Santuario Guadalupano de Zamora en Michoacán.
Fotografía de Ricardo Galván Santana y Francisco Magdaleno Cervantes.

jueves, 3 de octubre de 2013

María Luisa - Novela por entregas XXIV - Jaime Ramos Valencia

Martes 7 de diciembre de 1918, a las 3:00 hrs.
(Primera parte)

Con las tres campanadas que acababa de dar el reloj
de la iglesia se escucharon los ruidos de puertas que
golpetean con los nudillos de las manos, unidos a las
voces:

—¡Hora de levantarse! ¡Que no las vaya a dejar el tren!

La verdad que no creo haber dormido en toda la
noche, pero no siento ni sueño ni cansancio, tan solo
una sensación febril por ordenar mis ideas y esa ¡sí me
resecó la boca!

Me vestí con rapidez y disfruté el agua helada con
la que aseé mis brazos y rostro y peiné mis cabellos.
Todas las demás se daban la misma prisa.

Doña Conchita revoloteaba en corredores y cocina,
ofreciendo una bebida vaporizante y olorosa:

—¿Un tesito de hojas de naranjo? Nos decía ofreciendo
la bebida en posillos de porcelana. ¡Ah!, disculpen
al doctor Chava que no las despida personalmente, pero
anda un poco resfriado y le pedí que no saliera al fresco de
la mañana.


En cambio su hijo, el futuro médico, en mangas
de camisa con los puños arremangados, destilando
fragancias de un baño tempranero y aún con el pelo
húmedo, quitó la tranca para abrir el zaguán de la casa.

En la calle ya aguardaban nuestros acompañantes. Los
cinco hombres se habían hospedado en el mesón y no
mostraban huellas de haber abusado del mezcal ni del
queso grande. ¡Eran buenas personas, dispuestas, eso
sí, ha fanfarronear de cualquier cosa!

Nos despide, una a una y con un fuerte abrazo,
doña Conchita, mientras que su hijo nos auxilia a subir
a la carreta, empezando con la señora y la promotora
y siguiendo con las muchachas. Cuando me toca el
turno, de la misma forma que lo había hecho con todas
las demás, se coloca a mi costado tomando mi mano y
el codo del mismo brazo con sus manos, mientras yo
me sujeto con mi otra mano del pescante para saltar,
quedando muy cerca mi oído de su boca que susurró:

—Si sólo quisieras ser maestra ¡vente a México! La
Normal para señoritas no queda lejos de La Escuela de
Medicina.


No pronuncié una sola palabra pero, ya acomodada
en mi asiento, no pude evitar, al voltear a verlo, el
sonreír discretamente y ruborizarme enseguida cuando
su mirada me cobijó en el entrecerrar de sus ojos.

Partimos rumbo a la estación. Adelante, con
hachones encendidos, dos de nuestros jinetes acompa-
ñantes se abrían paso en la densa oscuridad de una
noche sin luna, mientras el cochero, aplicando el freno
a las ruedas, retenía el paso de las bestias de tiro al
bajar la cuesta hasta la estación, a donde llegamos con
tiempo de sobra; sin embargo, a esa horas en que en
otras poblaciones aún se duerme, aquí la actividad de
viajeros, familias, vendedores, comerciantes y estibadores,
ya era mucha. La taquilla para comprar los boletos
se hacía notar también. La promotora me llamó con ella
para formarnos al final de la fila.

—Yo voy a comprar nueve boletos de primera clase hasta
Zamora. Tú compra el tuyo hasta Yurécuaro; si tienes
dinero suficiente pídelo también en primera, me dice y
luego, bajando la voz a un tono confidencial, agrega: los
carros de segunda tienen bancas de madera y apilan a la
gente entre bultos y gallinas.

Escucho, sin pronunciar palabra alguna, sus
comentarios. Apenas si conozco a esta señorita que lleva
a las siete aspirantes a una congregación de Zamora, la
acompaña la mamá de una de ellas. Anteayer las hermanas
Teresita y María del Rosario nos habían presentado;
porque resulta que, cuando surgió un inconveniente
para que, como se tenía previsto, fueran las dos monjitas
quienes me trasladaran al Aspirantado de Guadalajara,
resolvieron el asunto confiándome a ella, la
promotora, para que viajara con su grupo primero a
Tinguindín y después hasta Zamora, desde donde yo
seguiría, ya sola, en el mismo tren hasta Yurécuaro.

En esta población abordaría el ferrocarril que viaja de
México a Guadalajara, para así llegar a mi destino en
tierras jaliscienses.

Cuando me llegó mi turno frente a la taquilla, oí
que me preguntaron:

—¿A dónde va? ¿A Zamora?
—¡No, no señor! Voy a Guadalajara.
—Aquí le despacho su boleto hasta Yurécuaro. Cuando
llegue ahí, compre el que la lleve hasta Guadalajara ¡Será
en otro tren! ¡Aquí tiene su boleto!
—¿Perdón…? No entiendo.
—¡Su boleto! Me repite, mientas me lo pasa con una
mano, a la vez que agita la otra mano apremiando que le
entregue el dinero. Lo toma y moviendo la cabeza dice: ¡Ya
veo!... ¡Cuídese!

