domingo, 6 de enero de 2013

María Luisa - Novela por entregas XIX - Jaime Ramos Valencia

Lunes 6 de diciembre de 1918, a las 18:40 hrs.
(Sexta parte)

En eso se oyó la campana, que instalada en el
cancel de forja del pasillo su tintineo alertaba a los de
casa de alguna visita. Pero ahora no era nadie inesperado  para mi maestra que me dijo:

—¡Espérame un momento! Voy a recibir el pan calientito que se ofreció traerme la mamá de una de mis alumnas. Salgo así vestida ¡A ver si me reconoce! 

Apresuró el paso haciendo resonar el taconeo
en el embaldosado. Pronto, las expresiones
de júbilo y  admiración me hicieron salir del
comedorcito y atravesar  el pasillo hacia el primer patio; desde ahí observé la  gracia y galanura
con que mostraba su vestido.
¡Nunca lo hubiera creído de la siempre
tan seria y reservada maestra!

Mientras agradecía a la señora, tanto los cumplidos
como el pan, y la despedía hasta la puerta, yo
retorné a mi asiento.

—¡Tú sí que te quedas a merendar! Voy a preparar un
chocolate, ¿lo prefieres en leche o en agua? Y con estos
“picones” o con una “concha” te lo vas a saborear. Pero
antes, antes me voy a cambiar esta lindura de ropa que me
regalaste y que mucho me va a servir ahora que pronto me
voy a radicar a la ciudad de México. Mientras merendamos
te platico. 


Salió hacia su habitación dejando sobre la mesa
el envoltorio de papel manila que protegía el inigualable
olor de la panadería, que se metía a mi cerebro excitando
mis papilas gustativas, pero en mi cerebro también se
levantó una neblina de incertidumbre con el “pronto me
voy a radicar a la ciudad de México”. ¡Cuántas personas
están abandonando esta ciudad! ¡Qué sola se está quedando!
¡Qué sola me estoy quedando!

Pronto volvió vestida con la ropa adecuada, la
cual protegió con un delantal y, con la pericia de quien
está acostumbrada, en el fondo de una de las hornillas
de fierro fundido de su cocina apiló unos trozos de
carbón de encino a los que entreveró un ocote encendido
y usando el soplador, pronto avivó el fuego encima
del cual hizo el chocolate.

Ya sentadas a la mesa, saboreando la bebida
espumosa, me volvió a decir:

—Pues… con la novedad que me vuelvo a radicar a la
ciudad de México. Me duele dejar Cotija, el pueblo de toda
mi familia. ¿Sí conoces a dos de mis hermanos mayores
que aún viven aquí? Ellos se quedan, afortunadamente;
así pues, no me desprendo del todo: los afectos familiares
y de amigos se me quedan. Pero así da de vueltas la vida
y me voy porque debo de acompañar a mi papá ahora que
acaba de enviudar por segunda vez. ¡Mira, te cuento! Mi
mamá era maestra cuando se casó con mi papá; nos crió a
los cinco hijos que formamos su familia, al mismo tiempo
que impartía su clase a los alumnos; y hasta su muerte fue
esta su escuela, que yo heredé y con verdadera vocación la
he trabajado. Al poco tiempo de morir mi mamá, mi padre
se casó en segundas nupcias con una mujer que no le dio
ya hijos pero sí una posición económica desahogada ya que
tenía propiedades en la Capital y para allá se lo llevó. Se
quisieron bien. ¡Ella bien que se encariñó con nosotros sus
hijastros! No vivió con nosotros ni nos crió porque de ello
se encargó mi hermana la mayor, pero sí se puede decir
que siempre estuvo pendiente y muy generosamente de
nosotros. Hace dos semanas ella fallece dejando a mi padre
solo, sano sí, tan sano como puede estar una persona a sus
ochenta y tantos año y ¡cuidar a mi padre es lo que me lleva
a México!

—¿Vivir en la capital, una ciudad muy grande y sola
con tu papá, no te da miedo?

