Santuario Guadalupano de Zamora en Michoacán.
Fotografía de Ricardo Galván Santana y Francisco Magdaleno Cervantes.

sábado, 8 de marzo de 2014

Poesía de Francisco Elizalde García - Ángeles de la muerte

I

Voy descendiendo a mi alma diariamente
por estas escaleras hurañas de mi sangre,
como si el alma fuera mi sepulcro…
Es decir: pacto, vértice, puerta, círculo, imagen.

De río en río, de tierra en tierra, mi garganta busca
el día en que al fin caen
agudas lágrimas en los ojos sin rostro
y se taladra el cuerpo de pavuras glaciales
y los navíos se hunden en la blanca salmuera
de sollozos deshechos
y persistentes gritos de vinagre…

De pulso en pulso teje su estatura
mi muerte en cada sitio y hora,
y sus campanas
abren galopes de tiniebla y yodo,
retuercen sombras, enceguecen llamas
desbocando corceles de aguas rotas
en tumulto de espasmos y asalto sin murallas.

Y mis racimos de silencio se inclinan
curvados en el tenaz escalofrío
de la eterna fatiga
y de las huecas cicatrices rígidas,
que, como en vigilante avidez erizada de puños,
desde una transparente soledad me persiguen.

Mi piel de poro a poro
se hizo esponja absorbiendo
la vegetal angustia de la muerte.

Verde angustia de todo,
árboles de dolor en verde obscuridad…
Verde melancolía de sabia ausente,
que vas llevando mi alma a mi sepulcro
indefectible, indefectiblemente…

II

La horas tienen una
laboriosa y doméstica vocación de hormiguero
y la tenaz fatiga de la araña…

Danzan tejiendo de retama y tiempo
los ataúdes de la espiga
y la aprisionan en caracoles sin sonido,
en campanas sin lengua,
en espejos sin cuencas,
en gemidos sin eco
y en ojos sin abrigo…

Las horas, vigilantes,
nos sustraen cada día de la luz,
nos descarnan el odio y la caricia
y la llaga y el beso.

Qué ausente sangra en ríos la paloma
de la amada palabra en nuestra boca.

Cómo en la húmeda pasión de nuestros dedos
triturados de sombra y soledad,
al escribir nuestros mares de amor,
nace una mano herida
de carcoma eficaz y de silencio.

Horas de espesa cólera,
de desprendidas aguas sin garganta
y de paisajes sin advenimiento,
con vientre de clamor
y rostro rudo de temor abierto.

Horas que ante la vida,
como huella sin rutas y sin brújulas
y corazón sin áncoras,
nos dan de noche y día su despedida.

Horas del valle sin canción y sin nardos,
de cautivos puñales en los presagios del silencio.

Horas que en remolinos de sollozos
entenebrecen toda cabellera
y, en develo de voces,
son orillas, sin mástiles,
sin peces, sin luceros,
sin fin, deshabitadas,
deshebran nuestro afán
y hacen de mordeduras nuestro trébol
de armonía y paraíso y esperanza.

Horas que taladrando el vidrio del rumor
mojan de luto y frágiles martirios
la quietud de la niebla y la tiniebla
que desgaja el paisaje
de nuestro cuerpo hecho de escarcha y miedo.

Horas de bosque en sangre, de lunas en suspiro,
de intranquilas esponjas insaciables
que absorben el naufragio
diario de nuestra voz y de nuestro recuerdo.

Horas sin lluvia gris en la sandalia
que nos delate el viaje de su huella.

Horas que en presentida posesión de todo
nos destruyen el cielo de la espera.

Horas exorbitadas de la curva amenaza
en los arteros ojos de los días,
que, en la deshecha carne desolada,
de cauce a cauce pintan litorales
a nuestros ser de lentos péndulos solemnes,
y en glaciales imágenes sin puente
nos siegan el encuentro
a los balcones del laurel del alba…


III
¡No hay como tu presencia,
oh muerte!

