Santuario Guadalupano de Zamora en Michoacán.
Fotografía de Ricardo Galván Santana y Francisco Magdaleno Cervantes.

sábado, 1 de marzo de 2014

El Barrio Bravo de Madrigal en Zamora, Michoacán - Por Víctor Manuel Ortiz Marín - Introducción



INTRODUCCIÓN


De una ciudad no disfrutas las siete o las
setenta y siete maravillas, sino la respuesta
que da a una pregunta tuya.
Italo Calvino (Las ciudades invisibles)


El deterioro gigantesco y rapidísimo que han experimentado las ciudades mexicanas en su calidad de vida en el entorno construido, constituye uno de los procesos sociales más dramáticos y lamentables de la realidad provinciana de los últimos treinta años. 

El funcionalismo en arquitectura, buscando la modernidad y la eficiencia, descubrió que era muy rentable la especulación urbana y la misma industria de la construcción.

Contradictoriamente, negando las ideas más rescatables de los maestros del Movimiento Moderno, las decisiones que afectaban las trazas urbanas existentes se comenzaron a tomar no por su eficacia social, sino de acuerdo a las ventajas que pudiera presentar a los intereses del capitalismo criollo.

En casos como el de Zamora, se favoreció un crecimiento indiscriminado sobre tierras de enorme calidad agrícola con esquemas de lotificación que no alentaban la vida de barrio y, en cambio, sí presentaban características que nada tenían que ver con hábitos, conductas y modelos de relación de esta parte del occidente michoacano. Se abrieron, en la mayor parte de las ciudades de tamaño medio, sus calles principales.

Las consecuencias fueron múltiples: se tiraron edificios cargados de significado, que servían además de puntos de referencia para orientarse en la trama urbana; se favoreció el uso del automóvil sin generar un equivalente atractivo en el transporte público; se eliminó definitivamente la protección de aleros o pestañas, haciendo difícil el desplazamiento a pie; se embellecieron las plazas y los primeros cuadros en detrimento del equipamiento primario que necesitaban las periferias; se limitó el empleo de las calles para uso de las fiestas de carácter religioso; se desplazó a los habitantes del centro hacia los nuevos fraccionamientos para dejar lugar a avenidas más anchas o a centros comerciales copiados caricaturescamente de los originales yanquis.

Se alteró así la configuración cultural de los distintos espacios territoriales, acentuando su segregación al destruirse, sin tomar en cuenta la opinión de los habitantes, las fronteras naturales de los barrios y de los asentamientos más consolidados.

La voluntad política de reforzar la vida de los municipios, mostrada en las reformas al artículo 115 constitucional en febrero de 1983, no se vio complementada con la generación de herramientas administrativas que permitieran, en la práctica cotidiana, un cierto grado de control de las diferentes realidades urbanas.

Los gobiernos municipales, acostumbrados a recibir instrucciones tan precisas como arbitrarias de los gobiernos estatales, se encontraron de pronto con el paquete entre las manos, presionados por todos lados, sin saber cómo interpretar las nuevas reglas de juego y cómo manejar sus implicaciones políticas.

Mientras tanto, las ciudades se vuelven más caóticas, más desordenadas, más fragmentarias, menos habitables. Los afectados, los habitantes, dejan de sentir “querencia” por sus ciudades al no sentirse ya identificados con ellas. Las calles se vuelven territorio de nadie. Cada esquina se convierte en un basurero, proliferando por todas partes, en el contexto de una fealdad esplendorosa, las ratas, las moscas y las cucarachas.

Existen, en las ciudades principales, oficinas municipales que se encargan de los problemas urbanos. Existe también, como parte del cabildo, un regidor de obras públicas. Pero la experiencia demuestra que en ambas dependencias se desconocen las características geográficas, históricas y culturales de la región sobre la que se trabaja.

Se manejan planos incompletos y pocos precisos. Se sigue dependiendo de un presupuesto raquítico, soltado a cuentagotas por el estado central. Se desconoce la manera de establecer prioridades y, por tanto, se acometen programas no estructurados, aislados y sin una base social que los respalde suficientemente. Se divide la retícula urbana en cuadrantes iguales, como si se tratase de zonas semejantes.

Este trabajo pretende mostrar, por lo anterior, que es urgente encontrar nuevas alternativas para lo que sucede actualmente con el urbanismo de gabinete que se practica en México.

He elegido el barrio de Madrigal, en la ciudad de Zamora, para ejemplificar, con un caso como éste, que un fragmento de la ciudad es algo más que su apariencia exterior.

Se ha pretendido vivificar la relación entre un cierto tipo de hábitat y los modos locales de comportamiento convertidos en tradiciones asimiladas por la comunidad.


Se ha buscado ordenar el material en forma didáctica y sencilla, sirviéndose en lo posible de la fotografía, de manera que pueda servir a la gente del barrio y a las autoridades municipales, como un espejo reversible que pueda, al tiempo que se reconozcan escenarios y actores, propiciar transformaciones sustanciales que lleven a recuperar la dimensión afectiva de la vida humana.

Con el tiempo, si se logra echar a andar el trabajo comunitario y la toma de decisiones en las propias localidades, será posible tal vez volver a encontrar un cauce para que la comunidad decida sobre sus formas de organización y sobre sus urgencias, a partir del redescubrimiento de la riqueza compleja del tejido urbano vivo y significante.

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