sábado, 10 de septiembre de 2011

María Luisa - Novela por entregas XI - Jaime Alonso Ramos Valencia


En marzo de este año doña Aurora y Asunción se
fueron a Morelia. El tercer embarazo de su hija Aurora
cumplimentaba ya casi los nueve meses y, aunque todo iba bien, había que estar con la hija y recibir el tercer nieto.

Empacaron para prolongar la estancia cuando
menos la cuarentena de la parturienta. Encargaron a
la servidumbre del cuidado de la casa y partieron muy
alegres y confiadas.

Pronto supimos que tenían un niño, un nieto
hombrecito; ¡bienvenido!, decían, ¡ya era justo después de las dos mujercitas! Lo llamarían como su papá: José, y aprovecharían el ya próximo 19 de marzo para festejar tanto el santo del orgulloso padre como el bautizo del recién nacido.

La fiesta sería en grande: decían que un obispo lo
iba a bautizar y que entre los invitados estaba el gobernador,
enemigos en público; amigos en lo privado. Oí
decir a don José la última vez que vino de Morelia:

—¡Imagínese, doña Aurora, en el bautizo de su nieto, a
don Pascual Ortiz Rubio, gobernador del estado, y al Excelentísimo
Señor Arzobispo don Leopoldo Ruiz y Flores,
sentados en la misma mesa y compartiendo con nosotros
el banquete!

—¡Como están las cosas, lo dudo –replicó doña Aurora–;
teniendo en cuenta que los masones están presionando al
gobierno con la ley antirreligiosa; y éste, está expropiando
los bienes de la iglesia y persiguiendo al clero; de verdad no
creo que logres esa reunión!

—Ya ves –agregó la señora–, decían que don Venustiano
suavizaría las relaciones Estado-Iglesia; pero si no están
peor, siguen igual. ¡El gobierno está lleno de jacobinos comecuras!

—¿Igual?, no siguen igual –replicó don José–. El Presidente
Carranza, aún cuando no ha podido modificar la
legislación que provoca el conflicto religioso, sí pudo al menos
moderar su aplicación; y reconoce en el Arzobispo de
Morelia, el excelentísimo señor don Leopoldo Ruiz y Flores,
no sólo al jerarca religioso sino al hombre de carácter
valiente, que ya se ha enfrentado al gobierno y al que le
recriminó públicamente el que le achacaran a la Iglesia un
intento de “golpe de estado” en tiempos del presidente Madero.
¡Claro!, ¡fue en la Dieta Obrera de Zamora!
La actitud de los obispos, que organizaron ese evento
defendiendo a los obreros y sus derechos, hizo que el gobierno
los declarara socialistas, revoltosos; y ahí brilló
la valentía de monseñor Leopoldo Ruiz y Flores!
Pues… ¡Este gran sacerdote es quien va a bautizar a
mi hijo! Y no habrá problema para que asista a la fiesta el
señor Ortiz Rubio.

Y siguió diciendo:

—¡Mire, doña Aurora! El gobernador don Pascual recibió
un comunicado del ciudadano Presidente de la Re-
pública en que le decía: “el clero tiene ramificaciones en
todos los distritos de Michoacán y es el principal enemigo
del Gobierno; están de acuerdo con los rebeldes y hasta les
proporcionan armas; así que recomiendo a usted que de la
manera más activa, enérgica y a la vez reservada, se vigile
a todos y cada uno de los miembros del clero, para saber
con precisión si estos señores en efecto están de acuerdo
con los bandoleros, proporcionándoles noticias, parque y
armas.”
El gobernador cumplió las instrucciones de la Presidencia.
Afortunadamente, por más pesquisas hechas, nada
ha podido esclarecerse respecto a que el Clero ayude en
forma alguna a los revolucionarios. Resultaron infundados
los informes que a ese respecto le proporcionaron al Ciudadano
Presidente, y así se lo comunicó personalmente.
Una vez pasado este evento, don Pascual ha tenido dos o
tres entrevistas con el Arzobispo, discretas pero cordiales.
¡Bien saben que se necesitan ambos! ¡No habrá problema,
cuando nazca mi hijo, para su bautizo con la presencia del
gobernador!