—¡No! Hay mas riesgo de vivir en poblaciones chicas,
como lo acabamos de sufrir aquí en Cotija con las hordas
de seudo revolucionarios, generales sin ejército, que con
el pretexto de combatir al gobierno, violan, roban y siembran
el horror. ¡Fíjate! Estaban ya viviendo en México, hace
¿qué?, cuatro, cinco años, tanto mi papá con su esposa,
allá por La Villa, como también dos de mis hermanos con
sus familias, que aún viven en Tlalpan. Pues bien, durante
la Decena Trágica dice mi papá que hasta entonces la
ciudad de México había permanecido lejana del campo
de batalla y por primera vez en la contienda en esos días,
conoció la muerte de civiles, los gritos de los heridos, el
retumbar de los cañones y la lluvia de balas de las ametralladoras.
Que hasta Tlalpan o hasta La Villa sólo sabían de
lo que sucedía en el zócalo por lo que contaban las gentes:
Que los rebeldes se refugiaron en la Ciudadela; que el presidente
Madero salió del Castillo de Chapultepec rumbo
al Palacio Nacional, escoltado por los cadetes del Colegio
Militar y en compañía de algunos Secretarios de Estado y
amigos,; que el presidente Madero nombró comandante de
la plaza a Victoriano Huerta; que éste lo traicionó haciendo
prisioneros tanto al presidente Madero, como al vicepresidente
Pino Suárez; de cómo, tres días después, cuando
trasladaban a los prisioneros a Lecumberri, los asesinaron
fingiendo una emboscada. Y ¡fíjate! Dice mi papá que, ¡es
increíble!, con todos estos acontecimientos que marcan la
historia de una Nación, apenas habían transcurrido unas
semanas, cuando la ciudad había restablecido la calma y
se mostraba complaciente con el nuevo gobierno, que por
cierto duró poco. 


Sorprendida por el relato, comparaba en mi mente 
los acontecimientos vividos en nuestra población, en la
que muchos de sus habitantes la abandonaban y los
que nos quedamos parecíamos sin ganas de reconstruir
nada, por lo que le pregunté:

—¿Qué pasará con Cotija? ¿Qué pasará con esta
escuela?

—¡Seguirá trabajando! Con el mismo nombre, “Escuela
Independencia” y yo como dueña, aun cuando la deje en
manos de las educadoras religiosas. Desde hace un tiempo
escribí a Guadalajara al señor canónigo, don Silvano
Carrillo Cárdenas, que es mi pariente y que fundó una
congregación de religiosas que se dedican a la enseñanza,
explicándole mi problema y el deseo de que sus educadoras
atendieran mi escuela. Por cierto: ¡Los Cárdenas de
Pátzcuaro somos una familia de maestros por tradición!
¡Mi mamá, mis tíos y yo, entre otros! La respuesta ha sido
positiva y pronto llegarán las religiosas a proseguir la obra
que empezó mi mamá, aun con la dificultad que enfrentan
ahora las escuelas particulares; por eso tenemos que
tomar todas las precauciones, para que el gobierno no se la
“carrancié”.

—¿Carrancié? ¿Qué es eso?

—¿No sabes que es “carranciar? ¡Te lo diré! En el camino
para llegar al poder, el general Venustiano Carranza fue
muy duro contra la Iglesia. Sus tropas multiplicaban los
incendios en los templos, robos, violaciones, atropellos a
sacerdotes y religiosos, y se robaba todos los bienes de los
conventos y de las escuelas religiosas, se lo “carranceaba”
pues. 


—¡Entonces, “carrancear” y robar es lo mismo! Y aún
así ¿va a convertir su escuela particular en una escuela
religiosa? ¡La va a perder con el gobierno ladrón!
—Es que los niños no pueden quedarse sin una educación 
cristiana, así que hay que arriesgarse. En estos tiempos
se juega a la simulación: la escuela sigue como particular y
a mi nombre, las maestras no vestirán el hábito y pasarán
como laicas. Ciertamente hay un riesgo, pero el gobierno
mismo con tal de ir buscando la tranquilidad de la población,
deja pasar esta situación.

—¡Son los tiempos de la revolución que no acaban!, le
oí decir a don José, el esposo de la señora Aurora, un día
que vino de Morelia… Que hubo jefes militares que cuando
quedaban como gobernadores de los “estados liberados”
dictaban contra la Iglesia leyes tan absurdas como que no
hubiera misa más que los domingos y con determinadas
condiciones; que no se celebraran misas de difuntos; que
no se conservara el agua en las pilas bautismales, que se
bautizara con agua de las llaves; que no se administrara el
sacramento de la confesión sino a los moribundos y dado
el caso, la confesión debería ser en voz alta ante el sacerdote,
pero teniendo también de oyente a un empleado del
gobierno… Y así un montón de normas que irritaban a los
creyentes.

—Por eso don Venustiano Carranza, ya como presidente,
trató de suavizar las relaciones con el clero y mandó
a los constituyentes un proyecto que proclamaba que la
educación sería laica en establecimientos oficiales, además
de gratuita; y deliberadamente nada decía de las escuelas
particulares. Sin embargo, los legisladores constituyentes,
ya en la redacción del Artículo Tercero, extendieron el laicismo
a las escuelas particulares, y agregaron la prohibición
a los miembros de asociaciones religiosas, establecer,
dirigir o impartir enseñanza en los colegios.

