Un ruido diferente y ensordecedor me alarmó; de pronto el rodar del tren se volvió estridentemente metálico; la señorita Leonor me advirtió:
—Estamos pasando por el puente de fierro de El Llano, que cruza el río Duero; eso quiere decir que estamos ya muy cerca de Zamora. Conviene que nos levantemos y vayamos a donde están las compañeras.
Así lo hicimos. Fue emocionante caminar los
pasillos con los coches en movimiento y cargando los
velices. Fue emocionante el cruzar de un coche al otro
recibiendo la ráfaga del aire frío de una mañana de
diciembre. Como algunos pasajeros habían ya bajado,
sobre todo en Estación Moreno, pudimos sentarnos con
nuestro grupo que viajaba muy animado por ya pronto
llegar a su destino. Sólo yo seguiría más adelante. Y
así a través de un valle de tierras bien cultivadas apareció
Zamora; un gran caserío y destacando las torres
de sus múltiples iglesias ¡Hasta una Catedral hay! Y
¡qué grande la Estación del Ferrocarril! Los andenes de
carga y descarga de mercancías. El maquinista alineó
los coches de pasajeros con la sala de espera, separándolos
del resto a fin de hacer una maniobra para dejar
en otras vías algunos de los carros de carga y enganchar
otros. Esto me dió el tiempo para despedirme del
grupo que bajó del tren para subir a otro más chiquito
y tirado por mulas mansas: le llaman tranvía.
Teníamos estacionados más de media hora.
Ya habían subido nuevos pasajeros, sin embargo los
carros se ven semivacíos. Me estaba acostumbrando a
las sacudidas con las que el tren hace el movimiento
de enganchar y desenganchar los diferentes vagones
de carga. El coche donde antes viajé, estaba más desocupado;
así que tomé mi maleta y avancé los pasillos
para ocupar el mismo asiento que ocupé con la señorita
Leonor. Al cruzarme con un grupo que apenas se está
acomodando, escuché a una señora que advirtió a su
familia:
—¡Cierren las ventanillas! No vaya ha haber “colgados”
de los postes del telégrafo ¿Te acuerdas? Fue antes de llegar
a la Estación Falcón que estaban los cuerpos putrefactos
de dos bandidos, meciéndose al viento. ¡Qué feo olor invadió
todo el tren!
—Sí… es repugnante; pero han disminuido los asaltantes
de caminos y los robavacas. ¡Para eso los dejan exhibiéndolos
colgados!
Por el frío de diciembre y porque es una hora todavía
temprana de la mañana, eran pocas las ventanillas
abiertas, entre ellas la que correspondían a mi asiento;
así que mejor la cerré ¡No quería volver ha percibir en
mi olfato el nauseabundo olor de los cadáveres, que
impregnó mi cuerpo y mi mente cuando en el funeral de
mi mamá y de los victimados por Inés Chávez, tuvieron
por mortaja un petate que no aislaron los acres fluidos
de la muerte!
Por fin dejamos Zamora y partimos rumbo a Yurécuaro.
Los asientos a mi alrededor no estaban ocupados.
Vi a un señor que se parecía a don José Martínez,
el esposo de la señora Aurora, pienso que ha de ser
abogado como él; tan pronto como arrancó el tren, sacó
de sus bolsillos un pequeño libro y estuvo absorto en su
lectura.
Este para mí era el momento que había estado
esperando para volver a leer la carta de mi mamá. Tuve
miedo de volver a llorar, tuve miedo de delatar mis sentimientos
encontrados si la releía estando aún con el
grupo de aspirantes. Por primera vez quería ser egoísta
con todo lo que para mí representaba ese último testimonio.
No quería compartir con nadie esos secretos tan
íntimos de mi madre. Y pensando en todo esto, busqué
el sobre, desdoble sobre mis rodillas las hojas manuscritas
y empecé a leer:
Querida hija María Luisa:
En mi vida he tomado siempre con valentía mis decisiones;
pero ninguna me ha costado más trabajo y más esfuerzo
que el escribir esta carta. Las razones las comprenderás al
leer su contenido.
Es innegable el amor que guardas para tu papá y el que
me tienes a mí. La manifestación más pura del amor es la
confianza, y tú has confiado siempre en tus padres. Has
confiado tanto que nunca has preguntado ¿Quiénes somos?
¿De dónde venimos? Ni de niña, ni de adolescente, ni ahora
que eres una bella señorita.
Es indudable también que has crecido libre y sin prejuicios.
Que en estos tiempos de guerra y revolución tu seguridad,
tu tranquilidad, tu amor a la vida, no se ha alterado,
sino fortalecido. Entonces, ¿qué me inquieta? ¿Qué me tiene
tan preocupada y aprehensiva al escribir esta carta? Es un
secreto… Es que tu papá y yo, para sobrevivir, decidimos
guardar un secreto; mismo que ahora debo de revelarte.