Me di cuenta de que al bautizo también fueron
invitadas algunas familias de Cotija que se movilizaron
a la capital del Estado ¿Quién se pierde una reunión
donde se puede saludar y platicar con autoridades tan
prominentes del Estado y de la Iglesia?

La casa se quedó prácticamente vacía. Desde que
se fue doña Aurora se llevó a la cocinera y a Chabela; y
a la nana de Esteban y a Asunción; también se fueron
el señor Felipe y el señor Martín, ¡toda la familia pues!;
así que la casa quedó encargada a la viejita, doña Lupe,
y atendida en el aseo por otra recamarera, además de
mi mamá y yo.

Los mozos, entre los que fueron a llevar
los coches a Morelia, y entre los que después viajaron
con una carreta cargada de quesos, chocolate y dulces
en conserva, ¡todo para obsequiar a los invitados!, dejaron
también solo el corral, sin ningún animal de monta
o de tiro.

Ya en algunas ocasiones Asunción se había ausentado
por dos o tres días; pero ahora llevaba ya semanas
y faltaban otras más. Sin ella sentí haber recuperado
“mi tiempo”, y lo ocupé para mí sola en tres cosas:

La primera, fue cumplir una promesa que alguna
vez le hice a mi papá. Resulta que a su regreso de uno
de sus viajes en que me trajo más lápices y cuadernos,
me los entregó envueltos en papel periódico. Creo que
era la primera vez que veía un impreso de esos, así que
me puse a leerlo en voz alta; todo hasta los anuncios, y
ahí venía uno ilustrado que decía de las máquinas de
escribir Remington:

—¡Mira, de la misma marca que tu fusil!: ¡Remington!

—¡Sí!, me contestó, la misma fábrica que hace las armas
para defenderse y que otros las usan para matar; fabrican
también esas máquinas de escribir que tanto sirven. Por
ejemplo, con ellas puedes construir un relato, un cuento,
una poesía, una carta.
Me puedes escribir una carta cuando
ande de viaje, y cuando la lea, no importa que tan lejos
esté, te voy a sentir muy cerca. ¡Claro!, la carta puede ser
manuscrita ya que tienes tan bonita letra; pero en las ciudades
donde voy con el Patrón, en las oficinas de los bancos
y comercios importantes, trabajan unas señoritas muy
inteligentes e importantes que en una máquina Remington
escriben rápidamente los documentos; les llaman mecanógrafas.
Algún día te compraré tu máquina y me voy a poner
muy contento leyendo tus cartas, y se las voy a mostrar a
los compañeros y al patrón y a los señores importantes, y
les voy a decir muy orgulloso: ¡es de mi hija!, ¡ella sabe escribir
en máquina!

—¡Sí, papá!, ¡cuando tenga una máquina yo te escribiré
esas cartas!; pero no se las dejes leer a esos señores que
dices, porque en ellas te voy a decir todo lo que te quiero y
extraño.

—¡Yo también te quiero y extraño!; pero, me volvió a repetir,
verás qué cerca te vas a sentir de mí cuando me estés
escribiendo; prométeme que lo harás.

—¡Claro que lo haré!

De vivir, pienso, mi papá habría cumplido su promesa
¡Siempre lo hacía! Pero ya no tuvo tiempo de comprarme
mi máquina… Cuando llegamos de la Estancia
de Arriba vi en la biblioteca una máquina de escribir,
que de cuando en cuando la usaban tanto el señor Felipe
como su hermano, el señor Martín.

El que la manejaba muy bien, y sí escribía
con todos los dedos de la mano y a gran velocidad,
era el abogado don José Martínez, esposo de la señora Aurora;
pero lo que es a los niños, a Esteban y a Asunción,
la máquina no les atraía sino para jugar con ella.
Recuerdo que una vez se pusieron ambos a aporrear
cada uno una tecla, hasta que entramparon el carro
y rompieron la cinta entintada.
¡Regañada que se llevaron!

