I
Voy descendiendo a mi alma diariamente
por estas escaleras hurañas de mi sangre,
como si el alma fuera mi sepulcro…
Es decir: pacto, vértice, puerta, círculo, imagen.
De río en río, de tierra en tierra, mi garganta busca
el día en que al fin caen
agudas lágrimas en los ojos sin rostro
y se taladra el cuerpo de pavuras glaciales
y los navíos se hunden en la blanca salmuera
de sollozos deshechos
y persistentes gritos de vinagre…
De pulso en pulso teje su estatura
mi muerte en cada sitio y hora,
y sus campanas
abren galopes de tiniebla y yodo,
retuercen sombras, enceguecen llamas
desbocando corceles de aguas rotas
en tumulto de espasmos y asalto sin murallas.
Y mis racimos de silencio se inclinan
curvados en el tenaz escalofrío
de la eterna fatiga
y de las huecas cicatrices rígidas,
que, como en vigilante avidez erizada de puños,
desde una transparente soledad me persiguen.
Mi piel de poro a poro
se hizo esponja absorbiendo
la vegetal angustia de la muerte.
Verde angustia de todo,
árboles de dolor en verde obscuridad…
Verde melancolía de sabia ausente,
que vas llevando mi alma a mi sepulcro
indefectible, indefectiblemente…
II
La horas tienen una
laboriosa y doméstica vocación de hormiguero
y la tenaz fatiga de la araña…
Danzan tejiendo de retama y tiempo
los ataúdes de la espiga
y la aprisionan en caracoles sin sonido,
en campanas sin lengua,
en espejos sin cuencas,
en gemidos sin eco
y en ojos sin abrigo…
Las horas, vigilantes,
nos sustraen cada día de la luz,
nos descarnan el odio y la caricia
y la llaga y el beso.
Qué ausente sangra en ríos la paloma
de la amada palabra en nuestra boca.
Cómo en la húmeda pasión de nuestros dedos
triturados de sombra y soledad,
al escribir nuestros mares de amor,
nace una mano herida
de carcoma eficaz y de silencio.
Horas de espesa cólera,
de desprendidas aguas sin garganta
y de paisajes sin advenimiento,
con vientre de clamor
y rostro rudo de temor abierto.
Horas que ante la vida,
como huella sin rutas y sin brújulas
y corazón sin áncoras,
nos dan de noche y día su despedida.
Horas del valle sin canción y sin nardos,
de cautivos puñales en los presagios del silencio.
Horas que en remolinos de sollozos
entenebrecen toda cabellera
y, en develo de voces,
son orillas, sin mástiles,
sin peces, sin luceros,
sin fin, deshabitadas,
deshebran nuestro afán
y hacen de mordeduras nuestro trébol
de armonía y paraíso y esperanza.
Horas que taladrando el vidrio del rumor
mojan de luto y frágiles martirios
la quietud de la niebla y la tiniebla
que desgaja el paisaje
de nuestro cuerpo hecho de escarcha y miedo.
Horas de bosque en sangre, de lunas en suspiro,
de intranquilas esponjas insaciables
que absorben el naufragio
diario de nuestra voz y de nuestro recuerdo.
Horas sin lluvia gris en la sandalia
que nos delate el viaje de su huella.
Horas que en presentida posesión de todo
nos destruyen el cielo de la espera.
Horas exorbitadas de la curva amenaza
en los arteros ojos de los días,
que, en la deshecha carne desolada,
de cauce a cauce pintan litorales
a nuestros ser de lentos péndulos solemnes,
y en glaciales imágenes sin puente
nos siegan el encuentro
a los balcones del laurel del alba…
III
¡No hay como tu presencia,
oh muerte!
