domingo, 24 de octubre de 2010

Por cuento propio II




Insomnio
por Jaime Ramos Méndez

Constantemente la madrugada me encontraba absorto en el desdoblamiento de persistentes pensamientos, sin el refugio de una hoja de papel blanco, ni lápiz, ni pluma, ni nada para escribir mis obsecadas obsesiones.

La quietud de la noche y la oscuridad. Mi habitación como un calabozo. Las calles desiertas. La almohada que quema. Mis pies, sudando. El humor de mi cuerpo impregnándolo todo. El regaderazo de la mañana nunca ha estado tan lejano.

Nunca me convencí de contar ovejas. Ni siquiera las que abundan en cualquier mitin.
Me hubiera entretenido más recontarme la historia de las mujeres de mi vida, pero después de todo fueron pocas y ya no contaba con ninguna de ellas.

Si hubiera estudiado filosofía podría emprender un largo proceso reflexivo, cuidando al detalle los cánones de la más estricta lógica para desentrañar, en lo que restaba de la noche, por ejemplo la posibilidad científica de comprobar la existencia de Dios, pero mi certificado de Primaria dice que no doy para tanto.

Si al menos hubiera un televisor en mi cuarto jugaría a la ruleta rusa con el control remoto y los canales disponibles. A la mejor me encontraba con algún canal erótico; a la mejor con alguno en el que un grupo de amigos compartieran una copa; posiblemente algún otro en el que una pandilla “tomaba las calles” y se adueñaba de su ciudad... En todo caso, y en mi situación de esta madrugada de insmonio, el efecto de cualquiera de esas posibilidades sería fulminante. Con un poco de suerte, mi agonía se prolongaría hasta el alba deambulando entre noticieros de malas noticias y películas insulsas en las que los buenos ganan y son felices para siempre.

Si al menos encontrara a la mano una coladera que no dejara pasar hasta mí mi colección de problemas cotidianos y a futuro... Una especie de condón contra el Virus de la Inmunodeficiencia-emocional Adquirida.

¡Qué bien trabajan los relojes! Marcan un segundo y luego el otro y un tercero y así sucesivamente hasta llegar al infinito más remoto del tiempo. Me pregunto si en un reloj de arena cualquier insomne común y corriente puede percibir cómo cae cada grano como yo, ahora mismo, las fracciones de segundo en el cuarzo implacable de mi despertador electrónico. Al menos la tecnología digital nos ha librado del tic-tac.

Es obvio que estoy despierto. Mi cuello molido me lo recuerda aún, sin cesar.

¿Cuántos músculos hay allí? En un pollo no son muchos y son ínfimos, pero qué ricos saben. Ruñir es, definitivamente, uno de los placeres gastronómicos más orgásmicos. Eso bien lo saben los gatos y, casi como una paradoja, los ratones. me pregunto si esos animales tienen insomnios.

Ese pescuecito de pollo en mole... O en salsa verde... O... ¡Qué lejos estoy todavía, en esta madrugada interminable, del puestito de almuerzos de aquella esquina callejera en donde el demonio de la gula tiene su guarida! No cabe duda alguna: el enemigo principal de todo insomne, anónimo o no, es su estómago. Traicionero. Y también las tripas. Cómplices.

Parece que por fin amanece. Una luz, aún tenue, con tono de presagio, anuncia por fin el fin de la noche. Si al menos no estuviera despierto y en cambio estuviera soñando. Incluso con alguna pesadilla que de veras me pusiera los pelos de punta. No sé. Tal vez con una crisis nacional.

(Texto originalmente publicado en el Semanario Guía de Zamora en abril de 1995. Imagen: fotografía de Antonio Gabriele obtenida en Internet).

No hay comentarios:

Publicar un comentario