viernes, 15 de marzo de 2013

María Luisa - Novela por entregas XX - Jaime Ramos Valencia


Lunes 6 de diciembre de 1918, a las 18:40 hrs.
(Séptima parte)


De vuelta en la casa, sentados en la mesa de
la cocina platicaban con gran entusiasmo Toñita, su
marido, la nana y la cocinera, quien era la que más animada  se mostraba porque ¡por fin! la señora le mandó un escrito que Amelia, de pie, trataba de leer atorándose  en cada palabra: “le sa… saludo con ca… cariño…”.

—¡Qué bueno que llegaste! La patrona le mandó este recado a Jovita y estaba yo tratando de leérselo, pero… apenas si sé… ¡No le entiendo a esta letra!

Lo dijo alargándome el pliego donde la patrona,
que había sido educada en el internado donde ahora estaba su hija, había dejado deslizar su pluma
en un texto fluido y pulcramente elegante,
que ligaba la multitud de letras minúsculas con las ondas
y volutas que forman la escritura cursiva.

—Tantos gariboleos dificultan la lectura, pero… ¡Se ve
bonita! ¡Bien…! 


Querida Jovita:

Le saludo con cariño a usted y a todas las muchachas. A
ellas diles que les recomiendo que me sigan cuidando bien
la casa. Las circunstancias y mis hijos me han impedido
regresar; sin embargo, mi hijo, el señor Felipe, que su boda
será ya en diciembre, vivirá con su esposa en esa casa. Tendrán
las que ahí se queden ¡espero que todas!, una nueva
patrona; es muy joven, pero muy educada y de muy buen
trato. Les recomiendo que la quieran y respeten tanto como
a mí.

Dígale a Elvira, la “nana”… la nana de todos mis hijos
y que tanto la quieren, que ya se resuelva a venirse con mi
hija Aurora. Necesito que le ayude a criar los tres niños que
ya tiene. ¡Anímela a que se venga! ¡Ojalá sea ahora que la
traigan a usted!

Mi hijo Esteban fue solo por algunas de mis cosas y la
ropa, tanto personal como de cama y baño. Él lleva una
lista de lo que debe traerme. Ayúdenle a acomodarla en
los baúles, para que se regrese pronto: mañana o pasado
mañana a más tardar.

Jovita, no sabe cómo la he extrañado. No hay nadie
que me conozca y proteja mi endeble constitución física
como usted. Siempre he sido delgada, pero de buen apetito.
¡Ninguno de sus guisos me han hecho daño! En cambio,
ahora, tengo el estómago desecho; y no crea que con moles y
adobos, ¡aquí, hasta un caldo de gallina me indigesta! ¡Gracias
a Dios, en una semana mando por usted!

Le ruego que se tome estos días que faltan para empacar
en cajas de madera, envueltos en papel y protegidos
con viruta, mis dos juegos de copas; las lisas transparentes
que usamos para beber el vino, y las de cristal cortado
con reflejos verdosos que adornan el estante aparador del
Comedor.

¡Mi vajilla! También quiero que me traigan mi vajilla. En
la bodeguita del segundo patio están las cajas de madera,
que son su empaque original. Son unas doce cajas de medidas
especiales, hechas unas para acomodar platos de dife-
rentes formas y medidas, otras para empacar las jarras, o
las soperas o las salseras, etc.; tienen separadores interiores
y además en la tapa de cada caja hay una ilustración
que indica qué piezas contiene y en qué forma se acomodan.

¡Tenga mucho cuidado con ella! Es un regalo que me hizo mi
esposo, la importó desde Holanda y si atravesó océanos en
barcos y medio México en carretas, no quiero que se rompa
en este traslado final.

Le mando las llaves de la cajonera del comedor donde
guardo los estuches de la cuchillería de plata. Son cuatro y
están completos, para que también me los traiga.

Ollas, cazuelas y utensilios de cocina, ¡tráigase los que
quiera! Aquí ya tengo los indispensables pero no quiero que
extrañe alguno. Una buena cocinera se encariña hasta de
“su olla de los frijoles”, por tiznada que esté.

