Por Armida de la Vara
Hace como treinta y nueve años pasé por primera vez por Zamora, rumbo a San José de Gracia. Iba invitada por los padres de Luis, con quien iniciaba yo un noviazgo que duró dos años. Recuerdo que, medio adormilada por un viaje nocturno que duraba muchas horas, pregunté al chofer del camión dónde estábamos.
-Vamos saliendo de Zamora; más adelantito esta Jacona –me notificó.
Corría el camino a lo largo de una hermosa calzada. Yo, como quien dice recién llegada del semidesierto sonorense, aquella frondosidad me pareció un paraíso. Desde entonces me nació el deseo de vivir alguna vez en Zamora, cerca de aquella calzada umbrosa de color verde. Muchos años después se hizo realidad esa ilusión, cuando Luis llegó a Zamora a fundar El Colegio de Michoacán, y yo vine de México para estar a su lado.
Por las tardes, cuando ya refrescaba un poco, íbamos a oír el concierto de los pájaros. Nos sentábamos sobre unas piedras, cerca del cine Chaplin, y contemplábamos las evoluciones increíbles de miles de aves (¿serían gorriones?) que gorjeaban todos a la vez. Veíamos cómo los pájaros jamás chocaban y pensábamos que el sistema de radar que ellos poseen debe ser muy eficiente. Cuando se colocaban entre las ramas del corpulento eucalipto y cesaban sus cantos, Luis y yo regresábamos a la casa de la Nueva Luneta.
Pero un día amanecimos con la novedad de que habían tirado el eucalipto. Ya algunas personas arrastraban las ramas del árbol, que iban dejando sobre el pavimento una huella brillante. Aquello era como para llorar. Un árbol menos en la calzada significaba mucho para los pájaros, para mí y para todos.
Ya no hubo concierto vespertino; seguramente los gorriones buscaron otro árbol para guarecerse, lejos de ahí. De una u otra forma, los árboles de la calzada, me demostraron lo más entrañable
que esta ciudad tiene. Que Dios nos los conserve así por muchos años.
Pero un día amanecimos con la novedad de que habían tirado el eucalipto. Ya algunas personas arrastraban las ramas del árbol, que iban dejando sobre el pavimento una huella brillante. Aquello era como para llorar. Un árbol menos en la calzada significaba mucho para los pájaros, para mí y para todos.
Ya no hubo concierto vespertino; seguramente los gorriones buscaron otro árbol para guarecerse, lejos de ahí. De una u otra forma, los árboles de la calzada, me demostraron lo más entrañable
que esta ciudad tiene. Que Dios nos los conserve así por muchos años.
San José de Gracia, Mich., el 27 de octubre de 1991, día de san Florencio.
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