Antes de nuestra esencia de cruentos tréboles sin sombra,
antes de la esperanza substancial de nuestras lenguas,
antes de nuestro nombre sumergido en palomas de silencio,
antes de nuestro llanto sin destino y sin niebla,
antes de nuestra madre de ramas derramadas al amor inconsútil,
ya nos sigues, llamándonos,
y tendiendo tu luna de madreselvas sollozantes
por nuestra arena manantial y endurecida de tinieblas,
te seguimos…

Desde la huella visceralmente tutelar de nuestro engendro,
te seguimos
por tu alargada sombra indeclinable
de dimensión sin muros,
por la ruta
nuestra de laurel impalpable y de inagotables horizontes,
que es fosa culminada y abierta de arco a arco a tus espadas…

Oh, muerte, te tenemos
y hasta quizás amamos tu calle y tu estatura,
porque sólo tú tienes y nos unges a lluvia
con el óleo de tu fuego y de tus ángeles
hechos de la suprema libertad sin mancha.

Sudor, escalofrío y lágrima postrera.
Lenta y desnuda saliva que te ciñe a nuestra última palabra.

Rebeldes párpados, rebeldes
a la dulce congoja profunda de tu paz infinita.

(Muerte, ¿por qué pensarte así,
sin ojos y sin nada,
como la piedra, como la cárcel sola,
como pan sin espíritu,
como guerra sin armas ni amenaza?)

Muerte, tú eres la dulce,
la copa maternal que se extasía
recogiéndonos todos en ancha superficie
con brazos inauditos de simetría impecable,
cuidándonos, guardándonos solícita
para crearnos de nuevo
y con tus mismas manos,
ya no de tierra sino de ceniza
bajo un fraterno polvo de fecundos gusanos.

No habrá señora igual,
ni amor igual en guirnalda de besos,
ni vientre de ternura silvestre que nos geste
para darnos a la luz en nueva aurora de rumor
y de ríos generosos al sueño
y a nuevo paraíso en nueva hora.
No habrá vientre jamás
como tu vientre de áurea epifanía
en tu abrazo esencial de olas en delirio.

Señora. Muerte. Nuestra.
¡No hay sino tu presencia!

IV

1
Nunca salimos de nosotros mismos.
Todo nos tiene aprisionados
bajo este ser no ser que no pensamos…
como en cárcel de sol y acero al mismo tiempo,
estamos todos,
y sólo el corazón se asoma a la ventana de los ojos
para hacerse al perfil de los cielos absortos,
y alargan sus estrellas de dádiva las manos
para trazar la sangre de su verso
o sonreír la deslizante madreselva del cariño.

Lo mismo que palomas hogareñas,
nuestros brazos retornan,
después de que quisieron irse en supremo abrazo
enlazados en la cruz de otro nombre,
como el nuestro también ya poseído…

A la orilla tenaz de nuestra casa
de carne y huesos frágiles,
florecen las palabras,
pero sólo florecen,
que su raíz está en nosotros mismos
y nació de nosotros
su semilla de amor y de nostalgia.

Alguien corta la flor para guardarla
hecha hostia de su alma;
pero queda en nosotros el filón de la sangre:
la misma rama puede ser más pródiga
y tender al asombro
el plenilunio nuevo de sus dalias.

2

Siempre estamos
erguida la presencia y el espíritu alto.

Nuestros pies se han fincado a nuestro polvo,
al polvo que pisamos
y del que un día salimos
como quien sale de su casa para volver a ella ...

Nuestros pies que vinieron
desde el tiempo sin tiempo,
desde antes de las aguas, los soles y los peces,
desde antes de la nada,
cuando era todo sólo rumbo desorbitado,
pensamiento y presagio ...

Nuestros pies
sólo crecen fecundos hacia abajo
como raíces que obedecen sumisas a la tierra
sin dejarnos salir de nuestros límites,
nuestros pequeños límites
de trémulo silencio derribado,
nuestros pies cimentados en la viajera incertidumbre
de buscar y buscar sin arrancarse
a su raigambre de destierro y fieles a su surco:
fieles a la hermandad de su dura simiente.