Reciba saludos de mi hija Aurorita y de su esposo José,
que tanto la estima y ¡pronto nos veremos! Y traiga con usted
a la nana Elvira.
Aurora 


Terminé de leerles la carta y el marido de Toñita,
animando a la nana Elvira, empezó con los elogios a la
ciudad de las canteras:

—Morelia es muy bonita ciudad ¡Toda de Cantera! Con
su Catedral inmensa, el Palacio del Gobernador, la Plaza
de Armas, El Convento del Carmen y muchos, muchos edificios
y jardines. La señora Aurora vive en el centro y su
hija Aurorita a dos, tres, casas adelante. Vivir en Morelia
es otra cosa. Además está bien resguardada. Se ve mucho
militar y mucha tropa, que cuidan el orden: a los raterillos
los pelan y los expulsan de la ciudad; a los asesinos y asaltantes
les aplican la Ley Fuga. Sólo así los acaban.

—¿Qué es la Ley Fuga?

—Cuando la Autoridad tiene en custodia a un delincuente
y éste trata de escapar, los guardianes pueden disparar
y matar al fugitivo, sin más juicio, sin más nada.

—¡Bandidos desgraciados! Dijo Jovita expresándose
con gran coraje… ¡Hasta yo les metería un tiro!

—En caliente es fácil y más fácil decirlo, pero la Ley Fuga
es otra cosa… ¡Platícales… cuéntales de don Herlindo! Le
pidió Toñita a su marido.

—Don Herlindo es un señor de Uruapan que tiene una
gran huerta de cafetos, resulta que una vez que había ya
cosechado y secado el grano, extendiendo al sol su café,
lo encostalaba para venderlo al Beneficio, la empresa que
se encargaba de descascararlo y tostarlo; resulta que, una
noche le robaron de la bodega un costal, sus peones que dormían
en la huerta vieron alejarse al ladrón con el bulto. Le
avisaron al patrón dándole las señas que coincidían con las
de un raterillo conocido como el Pelacuas, un joven vicioso
que de cuando en cuando caía por la población… Pese a los
cuidados y recomendaciones, hasta en dos ocasiones más
le volvieron a robar a don Herlindo, quien enojadísimo se
presentó a hacer su denuncia al cuartel, pidiendo apresar
al ladrón y aplicarle la Ley Fuga. El Capitán que estaba al
mando oyó la queja y sin más comentario le dijo, entregándole
un cinturón con cartuchera y funda que contenía una
arma: 


—¡Fájese esa pistola! 

Don Herlindo, amante del revólver y con mucha
pericia en su manejo, aceptó hasta con orgullo el reto;
por ello, tomó como un juego la orden del capitán:

—Desde este momento y mientras permanezca en este
cuartel, lo nombro soldado de la patria y mi ayudante personal.
¡Sígame! 


Hasta el paso le cambió a don Herlindo que orgulloso
marchaba tras el militar rumbo a las caballerizas.

Se detuvieron ante una mazmorra vigilada por dos soldados,
quienes cuadraron su saludo ante su jefe que
les ordenó:

—¡Desaten al prisionero y preséntelo aquí!

Los soldados cumplieron cabalmente la orden,
sacando de la prisión a un joven rapado de la cabeza,
vestido con su solo pantalón y descalzo. Demacrado por
los días de encierro a pan y agua.

—¡Ahí tienes tu raterillo! Ahora está pelón, pero es tu
Pelacuas. ¿Lo reconoces?


Don Herlindo lo vio de arriba abajo y moviendo la
cabeza afirmativamente, dijo:

—¡Ese es el cabrón que me está chingando!

—¡Sí! ¡Lo reconoces pues! ¡Queda bajo tu custodia! ¡Es
tu prisionero! 


Los guardianes al escuchar la orden, saludaron a
su superior y se retiraron del prisionero, dejándolo solo
a cuatro o cinco pasos de su nuevo vigilante. ¡Hasta el
detenido sabía de qué se trataba, le iban a aplicar la Ley
Fuga! Sólo don Herlindo ignoraba qué papel desempeñaba
en ese “cuatro” que le había puesto el capitán. Por
eso, un instante después y de improviso, el reo emprendió
la huida, sólo que, para su mala suerte, el lodo, el
estiércol y el orín que cubría el piso de las caballerizas,
lo hizo caer de bruces.


