domingo, 29 de mayo de 2011

María Luisa - Novela por entregas VI - Jaime Alonso Ramos Valencia

 Lunes 6 de diciembre de 1918, a las 16:25 hrs.

Mientras la carreta seguía rodando por el camino, el
grupo de aspirantes a la vida religiosa, para amortizar
el tiempo del recorrido, empezaron a cantar. María Luisa
no lo hizo y por lo mismo la compañera de al lado la
tocó con el codo y le dijo:

—Despierta, pareces “ida”…

María Luisa volteó a verla; y ahora no cantó con
ellas, pero sí sonrió a su compañera.

Resonó la voz en mi interior; estoy “ida”, ida en
mis pensamientos porque, como si hubiese sido ayer,
ahí en mi mente está vívida la imagen de doña Aurora
que de pronto, al fijarse en mí, le dice a mi mamá:

—¿Tú eres la viuda de José?
—Sí. María Fernández, para servirle. José fue mi compañero.
—Tú y tu hija se van a venir a vivir conmigo al pueblo.
Van a estar bien. Junta tus cosas, no lleves ni trastos ni
cobijas, solo tu ropa y la de tu hija y los recuerdos personales.
Las voy a proteger porque mi marido me habló siempre
de lo noble y leal que fue tu José. Se van conmigo, date
prisa.


Mi madre mezcló su tristeza con una sonrisa de
agradecimiento, y sin preguntar nada, sólo asintió con
su cabeza y tomándome de la mano fuimos a reunir
nuestra ropa y demás pertenencias, ayudadas por una
vecina a quien le regaló la ropa de cama, las cazuelas,
las ollas, y le encargó le guardara unos cuantos muebles
que algún día, pensó, volvería por ellos. Nunca más
volvimos a La Estancia de Arriba.

Había que darse prisa hasta para despedirse de
toda aquellas personas, vecinos con quienes convivimos
en las buenas y nos acompañaron en las malas. Nos indicaron
subir al segundo coche (luego supe que a esos
vehículos les decían diligencias).

Estaba atardeciendo cuando llegamos a Cotija; de hecho
el sol no terminaba de ocultarse y las sombras lentamente
cobijaban en gris las calles del poblado. Todo para mí
era nuevo: su templo, la casa parroquial, la plaza jardinada,
los edificios que la rodeaban, y ahí, sólo al voltear la calle
principal, a media cuadra, estaba la casa de la patrona.

El coche donde iba ella y sus hijos entró por el portón
principal; el segundo carruaje, con mi madre y yo como
únicas pasajeras, siguió hasta dar vuelta a la manzana
y entrar por la puerta de los corrales.

Cuando descendimos y tomamos nuestras cosas,
las sombras grises nos dieron la bienvenida en aquel
gran espacio empedrado; con sus caballerizas y tejaba-
nes de resguardo para coches y carretas; y temerosas
caminamos, guiadas por un mozo, a un segundo patio
que nos recibió con los aromas de azahar de un naranjo
y un limonero cuyos troncos se alzaban sobre el embaldosado.

Estaba rodeado de varios cuartos: el almacén
con costales de arroz, maíz, frijol, etcétera. La despensa
con anaqueles llenos de frascos de conservas y botes
con azúcar, piloncillo, cacao, canela, harina de trigo,
etcétera. Y, apilados sobre mesas o colgados de techo y
paredes, las diferentes vasijas para cocinar. La cocina,
por cierto, se alineaba con el almacén y la despensa.
Frente a estos cuartos, patio de por medio, estaban las
habitaciones del servicio y el escusado de pozo.

Después del viaje a mí me apuraban las ganas y
se lo dije a mi mamá. Cuando entramos a aquel cuarto
y vi una cajón alargado con cuatro agujeros y con
la altura de una banca, me angustié; pero mi mamá,
levantándose la enagua y bajándose el calzón, se sentó
en uno de los agujeros, y me señaló otro a su lado para
que yo lo ocupara. Y ahí lo hice por primera vez de una
manera civilizada; yo, que siempre tuve la libertad del
campo con el viento barriendo los malos olores, soportaba
ahora esta nueva experiencia en medio de una atmósfera
pesada y nauseabunda.