—Así que mi escuela, mi Colegio Independencia ¡no se
acaba!

—¡No! ¡No se acaba! Bueno, mientras haya alumnas.
No sabes cómo batallamos para volver a proseguir el curso
después de lo de Chávez García. ¡Tantas familias afectadas!
¡Todos atemorizados! A los ocho días abrí las puertas
y unas cuantas niñas vinieron, y ¡eso que visité a todas
las alumnas! ¡Fui a sus casas! ¡A muchas las encontré y
animé a sus papás a que cuanto antes restableciéramos,
por el bien de las niñas, el ritmo de la vida y así rescatar
la tranquilidad! Afortunadamente, ya las viste salir cuando
recién llegaste a visitarme, que el grupo no es tan numeroso
como antes, pero sí son muchas para atenderlas con
sólo dos maestras. ¿Si sabes de las hermanas Mendoza?
Fueron maestras de segundo y tercer grado.

—¡Claro! Mis maestras Magda y Graciela. No hace
mucho que me las encontré en la plaza y nos quedamos
buen rato platicando. Después de eso y con lo que pasó en
el pueblo, no he sabido nada… ¿Qué ha sido de ellas? ¿Ya
no dan clases?

—¡Mira, María Luisa! la tarde en que las hordas de
Chávez García rodeaban al pueblo, ellas cerraron su casa
y salieron para refugiarse en el templo, pero no alcanzaron
a llegar, ya que un bandolero que venía adelantado
las atisbó en su huída como a una cuadra de distancia.
Ellas se refugiaron entrando a la primera casa que pudieron;
fue la del sordo Enríquez, que ya trataba de atrancar
su puerta. No alcanzó a cerrarla, pues tan pronto como
entraron las mujeres, tras de ellas irrumpió el bandido ya
a pie y blandiendo el rifle y disparando contra el hombre
que trató de impedirle la entrada. El señor Enríquez cayó
herido al suelo y la bestia avanzó hacia las mujeres, que
trataron de escaparse hacia el fondo de la casa. Graciela
alcanzó a brincar una barda que dividía los corrales vecinos.
Magda no lo pudo hacer y el maldito hombre aquel la
sujetó, echándola al suelo, tratando de mancillarla. Ella se
defendía con gran valor, pero con gran desventaja; así que,
cuando estaba a punto de desfallecer, vio que tras el bandido
y enarbolando la tranca de la puerta estaba el señor
Enríquez, que sacando fuerzas de no sé donde, atestó un
solo golpe en la cabeza del bandolero, que desfallecido,
sangrando profusamente, murió aplastando el cuerpo de
Magda… Graciela lo presenció, pues regresó a buscar a su
hermana y desde lo alto de la barda vio al agresor tratando
de hacerla presa de sus instintos, pese a que se defendía
gritando desaforadamente. Gritos tan fuertes y desgarradores
que seguramente hasta el Sordo los escuchó, porque se
presentó tambaleante pero decidido a defenderlas… Todo
habría sido muy afortunado, dentro de la tragedia, si no
fuera porque el ruido que hizo el cráneo de aquel hombre al
ser roto de un solo golpe, coincidió con el último grito lleno
de desesperación y de horror, que pronunció Magda, quien
desde entonces enmudeció.


—¿Cómo, enmudeció? ¿Qué le pasó?

—Dice Graciela que rápido bajó para auxiliar a su hermana
y que para ello primero tuvo que ayudar a moverse
al señor Enríquez, que al dar el golpe cayó sobre el bandido
y las fuerzas ya no le dieron para levantarse. Después rodó
el cuerpo del agresor que había quedado aplastando a su
hermana en el forcejeo por violarla; y fue entonces cuando
la vio, petrificada; ella no estaba herida, pero sí toda ensangrentada
por la abundante hemorragia y hasta por la masa
encefálica de su agresor que le cubría el rostro, en el que
resaltaban sus ojos que desorbitados se movían en sus
cuencas sin pestañar siquiera y reflejando los horrores
vividos. A la angustia de la violación agrégale que es hemofóbica.

—¿Qué es hemofóbica?

—Que no puede ver sangre, ni suya ni de nadie; y que
cuando la ve, le produce tal molestia que puede hasta privarse.
Como con todas las fobias, se sufre mucho con ellas.
Es una enfermedad que altera el sistema nervioso; no es
miedo por tener miedo a algo… suele ser grave.

—¿Pero, Magda, sigue mejor? 