El acuerdo con tu papá fue el que no diríamos nunca a
nadie una parte de nuestras vidas; por supuesto no hay
nada vergonzoso, pero son hechos que nos marcaron incomprensiblemente
al juzgarnos injustamente, con un rechazo
incluso de nuestros familiares, con un acoso permanente; y
más aún, con persecución y amenazas de muerte. Ello nos
obligó a ser reservados.
¿Cómo te sentirías de que alguien, algún día, te dijera:
“tu madre fue una monja que se fugó del convento por el
amor a un soldado?” o que “¿tu padre fue un cobarde que
desertó del ejército?” Pues con ambas frases más de una
vez nos ofendieron, y para colmo el vituperio fue de nuestra
gente, de familiares, de nuestra propia sangre.
Los años han pasado. La muerte de tu padre y la proximidad
del fin de mi vida, que estoy consciente que este tumor
en mis entrañas ha de provocar en poco tiempo, resuelven el
problema respecto a nosotros dos. Pero tú, ¿cómo quedas si la
maledicencia algún día vierte sus rumores e insidias sobre ti?
¿Cómo reaccionarás cuando agraviada y sin saber cuál es
la verdad, te preguntes: ¿por qué no me lo dijeron?
Esta es mi historia: mi padre, originario y vecino casi
toda su vida de Santa Inés, se casó con mi madre, una joven
de Tlazcala, cuando él ya casi era un anciano. Fue su tercer
matrimonio y de esa unión nací yo, su única hija. Del primer
matrimonio había tenido también sólo una hija; mi media
hermana Margarita, que conmigo teníamos una diferencia
de edad de cuarenta y un años. Con su segunda esposa,
por cierto hermana de la primera, tuvo diez hijos. Él era
labriego, cultivaba su propio terreno que con tanta familia le
quedó chico, sobre todo cuando sus hijos crecieron. Siendo
ya un hombre de edad volvió a enviudar; al mismo tiempo
se sentía cansado del trabajo del campo, por lo que encomendó
a sus hijos esa labor. Pero él no se sentó en su casa
a esperar morirse. Acababa de enviudar por segunda vez;
sus hijos ya crecidos, casi todos se habían casado y hacían
su vida por aparte; las solteras eran sólo dos mujeres que,
amargadas, se hacían entre ellas la vida imposible, afectando
por supuesto a quienes las rodeaban.
Por todo ello, un día tomó sus ahorros, que no eran
muchos, y decidió “hacer la legua”. Con un comerciante del
pueblo se fue a la Ciudad de Los Palacios, y ya estando
ahí, la emprendió sólo hasta Tabasco. Su primogénita, su
hija Margarita, consagrada desde hacía muchos años a la
vida religiosa, vivía en un convento ubicado en un poblado
del sureste: “donde se juntan el Usumacinta y el Grijalva” ;
tenía años sin verla y la soledad le avivó el deseo del reencuentro.
Y se dio el reencuentro no solo con su hija primogénita,
sino con la vida misma. A los afectos filiales se aunó la magia
de una tierra maravillosa que afinaba los sentidos, pese a
la atmósfera vaporosa y tórrida que obligaba a dormir en
hamacas y a protegerse del candente sol con un sombrero
de mazatequa.
Contemplaba el mar del Golfo, lo mismo que remontaba
en un “cayuco” las corrientes de los dos grandes ríos, o navegaba
las tranquilas aguas de los pantanos de Centla. Saboreaba
los frutos tropicales como el mango, el nanche y los
plátanos; bebía vasos de tascalate, una bebida de chocolate
con piñones, achiote, vainilla y azúcar... Comía pescados y
mariscos cocinados con coco, y su plato favorito fue el pejelagarto,
un pescado con cabeza de cocodrilo, sazonado con
chile amoshito y limón; además del pato silvestre, el venado
y el faisán. ¡Ah!, y carne de mono en adobo.
Y su vida transcurrió entonces recorriendo las aldeas
de pescadores, en caminos que compartía con lentos quelonios,
tortugas de pasos cortos y cansados, o con cangrejos
azules; o por veredas de la selva tropical que, entre sonoros
y parlanchines loros, le llevaban a conocer a los pobladores
de esa región mágica que es Tabasco. Admiró de los ribereños
la habilidad con la que elaboran objetos con la piel del
pescado y del sapo, y broches y peinetas fabricados con
escamas del sábalo. Y como su dinero se estaba agotando,
invirtió sus últimos recursos en comprar de estas artesanías
y llevarlas a comerciar a la Ciudad de México; intento que le
resultó muy exitoso, porque si bien el negocio no lo enriqueció,
sí le dio la tranquilidad de sostenerse sin depender de
nadie.