Después de eso nos llamaron para decirnos en
qué cuarto de la servidumbre íbamos a instalarnos; nos
asignaron a uno que compartiríamos con doña Lupe,
una viejita calladita que había sido la cocinera principal
y que ahora, por sus reumas, un día salía y otro no.

Fuimos a la cocina donde nos presentaron con las
demás personas del servicio de la casa, quienes nos recibieron
muy afectuosamente y se expresaban con mucho
cariño de mi papá José, a quien conocieron muy
bien.

—Los patrones querían mucho a tu papá –me dijeron–,
cuando llegaba de viaje siempre lo sentaron en su mesa. 

Los demás empleados, así fueran mayordomos o encargados
de rancho comían con nosotras, aquí en la cocina. Sin
embargo, el señor José muy amable y atento nos saludaba
y agradecía los alimentos, y ¡volaba a La Estancia para reunirse
con ustedes! Por tarde que fuera nunca se quedaba
a dormir aquí.


Cenamos con ellos y con ellos compartimos la nostalgia
del los ausentes: el patrón Felipe y su siempre fiel
acompañante José. La plática se alargó y tuvo la magia
de hacernos sentir unidos, protegidos por estas personas
buenas y solidarias. Teníamos recado de la señora
para que nos presentáramos con ella hasta la mañana
siguiente…

Nos retiramos a descansar. En mi corazón llevaba
la cordialidad de estas gentes con quienes ahora conviviríamos;
sin embargo esa primera noche fue llena de
angustia. Me oprimía dormir entre cuatro paredes. Extrañaba
los ruidos de las aves nocturnas, de los roedores
del campo; todo aquí estaba en silencio y tanto
silencio me inquietaba.

Compartía con mi mamá una cama ancha, de madera fina,
con su cabecera labrada; debió de haber estado en alguna
de las habitaciones de los señores, y ahora la disfrutamos
en los cuartos de servicio. Igual que la otra cama que amueblaba
la habitación y ocupaba doña Lupe; que era un poco más
angosta y de metal; y todavía brillaba el tubo de latón
con que estaba construida. La viejita dormía ya en ella.
A la luz de las velas de sebo, su rostro surcado por los
años, los pómulos salientes, sus mejillas hundidas, reflejaba
de todas formas serenidad; tenía una respiración
imperceptible, tanto que, a ratos, creí que estaba
muerta.

También esto me angustiaba, hasta que por el
cansancio del viaje y las emociones de aquel largo día,
quedé agotada y bien dormida. Pasada la media noche
un tremendo ronquido irrumpió mi sueño: la viejita, la
silenciosa, la callada, de pronto se estremecía roncando
y lo hacía con una fuerza inaudita en alguien tan débil
y frágil como ella. Pero unos momentos después se acomodó
dándose la vuelta en la cama y… volvió a oprimirme
el silencio.

Me gustaba el olor de la ropa de cama:
sábanas, cobijas, almohadas olían a limpio, a jabón;
ciertamente me había acostumbrado a que mi ropa y la
de mi cama permanentemente tuvieran un olor a humo:
casi cocinábamos y dormíamos en la misma habitación
donde los leños humeantes saturaban el ambiente.

Igual que en el rancho, los gallos al amanecer me
despertaron, y se empezaron a oír también las diferentes
voces de los trabajadores; nos vestimos y salí con
mi madre al patio y luego al corral donde, en una gran
pila cincelada en piedra volcánica, rebozante de agua
serenada, todos se aseaban; los hombres con el torso
desnudo que sumergían de la cintura para arriba, inclinándose
sobre el bordo, y las mujeres que con jícaras
refrescaban su rostro y lavaban también sus brazos y
algunas sus pies.