Antes de nuestra esencia de cruentos tréboles sin sombra,
antes de la esperanza substancial de nuestras lenguas,
antes de nuestro nombre sumergido en palomas de silencio,
antes de nuestro llanto sin destino y sin niebla,
antes de nuestra madre de ramas derramadas al amor
inconsútil,
ya nos sigues, llamándonos,
y tendiendo tu luna de madreselvas sollozantes
por nuestra arena manantial y endurecida de tinieblas,
te seguimos…
Desde la huella visceralmente tutelar de nuestro engendro,
te seguimos
por tu alargada sombra indeclinable
de dimensión sin muros,
por la ruta
nuestra de laurel impalpable y de inagotables horizontes,
que es fosa culminada y abierta de arco a arco a tus
espadas…
Oh, muerte, te tenemos
y hasta quizás amamos tu calle y tu estatura,
porque sólo tú tienes y nos unges a lluvia
con el óleo de tu fuego y de tus ángeles
hechos de la suprema libertad sin mancha.
Sudor, escalofrío y lágrima postrera.
Lenta y desnuda saliva que te ciñe a nuestra última palabra.
Rebeldes párpados, rebeldes
a la dulce congoja profunda de tu paz infinita.
(Muerte, ¿por qué pensarte así,
sin ojos y sin nada,
como la piedra, como la cárcel sola,
como pan sin espíritu,
como guerra sin armas ni amenaza?)
Muerte, tú eres la dulce,
la copa maternal que se extasía
recogiéndonos todos en ancha superficie
con brazos inauditos de simetría impecable,
cuidándonos, guardándonos solícita
para crearnos de nuevo
y con tus mismas manos,
ya no de tierra sino de ceniza
bajo un fraterno polvo de fecundos gusanos.
No habrá señora igual,
ni amor igual en guirnalda de besos,
ni vientre de ternura silvestre que nos geste
para darnos a la luz en nueva aurora de rumor
y de ríos generosos al sueño
y a nuevo paraíso en nueva hora.
No habrá vientre jamás
como tu vientre de áurea epifanía
en tu abrazo esencial de olas en delirio.
Señora. Muerte. Nuestra.
¡No hay sino tu presencia!
IV
1
Nunca salimos de nosotros mismos.
Todo nos tiene aprisionados
bajo este ser no ser que no pensamos…
como en cárcel de sol y acero al mismo tiempo,
estamos todos,
y sólo el corazón se asoma a la ventana de los ojos
para hacerse al perfil de los cielos absortos,
y alargan sus estrellas de dádiva las manos
para trazar la sangre de su verso
o sonreír la deslizante madreselva del cariño.
Lo mismo que palomas hogareñas,
nuestros brazos retornan,
después de que quisieron irse en supremo abrazo
enlazados en la cruz de otro nombre,
como el nuestro también ya poseído…
A la orilla tenaz de nuestra casa
de carne y huesos frágiles,
florecen las palabras,
pero sólo florecen,
que su raíz está en nosotros mismos
y nació de nosotros
su semilla de amor y de nostalgia.
Alguien corta la flor para guardarla
hecha hostia de su alma;
pero queda en nosotros el filón de la sangre:
la misma rama puede ser más pródiga
y tender al asombro
el plenilunio nuevo de sus dalias.
2
Siempre estamos
erguida la
presencia y el
espíritu alto.
Nuestros pies se
han fincado a nuestro polvo,
al polvo que
pisamos
y del
que un día salimos
como quien sale de
su casa para volver a ella ...
Nuestros pies que
vinieron
desde el tiempo sin
tiempo,
desde antes de las
aguas, los soles y los
peces,
desde antes de la
nada,
cuando era todo
sólo rumbo desorbitado,
pensamiento y presagio ...
Nuestros pies
sólo crecen
fecundos hacia abajo
como raíces que
obedecen sumisas a la tierra
sin dejarnos salir
de nuestros límites,
nuestros pequeños
límites
de trémulo silencio
derribado,
nuestros pies
cimentados en la viajera incertidumbre
de buscar y buscar sin arrancarse
a su raigambre de
destierro y fieles
a su surco:
fieles a la
hermandad de su dura simiente.
Nuestros pies que,
día a día, más se hunden en el hueco
de la clara
cisterna del espanto,
del temblor y la angustia
y el
ahogado cansancio.
¡Nunca salimos de
nosotros mismos.
Todo nos tiene
aprisionados
bajo este ser no
ser que no pensamos!
3
Nunca salimos de
nosotros mismos.
