó la hermana Teresita. He visto con qué devoción
asisten al templo. Su expresión es diferente, sobre todo en
sus brazos, que no los cruzan abrazando su cuerpo, sino
los levantan extendiéndolos al frente, los codos ligeramente
flexionados y con las palmas de las manos hacia arriba.
Son formas diferentes de oración el indígena “adora a su
Dios y su confianza en Él es tal que no pide nada, simplemente
se refugia en Él … En cambio el campesino le pide a
su Señor desde la lluvia y el buen temporal hasta la salud
de los suyos. Exalta una cualidad de Dios, ¡que las tiene
todas!, y la personifica llamándole La Divina Providencia.
Por ello, sus brazos en posición de recibir.

—¡Yo necesito que Dios me oiga! ¡Que ilumine mi mente
para saber que hacer de mi vida! Me siento muy distante
de Él, aún estando aquí en su templo. Veo la piedad con la
que ustedes lo reciben al comulgar; veo a estas personas, el
indígena o el campesino, o esas tres mujeres humildes que
aún permanecen arrodilladas frente al altar. ¡Cómo quisiera
tener esa Fe!

—¡Dios ya, ahora mismo, te está oyendo! ¡Abre tu corazón
y lo escucharás!… Vamos ahora a nuestros quehaceres,
que también ahí estará Dios con nosotras.


Las dos religiosas tomaron el camino hacia la
escuela; yo crucé la plaza principal para llegar a mi
casa. A más de medio año de la tragedia empezaba
Cotija a reconstruirse.

En esa fresca mañana cuando menos medio centenar
de albañiles levantaban desde sus cimientos nuevas
construcciones en el Portal Hidalgo.

Estos meses transcurridos también levantaban
en mi vida nuevas aspiraciones. El contacto diario
con el grupo de niñas despertó en mí el deseo de ser
maestra pero, además, el ejemplo de las dos religiosas,
aún sin esa vestimenta que las hace verse tan distintas,
me atraía especialmente.

En ese momento tendrían apenas unos diez días
de haber llegado para recibir, de mi maestra Clarita,
la Escuela Independencia. No era la entrega de
los bienes físicos lo que les importaba; se adivinaba
que habían venido con antelación a fin de recibir a las alumnas
y convivir con ellas un tiempo, estando aún la maestra Clarita.

Buscaban que el cambio de administración no afectara
a esas niñas que apenas empezaban a despejar el miedo,
el terror, todo lo que en cada familia se vivió, justamente
un día antes del inicio de la primavera.

¡Cómo olvidarlo, si ya no hubo modo de estrenar el vestido
de campesina, o el disfraz de margaritas o girasoles,
o el de campanita, o el del conejo, o el de la abeja!
En cambio sí, en esos últimos días de marzo, el alma de todos
se vistió con el gris de la tristeza y la desolación y el abandono
de todos aquellos preparativos de fiesta: ¡De la fiesta de los
niños! ¡La Primavera!

Curiosamente, para mí, los meses de marzo a
junio son muy calurosos y hasta el campo lo reciente.
El sol es tan fuerte que hasta seca el campo y lo llena de
remolinos terregosos. Todo se refresca a partir del mero
día de san Juan, el 24 de junio. ¡Me gusta la lluvia, me
gusta el tiempo de aguas!, pero ¡más me gusta el otoño!

¿Dónde viven los que han escrito que las hojas secas del
otoño cubren las raíces de los árboles desnudos? Si los
árboles cuando más verdes y cargados de hojas están,
es en este tiempo; como ahora, pasadas las lluvias.

Y es en otoño que los campos compiten en tonalidades,
¡y todas verdes!; que no es lo mismo el verde de un maizal
al de un campo de avena, o a un trigal, o al verde del
cañaveral; ni es el mismo verde de un monte con pinos
al de un encinal.

Y en el otoño llegaron Teresita y María del Rosario
y llenaron del verdor de la esperanza el alma de mucha
gente desolada. ¡Qué labor tan especial! ¡Qué finura en
el trato, que firmeza en sus convicciones!

Las mamás de las niñas pasaban a platicar en privado
con alguna de ellas y salían diferentes, tanto que
empezaron también los señores, incluso aquellos
que nunca se paraban por la escuela, a venir y consultar
con sus esposas a las dos monjitas. ¡Tienen el Don!
¡Se percibe la presencia del Señor en ellas!

Sería a mediados de noviembre que con los exámenes
finales y la fiesta de fin del curso terminé mi
labor en la Escuela. Fui a despedirme de la señorita

Clarita, quien entre mil recomendaciones y consejos me
entregó su dirección:

—¡Ven a visitarme a la ciudad de México! Me contaste
que tu papá anhelaba el llevarte a ti y tu mamá a ese gran
viaje, pues ¡cumple su sueño! ¡hazlo tuyo, te espero algún
día!


Desde luego había sinceridad en la invitación que
me hacía mi maestra; pero yo sentía que lo era para
dentro de algún tiempo, no para irme con ella, porque
ella ya había externado el temor de vivir con su papá;
se sentía insegura después de tantos años en que estaban
tan distantes.

Curiosamente, desde hacía mucho era su esposa quien
llegaba a Cotija sin él; a su papá no le gustaba ya viajar
ni a su propio pueblo. Por otro lado, Clarita tenía muchos
años viviendo sola, así que había que entender que su invitación
era por unos días y luego que estuviese organizada.

Por eso le respondí:

—¡Algún día conoceré la Capital! ¡Algún día la visitaré
en su casa!

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