Nuestros pies que, día a día, más se hunden en el hueco
de la clara cisterna del espanto,
del temblor y la angustia
y el ahogado cansancio.
¡Nunca salimos de nosotros mismos.
Todo nos tiene aprisionados
bajo este ser no ser que no pensamos!

3

Nunca salimos de nosotros mismos.
Tenemos un abismo crucial en nuestros párpados,
que nos abraza y nos atrae
y al mismo tiempo nos devuelve
por los mismos senderos peregrinos del mundo,
de nuestro propio mundo de ángeles asombrados,
a la cárcel del miedo y el bautismo del llanto ...

Los ojos se nos abren inmensos,
siempre inmensos;
pero las órbitas los tienen bajo su sombra intacta
y en vano a veces quieren correr tras el paisaje
con su cristal de ensueño para copiarlo exacto.

También por nuestros ojos
no hemos de salir nunca. A pesar de que vamos
entre un cielo de rosas y un florón de milagro
hacia la fértil curva
en paz de los fecundos arco iris.
¡Nunca saldremos de nosotros mismos!

El corazón
tiene engarfiadas a sus entrañas las cadenas
como un cilicio de infinitos celos:
los celos de la muerte
que a cada instante nos arranca a la vida
y nos envuelve
en su mortaja larga de sábanas veloces.

La muerte, nuestra muerte,
que nos unge con su saliva suave y pálida
desde el día en que nacemos y en que nacimos suyos
con nuestra cruz de estrellas y un racimo de lágrimas.

Con ella vamos siempre de la mano,
igual bajo la euritmia de los arcos de sol o cubiertos de lirios
en la noche pleniestelar del sueño y el ensueño.
No nos pertenecimos. N o nos pertenecemos.

Y así no somos nuestros
porque todo nos tiene poseídos.
¡Nunca saldremos de nosotros mismos!

V

1

¡Muerte!

Esta raíz que hace crecer mi pensamiento
ha nacido en tu tierra esencial de soledades,
se aferra interminable a tu voz infinita
y tu clamor la tiene atesorada
como a la perla diminuta y profunda
un haz de mares.

En tu hondura infinita de nadir impensable,
me tienes poseído,
impenetrablemente poseído,
tus brazos interiores se me extienden inmensos
y me ciñen, me asedian, me cautivan.

En vano
mi árbol se estremece de huracanes intensos,
tú los trasciendes,
transverberas,
incendias ...

Su raigambre está en ti fincada para siempre,
desde siempre ...

Y sólo crece en ftlo el pensamiento
de saber que soy tuyo,
que fui tuyo en el día,
el instante y la hora de haber sido pensado
por ser y ser de ti ignorándome cerca
de tu semilla que me fue sembrada
desde tu eternidad en mi horizonte.

En vano desde mí
quieren asir mi corazón mis brazos
y no lo alcanzan porque está más cerca
de ti, de tus caminos de viento suave
y de canción que todo lo perdona.

En vano tengo pasos
para ir al encuentro de la aurora,
no puedo entrada en mí porque no cabe
donde tú estas, y estás en todas partes.

2

Sólo tú, y nadie más,
puede y podrá caber siendo el todo.

Mi polvo y sus partículas de negruzca ceniza
habrán de ser la verdad de ti misma,
cuando la carne se haya ido para siempre
después de haber amado intensamente,
en huerto de dolor y selva de amargura.

¡Mi polvo! Pero el polvo
quizás no sea lo último
en clamar y guardar de ti lo que tú eres,
que, más allá de lo que ven mis ojos,
lo supremo ha de irse alumbrando a tu incendio.

Así el cielo y la tierra
y sabrán que mi alma
te sigue siendo fiel, precisa, exacta,
erguida como un muro
rebelde siempre al tiempo,
a ese tiempo de musgos y carcoma
que rige la materia pero no tus abismos,
estos abismos de tu amor, intangibles, serenos y eternos.

En vano estos mis ojos se abren diáfanos
a la parlera melodía sideral de las noches
que a cada instante forjan con tu nombre
un cielo nuevo de zodiacos mágicos.