Mi mamá cuidó que yo me aseara
bien y luego peinó con mi pelo una trenza; me hizo limpiar
mis zapatos y vestida con mi mejor ropa fuimos al
primer patio de la casa a buscar a la señora Aurora.

Nunca imaginé una casa así, tan grande, tan bonita.
El patio estaba rodeado en sus cuatro lados por
amplios corredores y en ellos muchas plantas en macetas;
parecía un jardín, y luego , abierto al pasillo de la
entrada principal, el despacho del patrón con su gran
escritorio y sus estantes llenos de libros; la sala lujosamente
amueblada y hasta con un piano; varias recámaras,
la principal, las de los hijos y las de las visitas; un
comedor con una mesa muy grande y otro más chico
que era el que usaban a diario y conectaba con la cocina
que formaba parte del segundo patio.

Nos encontró la señora que en ese momento se
disponía a salir a misa. Le acompañaba una de sus hijas,
una niña de mi edad.
Sin saludar pero sí con cierto afecto y admiración,
lo primero que nos dijo fue:

—Venía a recomendarles que se asearan, pero ya veo
que lo hicieron; les voy a enseñar dónde se pueden ustedes
bañar.


Y adelantándose con su hija, que me veía con
curiosidad, volvimos al segundo patio donde abrió la
puerta de un cuartito. En él había un depósito para
agua, unas cubetas y una tina grande, todo de lámina
zincada; había también un fogón y a su lado, bien acomodada,
una trincha de leña.

—Aquí, dijo señalando el fogón, pueden calentar un
poco de agua y templarla con la demás, para, a jicarazos
sobre la tina, bañarse. Acostúmbrense a hacerlo cuando
menos dos veces por semana.


Desde que yo recuerdo, siempre mi madre me había
acostumbrado al baño. En la Estancia de Arriba
siempre lo hicimos al aire libre, en un arroyuelo que
pasaba a unos metros de la casa grande y donde todas
las mujeres del rancho lavaban su ropa.

En tiempo de lluvias el agua se achocolataba de tanta tierra topurosa
que arrastraba; era entonces que subíamos una loma
para llegar a una barranca donde en uno de sus costados
nacía un manantial, de aguas siempre cristalinas,
en un chorro que al caer de una altura de sólo tres o
cuatro metros había cavado un foso, que era nuestro
estanque. Ahí era donde los niños del rancho y hasta
las personas mayores disfrutábamos, gozosos, el bañarnos
en el chorro y en nuestro estanque.

—Veo que usas calcetines y que aseaste tus zapatos,
dijo la patrona mirando a mis pies.


Yo asentí con la cabeza pensando que mi madre,
siempre silenciosa, le podía haber informado que nunca,
en el rancho, me permitió andar descalza, que todas
las mañanas lavaba, igual que ella, mis pies, y que
siempre me obligó a usar también calcetines; zapatos y
calcetines para mí, zapatos y medias de popotillo para
mi mamá; eran los regalos de mi papá al regresar de
sus viajes.

—Tú, María Luisa, le dijo a mi mamá, te vas a hacer
cargo de lavar y planchar la ropa, tanto manteles y servilletas
como ropa de cama, y sobretodo la ropa de vestir.


Diciendo esto salió del baño de la servidumbre
rumbo al corral o tercer patio. Ahí, en una de sus esquinas,
había un tejaban que resguardaban los lavaderos
con sus piletas llenas de agua. Adosado al ángulo que
formaban dos muros se había construido un fogón, y
sobre él, un caso de cobre; también estaba abastecido
de trozos de leña para hacer una buena lumbre.