Tenemos un abismo
crucial en nuestros párpados,
que nos abraza y nos atrae
y al
mismo tiempo nos devuelve
por los mismos
senderos peregrinos del mundo,
de nuestro propio
mundo de ángeles asombrados,
a la cárcel del
miedo y el
bautismo del llanto ...
Los ojos se nos
abren inmensos,
siempre inmensos;
pero las órbitas
los tienen bajo su sombra intacta
y en
vano a veces quieren correr tras el paisaje
con su cristal de
ensueño para copiarlo exacto.
También por
nuestros ojos
no hemos de salir
nunca. A pesar de que vamos
entre un cielo de
rosas y un
florón de milagro
hacia la fértil
curva
en paz de los
fecundos arco iris.
¡Nunca saldremos de
nosotros mismos!
El corazón
tiene engarfiadas a
sus entrañas las cadenas
como un cilicio de
infinitos celos:
los celos de la
muerte
que a cada instante
nos arranca a la vida
y nos
envuelve
en su mortaja larga
de sábanas veloces.
La muerte, nuestra
muerte,
que nos unge con su
saliva suave y pálida
desde el día en que
nacemos y en
que nacimos suyos
con nuestra cruz de
estrellas y un racimo de lágrimas.
Con ella vamos
siempre de la mano,
igual bajo la
euritmia de los arcos de sol o cubiertos de lirios
en la noche
pleniestelar del sueño y el ensueño.
No nos
pertenecimos. N o nos pertenecemos.
Y así no somos
nuestros
porque todo nos
tiene poseídos.
¡Nunca saldremos de
nosotros mismos!
V
1
¡Muerte!
Esta raíz que hace
crecer mi pensamiento
ha nacido en tu
tierra esencial de soledades,
se aferra
interminable a tu voz infinita
y tu clamor la
tiene atesorada
como a la perla
diminuta y profunda
un haz de mares.
En tu hondura
infinita de nadir impensable,
me tienes poseído,
impenetrablemente
poseído,
tus brazos
interiores se me extienden inmensos
y me ciñen, me
asedian, me cautivan.
En vano
mi árbol se
estremece de huracanes intensos,
tú los trasciendes,
transverberas,
incendias ...
Su raigambre está
en ti fincada para siempre,
desde siempre ...
Y sólo crece en
ftlo el pensamiento
de saber que soy
tuyo,
que fui tuyo en el
día,
el instante y la
hora de haber sido pensado
por ser y ser de ti
ignorándome cerca
de tu semilla que
me fue sembrada
desde tu eternidad
en mi horizonte.
En vano desde mí
quieren asir mi
corazón mis brazos
y no lo alcanzan
porque está más cerca
de ti, de tus
caminos de viento suave
y de canción que
todo lo perdona.
En vano tengo pasos
para ir al
encuentro de la aurora,
no puedo entrada en
mí porque no cabe
donde tú estas, y
estás en todas partes.
2
Sólo tú, y nadie
más,
puede y podrá caber
siendo tú el todo.
Mi
polvo y sus partículas de
negruzca ceniza
habrán de ser la
verdad de ti misma,
cuando la carne se
haya ido para siempre
después de haber
amado intensamente,
en huerto de dolor
y selva de amargura.
¡Mi polvo! Pero el
polvo
quizás no sea lo
último
en clamar y guardar
de ti lo que tú eres,
que, más allá de lo
que ven mis ojos,
lo supremo ha de
irse alumbrando a tu incendio.
Así el cielo y la
tierra
y tú sabrán que mi alma
te sigue siendo
fiel, precisa, exacta,
erguida como un
muro
rebelde siempre al
tiempo,
a ese tiempo de
musgos y carcoma
que rige la materia
pero no tus abismos,
estos abismos de tu
amor, intangibles, serenos y eternos.
En vano estos mis
ojos se abren diáfanos
a la parlera
melodía sideral de las noches
que a cada instante
forjan con tu nombre
un cielo nuevo de
zodiacos mágicos.
En vano se me
enciende la memoria
para saber de ti
con conciencia lumínica,
en vano peregrino
por la ruta infinita de las constelaciones
aprendiéndolas
todas
para leer tu voz y
conocerla,
con este afán y
amor con que te estrecho
dentro del
pensamiento ...