En vano se me enciende la memoria
para saber de ti con conciencia lumínica,
en vano peregrino por la ruta infinita de las constelaciones
aprendiéndolas todas
para leer tu voz y conocerla,
con este afán y amor con que te estrecho
dentro del pensamiento ...

Todo es en vano,
que la hondura inaudita de mi esencia,
mi raíz invadida de tu amor substancial de soledades
crece incansablemente.

Crece su fronda de hojas y ramas extendidas
a toda dulce angustia tuya,
a todo anhelo mío sorprendido
de tu recuerdo multiforme y único.

Muerte,
eres mi clamor.
Y tu voz que me llama
como llama de señal inequívoca,
me rinde a ti
como se rinde el polvo a nuestras plantas.

VI

Yo odio las calladas alcobas de la muerte,
con su rostro amarillo de congoja y lamento
y la amigable rigidez del luto
y los ojos disueltos
en esa acribillada y turbia desnudez
de las lágrimas casi siempre fingidas ...

Odio también esa inmovilidad
de quienes a la fronda de los féretros
roncan un gris tumulto de oraciones,
para después herir hasta las médulas
con una risa artera, quizá en el mismo instante,
casi en el mismo sitio,
las destrenzadas venas de los muertos ...

Yo amo de las calladas alcobas de la muerte,
la asombrada quietud, la persistencia
de los fidelísimos cirios
con su olor vertical y su plegaria,
con la piedad de las lentas parábolas
de su palabra alta alumbrando la pena,
la onda fulgurante de sus llamas
hondas como enclavadas poco a poco
en el alma llorosa de las capillas fúnebres ...

Yo amo las calladas alcobas de la muerte ...
Su familiar melancolía y la cruda nostalgia
que ve irse a los muertos para siempre,
por el camino inevitable de la sangre segada
que se va
por la estrella desnuda, enloquecida
y terrible del llanto,
por el camino de los pies devorados,
de las mudas espigas
y las glaciales y tremendas raíces desoladas.

Yo amo las calladas alcobas de la muerte ...
Su silencio de redes destrozadas
y su fatiga de lamentos en mar impenetrable,
porque abren de alma a alma
el libro del espíritu y la verdad a todas luces
entre el fiel huracán de su silencio.
Yo amo las calladas alcobas de la muerte ...

VII

Nadie ama más ni tan intensamente
como los bellos ángeles de la Muerte ...

Ellos no tienen sino las alondras
de la paz en sus rostros y en sus frentes,
y un pan entre la espiga de las manos,
y el hijo nuestro que nos mira, en sus ojos ...

Por cada paso suyo le nace un pájaro de estrellas
a nuestra noche humana.

¡Son el supremo júbilo
de nuestra carne de ceniza y arena
y sal y agua negra,
de calendarios mudos y mutables
minuteros de niebla!

Ángeles de la muerte,
vigilantes de pupila sin lunas,
ángeles infinitos como los círculos concéntricos,
a cada día en crescendo
tras de nosotros,
delante de nosotros
y antes y después de nuestros ojos.

Ángeles de la muerte,
incomparables ángeles,
más que por apacibles e impasibles,
por ángeles rebeldes
a la elegida rosa del milagro.

Ángeles como nubes que persiguen la lluvia,
la acuchillada luz de los relámpagos
y el espasmo del trueno:
lluvia, espasmo y relámpago
de nuestro propio ser que se nos quiebra
igual que el cuerpo limpio de la amada,
el cielo de una flor
o el verso de una lágrima.

Ángeles de la muerte,
que hacéis vuestro el lagar
de nuestra cruenta risa cotidiana,
y en la mies que nos diera la simiente
de la melancolía
ancestral del amor y la antigua nostalgia,
pusisteis vuestro nardo de ternura
y el signo taumaturgo que ungiera nuestras lámparas.

Ángeles de la muerte,
sordos a la carnal imprecación ...
Hondos ángeles nuestros
que nos tenéis ineludiblemente aprisionados
en el amor de vuestras alas
de eternidad sin cruz ni pensamiento.

¡Nadie como vosotros para amarnos,
ángeles de la muerte!

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