Cuando escuchaba que alguien estaba tecleándola,
yo me acercaba con curiosidad a observar su manejo,
y lo hacía con el interés de, algún día, yo escribirle
a mi papá la carta prometida; y ahora que disponía de
toda la casa, también disponía sin que nadie me lo impidiera
o llamara la atención, de la máquina de escribir
Remington.

Dos días estuve probando a teclear adecuadamente:
observé la disposición de las letras del alfabeto
en un orden distinto al A B C D aprendido; descubrí el
espaciador, la tecla de retroceso, la palanca para rotar
el rodillo, las palancas fijadoras del papel, la tecla para
las mayúsculas; cómo el carro recorría, una a una, la
distancia de un espacio para cada letra, hasta que llega
al tope del margen derecho. En fin, que fueron muchas
hojas de papel de ensayo para decidirme a ya empezar
con “mi carta”.

Al tercer día, ya por la tarde, con la casa “remachada
por dentro”, como decían cuando se corrían los
aldabones y se fijaban las trancas en puertas y ventanas;
con mi mamá recostada en su cama, y doña Lupita
y la recamarera platicando en el segundo patio a la
sombra del naranjo, fumándose cada una con deleite
un cigarrillo, un humo que me hacía toser. Yo me encerré
en la biblioteca, concentrada en lo que iba a escribir.
Tenía ya una fuerte emoción en mi pecho y aún
no sabía ni cómo iba a empezar mi carta y qué le iba
a decir. Sentada frente a la máquina ¡por fin empecé a
teclear!

Querido papá:
Es tan fuerte tu presencia en este momento ¡aquí, conmigo!
Que no necesito ni fechar esta carta, ni señalar lugar a
donde enviarla. No tiene sentido el hacerlo cuando es tan
vívida tu fuerza y alegría junto a mí.
Creí que me pondría melancólica y triste al escribirte,
pero recordé lo que me dijiste: “pero verás que cerca te vas
a sentir de mí cuando me estés escribiendo”
De verdad que es cierto; es como dice una canción que
oí alguna vez: “ningún lugar está lejos, no habrá un espacio
vacío ni tiempo para el olvido, estando en mí tu recuerdo…”.

Ya era de noche cuando terminé de escribir mi carta
y con ella en la mano se la fui a mostrar a mi mamá;
me la pidió…, la leyó en silencio; luego me pidió que yo
se la volviera a leer, y cuando lo hice ella cerró sus ojos,
ya humedecidos, de donde le empezaron a rodar por
sus mejillas las lágrimas que enjugaba con sus manos.
Terminamos las dos llorando, mas no tristes. Nos sentíamos
íntimamente unidas, abrazando a mi papá.

Así cumplí con la primera tarea que me había propuesto
a mí misma.

La segunda de las tres cosas que me prometí hacer,
fue coser en la máquina Singer mis propios vestidos.
Escogí los modelos, compré las telas, la tira bordada,
los listones, los botones y los broches; corté los
patrones, y por primera vez y sin ayuda, repetí lo que
había visto hacer: colocar el carrete de hilo en el cabe-
zal, ensartar la punta a la aguja, abrir la base, extraer
la bobina, cargarla de hilo y volver a ponerla en su lugar;
luego, alinear las telas a unir, presionarlas con la
guía y, con la mano izquierda, mover la manivela, y con
la derecha cuidar el avance y dirección de la costura.
Fueron para mí los vestidos más bonitos que hubiera
yo soñado: ¡hechos por mí, en máquina!, ¡en máquina
de coser!

La tercera cosa fue ¡asaltar la biblioteca! Con
Asunción todas las tardes pasábamos algún rato en la
biblioteca leyendo los libros del estante que eran “propios”
para jovencitas. En la Escuela, con la idea religiosa
de acercarnos a la “salvación de nuestra alma”,
la instrucción en general consistía, más que en leer, en
memorizar El Catecismo, y para ello, leer y releer en voz
alta su texto, hasta que lo pudiéramos repetir de memoria
y de un tirón.

Luego, las lecturas recomendadas,
tanto en la escuela como en la casa, fueron: Libros de
vidas de santos; Manual de urbanidad y buenas costumbres,
de Carreño; Libros de viajes y aventuras; Cuentos
de Grimm; Los pescadores de ballenas, de Salgari; Viaje
por las Cinco Partes del Mundo, de Campano.