—¡Se escapa su prisionero! ¡Si lo pierde, a usted, soldado,
lo fusilo! ¡Desenfunde y mátelo! ¡Ya se está incorporando,
se le va a pelar! ¡Mátelo, cobarde! ¡Mátelo! 


Don Herlindo tembloroso, sacó su pistola, fallando
los cuatro primeros balazos y acertando el quinto.

—¡Muy bien, muy bien! Con el cartucho que le queda en
la mazorca, ¡déle el tiro de gracia! ¡Acérquese a su prisionero
y dispárele en la nuca! 


Dicen que don Herlindo caminó resbalando en
aquel piso y acabó arrodillado junto al cadáver de aquel
joven, que con una mirada helada que sus párpados ya
no cubrieron, le reprochaba la crueldad de su justicia.

—¡Remátelo, viejo cabrón, o me lo chingo a usted! 

Cuentan que se sobrepuso al miedo disparando a
quemarropa su último cartucho; mas no se sobrepuso
a la náusea de su estómago, que se vació en un vómito;
ni al esfínter de su vejiga, que mojó sus pantalones.

—¡Por cobarde, causa baja del ejército! ¡Entregue el
arma en la oficina y lárguese a su casa! ¡Ah!, siga buscando
a su raterillo, porque éste que mató, ciertamente, no es su
Pelacuas. 


Abatido se encerró en su casa, deprimido dejó de
cuidar la huerta. Los árboles sin atención se plagaron,
y yo, que tenía trabajando con él tres o cuatro años,
perdí mi chamba. Y esto que les cuento no es porque lo
hubiera oído del señor Herlindo, fue porque el capitán
lo divulgó con todos sus detalles por todo Uruapan; así,
los comerciantes, agricultores y huerteros no lo molestarían
pidiendo que ejerciera justicia.

—¡Qué feo está todo! ¡La violencia nos está contagiando
a todos! ¡He tenido muy malos sueños! Y hoy no sé si podré
pegar los ojos. Lo que si sé es que no volveré a decir lo de:
“Bandidos desgraciados, hasta yo les metería un tiro…”. 


Diciendo esto, doña Jovita se levantó de la mesa
y se retiró a su habitación. Todos estábamos impresionados
por el relato; como aún no habían restablecido la
luz eléctrica en el pueblo, la casa estaba en penumbra,
el ambiente tétrico; afortunadamente todos habíamos
ya merendado, la cocina levantada y el joven Esteban
había dicho que no se le esperara ya que estaría cenando
con sus amigos. Todos nos retiramos a dormir.

—¡María Luisa! ¿Puedo dormir en la cama de Lupita?…
¡Es para dejarle el cuarto solo a Toñita; así, su marido
podrá cambiar la cama de paja en la caballeriza por una
más calientita! ¿No crees?

—¡Claro que sí, Amelia! Trae tu ropa de cama y la que
nesecites para ti. 


No tardó nada en instalarse en la habitación
conmigo. Trajo sus sábanas y cobija y se desvistió sin
mucho recato, para ponerse su camisón de noche. Era
de constitución robusta, pero ahora que estaba enamorada
y próxima a casarse, había adelgazado y se veía
bien. ¡Será una bella novia! De pronto, bajando la voz,
me confió:

—¡Qué bueno que pronto salgo de esta casa! No aguantaría
otra vez lo que me sucedió esta tarde. ¡Mira, te cuento! 


El joven Esteban, cumpliendo con los encargos de su
mamá, hizo que en los baúles acomodáramos la ropa que
traía enlistada. Estaba la nana, Toñita y yo. Los baúles se
colmaron y la ropa no cabía. Entonces, nos pidió que los
vaciáramos y que con cuidado la empacáramos de nuevo,
a fin de que toda cupiera. Estábamos las tres haciendo la
tarea cuando me llama para que fuera a la biblioteca:

—¡A ver! dice, ¿quién es la más alta para que me baje
unos libros? ¡Ven tú, Amelia!

—Lo seguí a la biblioteca y me señaló una enciclopedia
de muchos tomos que apenas alcanzaba yo de puntitas.

—¡Bájalos, yo aquí te los voy recibiendo!