Todo es en vano,
que la hondura
inaudita de mi esencia,
mi raíz invadida de
tu amor substancial de soledades
crece
incansablemente.
Crece su fronda de
hojas y ramas extendidas
a toda dulce
angustia tuya,
a todo anhelo mío
sorprendido
de tu recuerdo
multiforme y único.
Muerte,
tú eres mi clamor.
Y tu voz que me
llama
como llama de señal
inequívoca,
me rinde a ti
como se rinde el
polvo a nuestras plantas.
VI
Yo odio las
calladas alcobas de la muerte,
con su rostro
amarillo de congoja y lamento
y la amigable
rigidez del luto
y los ojos
disueltos
en esa acribillada y turbia desnudez
de las lágrimas
casi siempre fingidas ...
Odio también esa
inmovilidad
de quienes a la
fronda de los féretros
roncan un gris
tumulto de oraciones,
para después herir
hasta las médulas
con una risa
artera, quizá en el mismo instante,
casi en el mismo
sitio,
las destrenzadas
venas de los muertos ...
Yo amo de las
calladas alcobas de la muerte,
la asombrada
quietud, la persistencia
de los fidelísimos
cirios
con su olor vertical
y su
plegaria,
con la piedad de
las lentas parábolas
de su palabra alta
alumbrando la pena,
la onda fulgurante
de sus llamas
hondas como
enclavadas poco a poco
en el alma llorosa
de las capillas fúnebres ...
Yo amo las calladas
alcobas de la muerte ...
Su familiar
melancolía y la
cruda nostalgia
que ve irse a los
muertos para siempre,
por el camino
inevitable de la sangre segada
que se va
por la estrella
desnuda, enloquecida
y terrible
del llanto,
por el camino de
los pies devorados,
de las mudas espigas
y las
glaciales y tremendas
raíces desoladas.
Yo amo las calladas
alcobas de la muerte ...
Su silencio de
redes destrozadas
y su
fatiga de lamentos en mar impenetrable,
porque abren de
alma a alma
el libro del
espíritu y la
verdad a todas luces
entre el fiel
huracán de su silencio.
Yo amo las calladas
alcobas de la muerte ...
VII
Nadie ama más ni
tan intensamente
como los bellos
ángeles de la Muerte ...
Ellos no tienen
sino las alondras
de la paz en sus
rostros y en sus frentes,
y un pan entre la
espiga de las manos,
y el hijo nuestro
que nos mira, en sus ojos ...
Por cada paso suyo
le nace un pájaro de estrellas
a nuestra noche
humana.
¡Son el supremo
júbilo
de nuestra carne de
ceniza y arena
y sal y agua negra,
de calendarios
mudos y mutables
minuteros de
niebla!
Ángeles de la
muerte,
vigilantes de
pupila sin lunas,
ángeles infinitos
como los círculos concéntricos,
a cada día en
crescendo
tras de nosotros,
delante de nosotros
y antes y después
de nuestros ojos.
Ángeles de la
muerte,
incomparables
ángeles,
más que por
apacibles e impasibles,
por ángeles
rebeldes
a la elegida rosa
del milagro.
Ángeles como nubes
que persiguen la lluvia,
la acuchillada luz
de los relámpagos
y el espasmo del
trueno:
lluvia, espasmo y
relámpago
de nuestro propio
ser que se nos quiebra
igual que el cuerpo
limpio de la amada,
el cielo de una
flor
o el verso de una
lágrima.
Ángeles de la
muerte,
que hacéis vuestro
el lagar
de nuestra cruenta
risa cotidiana,
y en la mies que
nos diera la simiente
de la melancolía
ancestral del amor
y la antigua nostalgia,
pusisteis vuestro
nardo de ternura
y el signo
taumaturgo que ungiera nuestras lámparas.
Ángeles de la
muerte,
sordos a la carnal
imprecación ...
Hondos ángeles
nuestros
que nos tenéis
ineludiblemente aprisionados
en el amor de
vuestras alas
de eternidad sin
cruz ni pensamiento.
¡Nadie como
vosotros para amarnos,
ángeles de la
muerte!
No hay comentarios:
Publicar un comentario