De verdad que me aficioné a la lectura; pero, un día,
a las adolescentes del pueblo nos citaron en la Parroquia
para unas “pláticas de formación”.

El orador fue un famoso canónigo
venido de Zamora. Duraron tres días; por la tarde
de las cuatro a las seis, y luego se rezaba el rosario. De
todo lo que se dijo, me quedó grabado su discurso:

Las mujeres son fantasiosas, emocionales, frívolas, poco
reflexivas y fáciles de los estímulos eróticos de las historias
románticas. ¡No lean libros que corrompan el corazón, que
sean irreligiosos o inmorales!

Muchos de esos libros de romances y de dramas llegan
todos los días hasta nosotros del extranjero, y en su mayoría
son basura que corrompe las buenas costumbres; son
monstruosos abortos de una literatura sin religión y sin
moral. Con su venta obtienen tal fortuna que, sobre agotarse
en un instante las remesas del extranjero, se reimprimen
aquí en folletines de los periódicos.

Son libros detestables que no deben comprar y menos
leer y releer, con el más escandaloso desprecio de la Autoridad
de la Iglesia que se los prohíbe.
Su discurso promovió en mí la curiosidad; el deseo
de la lectura de “lo prohibido”. Los folletines de los
periódicos no los conocía; a lo mejor ni llegaban a Cotija.

Los libros censurados por aquel sacerdote formaban
parte de la biblioteca de la casa; se guardaban en
los espacios más altos del mueble, como para no estar
tan al alcance de los niños. ¡Y que, con la ausencia de
la patrona y su familia, estaban ahí a mi disposición!
Cuestión de subirme a un taburete… ¡y ya!

Recuerdo las Obras Poéticas de Campoamor; las
Rimas de Gustavo Adolfo Bécquer; Contigo, Pan y Cebolla,
del dramaturgo Manuel Eduardo de Gorostiza… Por
cierto esa obra me incomodó porque la protagonista,
que es pobre, rechaza al pretendiente rico, y éste luego
simula haber perdido todo, para conquistarla. Pensé
que yo podría también caer en una trampa así… Sí me
gustaron, y mucho, Novia de Vacaciones y Flor de Durazno,
de Hugo West.

Estas lecturas nunca me hicieron sentir estar
rompiendo con la moral ni con las leyes divinas; tan fue
así, que me llevaba los libros y se los leía a mi mamá,
quién en esos días sufría un fuerte decaimiento en su
salud y casi no salía de su habitación.
La ausencia de los patrones era ya por más de
cuatro semanas, y la verdad que empezaba a sentir el
gusto por hacer lo que yo quería; de dedicar mi tiempo
sin estar supeditada ni a la señora Aurora ni a su hija
Asunción. Poco salía de la casa; iba al templo, al mercado,
ya que yo hacía los pequeños mandados: a la tienda
de don Pancho, donde tenía de todo, y el departamento
de telas y mercería lo atendía una de sus hijas.

Ella se portaba muy comunicativa conmigo, preguntándome
sobre Martín. No era un interés simple, era un verdadero
amor platónico por el joven comerciante de la familia,
que no paraba viajando de ciudad en ciudad, atendiendo
a los clientes de su padre fallecido. Me daba pena el
verla con una ilusión que no era correspondida.

Aún cuando estábamos tan lejos de Morelia, ese
l9 de marzo, día del bautizo y la gran fiesta, no pasó
desapercibido en Cotija. No acababa de amanecer y de
abrirse en todo su esplendor el azul del cielo, cuando
éste era marcado con las estelas de fuego de cohetes que
estallaban anunciando la fiesta del Señor San José. El
barrio de El Llano se encontraba engalanado con lazos
y guirnaldas de papel de china, y el pueblo se congregaba
a la misa de siete. Era miércoles, pero la gente vestía
muy “endomingada”.

(Nota del editor: para que el blog le muestre todos las entregas de la novela en una sola página, pulse con el cursor del ratón en la parte de abajo de esta Entrada, en donde diceEtiquetas: María Luisa novela por entregas Jaime Alonso Ramos Valencia).

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