EL NIDO
Prendido a una rama colgante de mi bugambilia, he
descubierto un nido. Es un nido pequeño, tejido primorosamente con finas
fibras. Lo hizo una pajarita diminuta y vivaz de gris plumaje, quizá de la
familia de los gorriones. No estoy segura.
Siento de veras no haber presenciado toda esa labor de
tejedora; habría sido hermoso contemplar cómo el nido iba conformándose y cómo
la pájara lo acolchonó con sus suaves plumas.
La algarabía de los polluelos me hizo un día mirar hacia la
rama florecida y allí estaba la obra de la arquitectura más perfecta, con tres
pajaritos desnudos, con los picos abiertos. Eran como tres corazones rosados
palpitantes.
Desde que descubrí ese nido he estado pendiente de él,
temiendo que las tormentas que zarandean las ramas lo vayan a desprender, o si
los hilos de agua o los goterones ahoguen a los polluelos. Pero no; después de
todo el nido ha permanecido como si nada.
La pájara supo bien por qué hizo en esa rama inquieta la
casa para sus hijos. Creo que ni un gato podría trepar hasta allá; la
fragilidad de la rama no podría sustentar su peso y lo haría caer. Sólido en su
fragilidad, flexible el tejido, sigue los ires y venires del viento y de las
brisas veraniegas.
De antemano, estoy disfrutando el momento en que la pájara
los enseñe a volar. En primer lugar, los aleteos dentro del nido fortalecerán
los músculos del vuelo; después el nacimiento y disposición de las plumas del
ala, unas más largas más intermedias, todas están concentradas para que el ave
suba, haga arabescos y descienda suavemente.
La pájara buena maestra, sabrá cuándo ha de dar el empujón
decisivo. Ya cuando los pajaritos aprendan a volar, quedará el nido vacío.
Zamora, Mich., el 2 de septiembre de 1986, día de san
Antolín.
Fotografía de Alberto Vázquez Cholico.
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