Santuario Guadalupano de Zamora en Michoacán.
Fotografía de Ricardo Galván Santana y Francisco Magdaleno Cervantes.

domingo, 1 de mayo de 2011

María Luisa - Novela por entregas V - Jaime Alonso Ramos Valencia

Lunes  6 de diciembre de 1918, a las 15:30 hrs.

Ya han pasado los años; sin embargo, como si fuera
ayer, en este momento en que la carreta donde vamos
las aspirantes toma una bifurcación del camino y por un
momento nos introducen en una zona boscosa donde
nos cobija la sombra del pinar, yo, María Luisa, revivo
el momento cuando fui arrancada de aquel lugar, al
que siempre esperé que mi papá volviera; mi lugar, del
que conocía cada cerca, cada hueco y dónde se quedaron mis plantas y hasta mis animalitos.

Como si fuera ayer recordé cómo una mañana llegó la
familia del patrón. Desde lejos vimos acercarse, dejando
atrás una nube de polvo que del camino levantaban, a
cuatro o cinco jinetes y dos coches cubiertos para cuatro pasajeros cada uno, que volaban al ritmo del látigo con que el cochero fustigaba a sus corceles.

Desde un día antes todos los habitantes de la
ranchería habíamos sido avisados y convocados
a reunirnos en el patio de la casa grande.

Tan pronto llegaron y se sacudieron el polvo,
la familia del patrón y sus acompañantes se dirigieron
al patio donde nos congregábamos todos,
expectantes, con temor y curiosidad de cómo,
muerto don Felipe, quedaríamos ahora.

No todos conocíamos a doña Aurora, pero cuando
una señora de edad madura, de aparente frágil constitución,
con el paso firme y rápido, vistiendo de luto, se
adelantó a saludar afectuosamente, a algunos por su
nombre y de mano, todos supimos que era la viuda del
patrón.

Se había dispuesto un desayuno y aquella señora
muy gentilmente compartió la mesa con labriegos, con
vaqueros y con sus familias.

Cuando todos dieron cuenta de los uchepos con
jocoque, de la carne con chile y del café de olla, doña
Aurora llamó a tres de sus hijos que la habían acompañado
en esta ocasión, y así los presentó:

—Estos son mis hijos mayores.
   El primogénito se llama como su papá Felipe,
y a él le estoy encargando la administración
de esta Estancia y su ganado y sus tierras.

   Él tendrá que seguir los pasos de su padre, generoso y justo
con todos, y ustedes sean trabajadores leales y fieles como
siempre han sido.

   Agradezco el respeto y cariño que siempre
mostraron a mi difunto esposo.

   Mis hijos, los mayores, que hoy me acompañan,
Felipe, Aurora y Martín, también se los agradecen…

El resto de la mañana la comitiva recorrió el casco
de la hacienda; sólo doña Aurora y su hija se retiraron
a descansar en sus habitaciones.

Comenzaron cerca de la cocina, en el salón
donde se fabricaba el queso grande;
piezas redondas de casi cuarenta centímetros
de diámetro y peso de cerca de veinte kilos.

Muchas de ellas estaban acomodadas en anaqueles de madera
muy reforzados, madurando protegidas de los insectos
con su cubierta enchilada y de sal de mar, hasta lograr
el sabor añejo del queso Cotija…

Los niños seguíamos al grupo que en la fábrica de quesos
éramos consentidos por don Matías,
el amable anciano, quien nos obsequiaba
palomitas de requesón.

El ambiente estaba saturado del olor a los sueros de leche
que corrían por el piso, debajo de la tina donde se hacía
la cuajada y de las mesas, artesas les dicen, donde
se mezclaba la cuajada con la sal, batiéndola con manos
y brazos para enseguida rellenar los aros de madera
donde moldeaban las grandes piezas.

—¿Qué es eso, don Matías?
—¡Es el cuajo! patrón.

   Cuando se sacrifica un becerrito
o un chivito de leche, que aún no haya comido pasto,

reservamos esa parte de su panza donde el animalito
transforma el líquido en sólido, y a nosotros nos sirve
para en esas tinas hacer lo mismo.
   La gente le dice “el cuajo”.

De una viga colgaba el estómago; el cuarto estómago
de un becerrito de leche, inflado como un balón y
secado al sol; el que cortaban en tiritas para, hervidas
en agua, hacer un líquido que agregaban a la leche y
ésta se convirtiera en la blanca y suave cuajada, que
se desprendía y se separaba de los sueros.

Llamaba la atención de todos la prensa donde comprimían
los quesos, no sólo para exprimir el suero sino también para
integrar las moléculas grasas.
La prensa, toda de madera de parota de poro muy cerrado
que no deja entrar la humedad, está formada por una base
hecha con una viga de unos cincuenta centímetros de ancha
por casi tres metros de larga; gruesa, con un resaque
a todo lo largo, formando un canal donde se acomodan
los moldes y se recoge el suero; con cuatro patas
como si fuera una banca, se complementa con dos torniquetes
y un tablón similar al anterior, para entre ambos
prensar los quesos.

—Esta prensa la mandó hacer el patrón, allá por Colima.
    ¡Sólo cerca del mar se da esta madera prieta y pesada! 

   Le dicen parota. Antes cada queso lo prensábamos poniendo
piedras encima de cada molde.