—Los primeros libros los bajé de uno a uno y él me los
recibía guardando la distancia. Ya enseguida, me pidió que
bajara dos o tres tomos a la vez, lo que hizo que ocupara las
dos manos elevadas y él aprovechó poniéndose tras de mí,
casi abrazándose a mi espalda, “dizque” para ayudarme a
recibir los libros, sólo con el afán de tocarme. Yo me sentí
muy mal y fingiendo que me desequilibraba, alcé mi pierna
derecha y le asesté un pisotón con el tacón de mi zapatilla,
que estoy segura le “planché” los dedos de su pie. Pegó un
grito de dolor y cayó sentado al suelo junto a los tres tomos
que le estaba entregando. Cuando al grito vinieron la nana
y Toñita, yo, que iba ya saliendo les expliqué: le cayeron
unos libros en el pie. Sólo oí que la nana, muy compungida
le decía a su “niño”: “Quítate el zapato, voy a ponerte un
fomento”. Yo me vine a encerrarme en mi cuarto y no salí
hasta que se fue a cenar con sus amigos. ¡Afortunadamente,
estoy ya por salir de esta casa! ¡Me moriría si Chucho,
mi novio, se entera de que este desgraciado me manoseó!
¡Guárdame el secreto, que sea sólo de nosotras dos! 


Asentí con la cabeza. Me daba tanta rabia el hombrecillo
ese, que si no abrí la boca fue para no soltar yo
también mi secreto de esa tarde mientras me bañaba.

Eso sí, me imaginé a Chucho, el fornido hijo del carnicero
y prometido de Amelia “lavando la afrenta”. Bastaba
que éste, al ver caminar a Esteban por la acera,
frente al despacho de don Polo, saliera a la puerta del
establecimiento, portando en una mano un gran cuchillo
y en la otra mano la chaira asentando el filo, nomás
de verlo el acobardado hijo de doña Aurora correría sin
descanso hasta Morelia, a refugiarse a las faldas de su
mamá. ¡Yo también tenía mucho coraje! ¡Yo también
debería de pensar en abandonar esa casa! Y me prometí
hacerlo pronto. No tenía sueño y sí una urgencia de
cobijar mis pensamientos en la oscuridad de la noche.

Amelia se mostraba inquieta y curiosa de lo que estaría
pasando en el cuarto de al lado con Toñita y su marido,
porque pegaba su oreja a la pared.

—¿No se oyen ruidos?

—¡No, no se oyen ruidos! Ya todos están descansando
¡Duérmete ya!


Apagué la vela de un soplo, al hacerlo, observé lo
rápido que se había consumido; el pabilo demasiado
largo produjo una llama rojiza y lo mal asentada que
quedó en el candelero, chorreó de cera así desperdiciada
la base. ¡Yo no quiero ser ni una llama humeante
ni desperdiciar mi vida! ¡En esta casa, en esta familia,
que tan generosamente me acogieron, ya no debo
de permanecer más! ¡Me debo hacer responsable de
mí misma, no debo de depender de nadie! ¡Tengo que
salir de aquí! Me revolví en la cama pensando que por
lo pronto, el próximo lunes, estaría dado clases en mi
escuela. ¿A quién le tenía que avisar de mi nueva actividad?

¿A la señora Aurora? Parece que para ella ya no
existo; ni un recado verbal más, ni una palabra para
mí en sus cartas. Para Asunción dejé de ser su… ¿Su…
qué? ¿Amiga? ¿Compañera? ¿La hija de la lavandera?

La verdad que siempre me trató como amiga y compañera
y nunca tuve ni de ella ni de su familia ninguna
actitud denigrante; pero se fue a Morelia y ahora me
dicen que está en un internado para señoritas en San
Luís Potosí y se olvidó de mí. Especial aprecio tengo
con Lupita, fue conmigo como la abuela que nunca
tuve; ahora de viaje con sus familiares, los que tienen
la intención de llevársela ya con ellos a Penjamillo; no
tiene realmente a que quedarse aquí. Si doña Jovita y
la nana Elvira se van a Morelia y si Amelia está ya por
casarse: ¿Quién queda pues en esta casa? Dicen que
la prometida del señor Felipe es una joven de apenas
mi edad y no creo me quiera tener como huésped en su
casa. Definitivamente, ya no debo de permanecer aquí.

Por lo pronto, me guardo el decirles de que voy a dar
clases, ya mañana se va Esteban y el marido de Toñita
y no quiero que se entere todavía la señora Aurora.

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