—Entre tus obligaciones, le siguió diciendo la patrona
a mi mamá, es que cada que se necesite prepares el jabón
amarillo. Es fácil, aquí mismo están los ingredientes, y la
fórmula, y el procedimiento es muy sencillo. Mira, en ese
caso de cobre pones a calentar el agua, en él echa la cal y
la sosa en las cantidades indicadas y deja que hierva batiendo
bien la mezcla; después que se enfríe y se asiente
podrás decantar la lejía. En este otro recipiente derrites el
sebo, la resina y el aceite de palma, y ya bien caliente

agregas la lejía, mezclas los dos líquidos integrando la masa
resultante, la que se pone en moldes a enfriar y luego se
corta en panes; ese es el jabón amarillo.


Mi mamá siempre callada, tuvo como un gesto de
“no lo voy a poder hacer”, que la señora percibió.

—No te apures, le dijo señalando una alacena adosada
al muro; mira, tienes muchos panes y cuando lo necesites,
habrá alguien que te enseñe a hacerlo.


Mi mamá no solo respiró aliviada sino empezó,
igual que yo, a sentir el respaldo de alguien en quien
podíamos confiar.

Fue después de esto que la niña, su hija, quien
siempre se mantuvo silenciosa a su lado, dicen que por
la ausencia de su padre se volvió taciturna, dejó oír su
voz tímidamente.

—¿Ya puedo jugar con la niña?
—¡Sí, mi hija! Ella va a ser tu compañera no sólo de
juegos sino de escuela; mañana la vamos a llevar con tu
maestra para que le enseñe a leer y escribir.


La voz autoritaria de la patrona se hacia sentir,
disponiendo de mi vida y de mi educación; mi mamá,
viendo lo feliz que me hizo aquella proposición, no tuvo
réplica alguna, mucho menos cuando me oyó exclamar.

—¡Leer, escribir, hacer cuentas! Yo, ¡ya sé! Mi mamá me
enseñó. Mi papá me traía libros, cuadernos y lápices, y una
pizarra también.


La señora quedó más sorprendida de que mi mamá
supiera leer y escribir y de que me hubiera enseñado, y,
viéndola gratamente, le dijo:

—Eres la única persona en el servicio de esta casa que
sabe leer y escribir. A Lupita, la viejita que comparte tu
habitación le va a dar mucho gusto. Unos nietos que tiene
en los Estados Unidos le escriben de cuando en cuando.
Yo leo las cartas para ella, pero me pide que lo repita una y
otra vez. Ahora tú me vas a ayudar a leérselas. Y tú, Maria
Luisa, me dice, así que tienes muy aventajada la escuela;
espero que puedas estar en el mismo grupo que mi hija
Asunción. ¡Ve con ella, ahora que van a ser compañeritas
empiecen a jugar juntas!


Yo estaba muy chica para comprender que de
pronto alguien estaba arreglando mi vida. Mi papá había
muerto y mi mamá, que daría su vida por defenderme,
sacrificaba ahora sus sentimientos y autoridad
materna ante la oportunidad que se me estaba presentando;
sobretodo porque, cuando me habían nombrado
compañerita de Asunción, ésta cambió su tristeza por
una sonrisa que le volvió la alegría al alma. Estoy segura
que mi madre pensó: “les va a servir a las dos”.

Cinco fueron los hijos del patrón: Felipe, entonces
de veintidós años y que con la muerte de su padre in-
terrumpió su carrera de Leyes para administrar la Estancia
de Arriba; Aurora, casada con un abogado y prominente
político, señora joven que a sus veintiún años
tenía ya dos hijas; Martín, que antes de dejar la adolescencia
abandonó la escuela, no le gustaba estudiar,
pero traía en la sangre la habilidad del comerciante,
ahora administra el negocio de compra-venta que tan
exitosamente llevaba su padre; Esteban era el cuarto
hijo que sólo tenía once años; y, por último, Asunción,
de casi diez años, unos meses mayor que yo, quien al
ponerse a mi lado y tomarme de la mano para irnos a
jugar, hizo exclamar a su mamá:

—¡Están del mismo tamaño y talla! Vamos de una vez
por alguna ropa nueva y seminueva, toda le va a servir
para la escuela.

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