   Los quesos que tenían las piedras más pesadas
salían mejor que los que las tenían
más ligeras.

   Ahora todos salen parejos
   ¡Todos salen buenos!
   ¡Algunos de “grano” otros de “tajo”,
pero todos con un sabor añejo inigualable!

Cuando el grupo salía de la fábrica de quesos, los
niños nos quedamos rodeando a don Matías que pronto
nos apresuró:

—¡Vayan a sus casas por unas tortillas! ¡Para que se
coman una con queso!


Los niños corrimos cada uno a sus casas por las
calientitas, mientras los demás se fueron a ver las trojes,
repletas de pastura.

Antes a la mayoría del ganado
lo movían en los pastizales del rancho, encorralándolo
por temporadas en algún predio para que pastara al
aire libre; sin embargo últimamente ensilan la pastura
y se recoge el ganado a corrales cercanos al rancho,
porque entre abigeos, alzados y últimamente también
indígenas reclamando tierras y bienes comunales, las
pérdidas por robo son más frecuentes.

Ahora guiaba al grupo don Vicente, quien conoció a Felipe hacía unos
doce años, cuando era apenas un jovencillo.

Luego supo que fue a Zamora al seminario a estudiar para
sacerdote; ya después le dijeron que estaba en México
estudiando leyes; pero con la muerte de su papá había
vuelto al pueblo para hacerse cargo de la hacienda.

Por prudencia no hizo alusión a aquellos lejanos días en
que, enseñándolo a montar un burro manso, el animal
se entercó a no moverse provocando una rabieta en
el niño, que perdiendo el equilibrio acabó en el suelo;
así que ahora, respetuosamente, caminaba por delante
guiando al joven.

—¡Aquí tenemos un problema, patrón!, dijo don Chente,
encargado del ganado.

   Este corral se hizo para que los
toros no salieran al campo abierto.

   Todo fue hace unos seis meses que se robaron un semental.
   El Campeón, le decíamos, porque era el mejor.
   Su papá resintió mucho su pérdida y más
cuando encontramos que lo habían matado
para comérselo y que lo destazaron en una barranquilla no
lejos de donde pastaba.

   Para suplirlo trajo esos dos sementales
jóvenes de una raza nueva aquí en la región: son cebú
aclimatado en Brasil. Son muy buenos, cargan muy bien y
rápido a las vacas.
 
—¿Cuál es el problema, entonces?
—El problema está en los vaqueros.

   Son ellos los que deben observar qué vacas
van a entrar en celo, para traerlas
oportunamente desde su campo de pastoreo a este corral
y que los sementales las monten y…

   ¡Nunca, nunca, patrón, va a ser lo mismo
que las observe el vaquero,
a que las olisquee el toro!

Todos soltaron la risa y más por la solución que
dio el patrón que, echando a un lado su solemne aire de
ex seminarista contestó:

—Diles a tus vaqueros que no las vean; ¡que las huelan!

Dos jóvenes encargados de pastorear el ganado,
entre carcajeadas y codazos, murmuraban secreteándose:

—Que las huelas como lo haces con las borregas.

Felipe, ya muy en su papel de Administrador, inspeccionó
las bodegas donde se guardaban los aperos e
instrumentos de labranza; siguió a los corrales y a los
establos; observó los animales de tiro, bueyes y mulas,
y el ganado. Y también, las vacas cargadas, las becerras
de crianza y hasta un hato de chivos.

Don Chente traía un libro de pastas gruesas, el
que abrió entre sus manos, para informarle a su nuevo
patrón y dar lectura del trabajo que recién habían hecho:

—Su mamá me ordenó, cuando bajé a darle el pésame,
que hiciera un inventario tal y como lo acostumbraba el
finado patrón don Felipe, y es como sigue: contamos con
364 bueyes mansos de arado, 6 carretas, 150 arados, además
de 61 mulas aparejadas, 253 yeguas, 136 caballos
mansos, y 543 vacas chichiguas o de ordeña. Faltan de
contar la becerreada, los chivos y algunos puercos.


Luego volvieron a donde doña Aurora y su hija,
del mismo nombre, les esperaban.

Todos los habitantes del rancho ya la rodeaban,
las familias completas y hasta los niños estaban expectantes
de su partida. Ahora el ambiente estaba tenso,
gris como la nube que por unos momentos ocultaba el
sol de la tarde; se sentía la sombra del patrón desaparecido
sobre todos ellos.

—No es tiempo de llorar más lo perdido.
   Mi esposo que tanto quiso estas tierras no permitiría que,
por lamentarnos de su ausencia, descuidáramos La Estancia,
los cultivos, el ganado y, sobre todo, a su gente; todos se quedarán
aquí y como ya se los dije, su nuevo patrón es ya Felipe,
mi hijo mayor.

   Él debe seguir el ejemplo de su padre: mano
firme para mandar, pero mano extendida y generosa para
también auxiliarles…


Nadie dudó nunca de la sinceridad de aquellas
palabras en aquel momento; pero, ¿pudiera ser que la
viuda esperara lealtad de todos aquellos sus empleados
y jornaleros, en tiempos en que en todo México sonaban
los gritos de Tierra y Libertad y La tierra es para quien la
trabaja, que aparcelaron tantas haciendas?

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