Y me extiendió un boleto de “primera”, mismo que
yo recibo y pago sin protestar ante él, pero reprochándome,
a mí misma en mi interior, por mi timidez. Aún
cuando había pensado comprar un boleto de “segunda”
y viajar en los carros de bancas de madera y con pasajeros
de gente humilde, con la que no sólo he convivido,
sino que me siento a gusto; aún cuando también no
había del todo desechado la opción de viajar en “primera”.
Entonces, ¿por qué acepto que decida por mí?
Y todavía me dice: ¡cuídese...! ¡De personas como él es
que también me debo de cuidar! ¿Por qué elige por mí?
No se trata de lo que vale un boleto u otro. ¡No sé que
valen las cosas! ¡No le doy importancia al dinero! Pero
¿por qué me impone su voluntad? ¿Qué no puedo yo
decidir? Por primera vez me siento enojada por una
situación así. ¡Algo se está rebelando en mi interior!

Rumiando mi molestia me retiro a un extremo de
la estación, cerca de donde los señores que nos acompañaron
en el viaje cuidan nuestros equipajes; de todas
formas las bancas de la sala de espera de aquella Terminal
están repletas. Ahí, recargando mi espalda en el
muro y al abrigo del techo de láminas de zinc, de pié,
contemplo las vías del tren que a la luz de las lámparas
brillan como dos hilos de plata paralelos que parecen
converger hasta perderse en la oscuridad.

—¡Nomás falta que el tren llegue tarde!
—¡Mire, compadre, de Los Reyes sale a tiempo! Lo malo
es que lo sobrecarguen y no pueda subir la cuesta de “La
Ventilla”, como el otro día. Dicen que aún poniendo arena
en los rieles patinaban las ruedas. Tuvieron que desenganchar
medio tren y dejar ahí, a medio camino y en la oscuridad
de la noche, a los pasajeros en sus coches de “primera”
y “segunda”; para así arrastrar primero hasta aquí las góndolas,
los carros tanques y los de carga, y volver después
por los carros en donde los pasajeros esperaban aterrorizados;
porque, ¡pa’colmo!, ese día no venía cuidando la
escolta de soldados.
—¿Tú, ya viajaste en tren? Digo…, ¿ya fuiste a algún
lado en el tren?
—¡Sólo una vez! ¡Fue de pura puntada, cuando se casó
Alberto, el de Juan Barajas! La boda fue en Los Reyes
porque la muchacha es de allá. De Cotija fuimos varias
familias ¡Ya sabes como es su familia de numerosa y el
Beto de amiguero y alborotado! Así que la boda fue con
una misa a las doce de la noche. ¡Misa de Gallo! Ya ve,
desde hace tiempo que el señor Obispo les permitió a los
señores curas, tanto de Los Reyes como de Tingüindín, el
celebrar bodas a la medianoche, a los que lo soliciten y
vayan a tomar el tren de madrugada. Así que fuimos del
templo a la fiesta en la casa de la novia; fue una cena a la
una de la mañana y con vino y baile. Ya todos “entrados”
hicimos desfile hasta la estación para despedir a los novios
que se iban a México de luna de miel. Por el camino, con
los novios adelante, cante y cante y sin soltar la botella, los
amigos empezamos a organizarnos de acompañarlos hasta
Yurécuaro. Así los más, nos subimos al tren a las tres de
la madrugada y seguimos la fiesta en el vagón de pasajeros.
El conductor del tren trató de ponernos en orden,
pero cuando vio que lo que traíamos, tanto señores que
señoras, tanto muchachos y muchachas, era pura alegría,
hasta él le cantó a los novios y brindó con nosotros. Por
cierto Laura, la hermana de Beto, no sólo está bien bonita,
sino que canta bien chulo. ¡No más la oyera!
—¿Y a qué horas llegaron?
—¿A Yurécuaro?… Antes de las doce del día; y ese
mismo tren se echó pa’trás casi luego luego. Los boletos de
regreso los compramos a Tingüindín, hasta aquí, donde ya
nos esperaban con los caballos que llevamos a Los Reyes.
—¿Y te gustó el viaje?
—¡Me gustó el relajo! Con el chaca chaca del tren, los
brindis y las canciones, ¡ni el camino vi de ida! Ahora que
de regreso fue puro dormir de tanto desvelo y cansancio.
¡Fíjate! Todo el día cabalgando de Cotija a Los Reyes,
esperar la medianoche para la misa de boda, enseguida la
cena, la fiesta, seguirla en el tren. ¡Por cierto, nunca había
caminado tanto! En la estación de Yurécuaro supe que este
ramal es de 137 kilómetros. Y luego, otros 137 de vuelta.
¡No la íbamos a hacer despiertos! Poco sé de cómo es el
camino, y de cómo es el paisaje; pero de que me gustó, ¡me
gustó!
—¿Ya se oye el tren, no?
—Sí se oye, pero todavía está lejos. Resopla la máquina
hasta que pasa Puente de Tocumbo; ya para acá es derechito
y de bajada. Cuando veas el faro de la máquina la
gente deja libre las vías y se arrejola en el andén. ¡Todos
quieren subir los primeros para ganar asientos! El maquinista
que es muy malhora, le abre al vapor para obligar a
que se detengan los pasajeros más atrevidos que quieren
saltar al tren en movimiento.

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