—¡No, sigue muy mal! ¡Imagina cómo pasaron los tres
esa noche oyendo los desmanes, los gritos, los disparos
y con un cadáver junto a ellos! Tuvieron suerte de que
los Chavistas concentraron su ataque en el centro de la
ciudad, porque ¿qué había hecho Graciela con un herido,
muy valiente pero muy debilitado, y con su hermana, tan
ausente de la realidad que reaccionaba como un fardo?

—¿Y, qué hizo?

—Dice que rezar y rezar, hasta que ya amanecido,
llegaron los familiares del señor Enríquez que se habían
resguardado en la iglesia y fue hasta entonces que los
pudieron atender. ¡Fue un milagro que estuviesen vivos!
El señor Enríquez es sordo de nacimiento y por ello no se
enseñó a hablar; dicen que de joven emitía muchos gritos
ininteligibles, pero con la edad se volvió silencioso; por eso
al recibir el balazo en un hombro, cayó como muerto sin
emitir sonido alguno y eso les valió, porque no lo remataron.
¡Fue pues un milagro que estuviesen vivos! Pero ya
en su casa, Magda no respondió a volver de su ausencia
mental: no hablaba, mantenía sus ojos abiertos sin pestañar,
sin poder siquiera llorar, con la mirada opaca; tampoco
aceptaba comida y ni siquiera quería asearse. De pronto y
sin motivo alguno, se cubría de sudor, temblaba todo su
cuerpo y se le dificultaba el respirar. Total, que después de
una semana así, les aconsejaron llevarla a Guadalajara,
al Hospital de San Juan de Dios, el de los Hermanos Juaninos,
que son especialistas en estas enfermedades de la
mente.

—¿Y, qué ha sabido? ¿Ya está mejor?

—No, creo que no, y ya que la cosa va para largo están
vendiendo su casa aquí para radicar en Guadalajara, cerca
de su enferma. Va ha ser difícil que vuelvan.

—¡Cómo lo siento de verdad! Cada quien tenemos nuestra
propia pena, pero lo de mis queridas maestras es una
tragedia inconmensurable. ¡De verdad que lo siento! 


—A mí también me conmueve ¡Dios les ha de ayudar!
Pero es por esa circunstancia de que ya no cuento con ellas
que, como te dije cuando llegaste, tenía pensado visitarte
mañana… Te voy a pedir que me ayudes como maestra en
lo que termina este curso. ¡Te necesito! 


Me tomó de sorpresa su propuesta, su invitación
a que yo de pronto me convirtiera en maestra aunque
fuera por unos cuantos meses. Sería porque mi mente
y mi corazón aún no asimilaban la situación de las hermanas
Magda y Graciela, que no respondí hasta que no
fui apremiada de nuevo.

—¿Sí cuento contigo? ¿Sí me vas a ayudar?

—¡Claro que si! Desde luego que sí… me servirá mucho.
Yo tengo que pensar en qué voy ha hacer con mi vida, a
qué me voy a dedicar, cómo voy a salir de esa casa. En fin,
tengo muchas interrogantes que estando aquí a su lado,
me será más fácil el encontrar las respuestas acertadas.

—¿Empiezas el lunes? Agradezco tu ayuda, así tendré
el tiempo de preparar tanto la entrega de la escuela, como
el cubrir todos los pendientes de mi cambio a la ciudad de
México. Por cierto, todas las semanas cubriré tu sueldo de
maestra. ¿Será tu primer dinero ganado con tu trabajo? 


Asentí con la cabeza y me apresuré a despedirme
porque se estaba escapando la tarde y empezaba a anochecer.
Ya camino a casa, reflexioné en que yo nunca
había recibido ningún dinero, ningún salario. Doña
Aurora fue muy generosa regalándome ropa, zapatos,
¡hasta perfumes! Más nunca me dio dinero. A mi mamá
sí le pagaba y de ella tenía siempre algunas monedas
para mí. Hasta ahora, en mi vida poca falta me había
hecho el dinero. ¡Nunca ambicioné el tenerlo! De hecho,
con la muerte de mi mamá suspendieron su salario, ¡es
natural! Ella era quien estaba empleada en esta casa y
¡hasta eso!, muy generosamente pagaron a don Marianito
los gastos del funeral.

Mientras apresuraba el paso, la calle de bajadita
me recordó los versitos: “Pa’ las subidas quiero mi burro,
que las bajadas yo me las subo…”. Me sentía ligera de
pies, pero algo que esa tarde había dicho de una forma
espontánea, ahora resonaba en mi mente y angustiaba
mi pecho: “yo tengo que pensar en qué voy ha hacer con
mi vida, a qué me voy a dedicar, cómo voy a salir de esa
casa”.

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