Las visitas a su hija Margarita eran frecuentes y muy
reconfortantes; hasta la religiosa le pedía que buscara un
tercer matrimonio, ya que ahora su físico, a sus sesenta
años, irradiaba plenitud. El consejo no cayó en oídos sordos,
así que a nadie en el convento se sorprendió al verlo llegar
con una treintañera, soltera, indígena de finas facciones,
originaria de Tlaxcala, llamada Teutila y a quien doblaba en
edad, presentándola como su futura esposa; y con la que en
efecto, pronto se casó.
Antes de un año la señora Teutila quedó embarazada,
situación que complicó su salud ya que el clima caluroso y
húmedo de Tabasco la habían enfermado. Como en Tlaxcala
ya no tenía familiares, la solución y el deseo de mi padre fue
el de volver a Santa Inés y ahí, en Santa Inés, nací yo.
Ellos fueron mis padres que murieron siendo yo demasiado
pequeña; por ello crecí reconociendo como mamá a mi
hermana mayor, Margarita, y como casa el orfanatorio San
Juan Bautista, que las religiosas a las que pertenecía sostenían
en la capital. Ya siendo yo una adolescente, ella me
platicaba de mis padres, tal como lo he descrito; pero nunca
me dijo todo lo que yo supongo sufrió mi madre cuando las
circunstancias la llevaron a Santa Inés a vivir a la misma
casa que sus hijastras. SÍ me enteraron que murió y está
sepultada ahí mismo, cuando yo tenía apenas los dos años;
supongo que mi padre no confió dejarme para que me criaran
con ninguna otra de sus hijas y me llevó a Tabasco.
Esa etapa de mi vida, afortunadamente, no quedó en mi
memoria; porque yo tuve una niñez muy feliz, rodeada de
cariño y con muchas hermanas. Y en ese mundo de religiosas
y de crecer en el convento, fue para mí como camino trazado:
que de la escuela pasara al noviciado, y que pasado
éste tomara mis votos religiosos que me consagraban al
Señor. Mis votos fueron temporales porque, por mi juventud,
no tenía la edad canónica para hacerlos “para siempre”.
En ese entonces, la relativa tranquilidad que a la Iglesia
le daba el gobierno del presidente Díaz se fue perdiendo
por la prolongación de su mandato; por lo que de pronto los
“intelectuales” sembraron su semilla de odio al clero, y los
“militares” su nacionalismo liberal juarista, lo que inquietó
a las comunidades mayas a que se sublevaran contra las
instituciones. En San Juan Bautista, capital del estado, el
gobernador Bandala, que se había reelegido una y otra vez,
había permitido al coronel Gregorio Méndez traer, e instalar,
iglesias y escuelas dirigidas por pastores presbiterianos
que, además, eran masones y liberales. Por todo ello
nuestra congregación sufrió pronto las agresiones, tanto en
nuestras personas como en sus bienes, y sin la menor consideración.
Mi mamá Margarita, que como madre superiora
había enfrentado resueltamente varias veces a los usurpadores,
sin más escudo que su solo corazón (corazón valiente
pero agotado por los achaques y la edad) un día simplemente
voló al encuentro del Señor.
No pasaron seis meses de su deceso cuando recibimos
una notificación que nos conminaban a desocupar el edificio
y a salir de Tabasco so pena de muerte; advertencia que ya
habían hecho efectiva con el párroco, a quien asesinaron.
Tuvimos que escondernos y planear como salir de ahí.
Así pues, confiscado también nuestro convento en ese
lugar llamado Frontera, Tabasco, por las autoridades militares
para hacerlo cuartel, el pequeño grupo de religiosas que
formaba nuestra comunidad quedó disperso ante la amenaza
de muerte y el obligado destierro; dos de las hermanas
y yo encontramos refugio en la oficina postal del puerto, ubicada
cerca de los muelles, ya que pensamos embarcarnos
desde ese lugar hacia Veracruz. Las familias que nos conocían
no podían ayudarnos sin arriesgar sus propias vidas,
por ello nos ocultaron en un ático de una oficina pública.
Desde nuestro escondite observamos los grandes buques
que cientos de estibadores cargaban de plátano y cacao
con destino a Nueva Orleáns y, allá al fondo, en el muelle
para pasajeros, atracaba el Nuevo Vapor de Río que hacía
su viaje pluvial remontando el Grijalva hasta San Juan Bautista;
y a su lado, la embarcación que en tres días más nos
llevaría a Veracruz. La familia que nos auxiliaba y protegía,
no solo había comprado los boletos del viaje con derecho a
un camarote privado, sino además había conseguido que
abordáramos con anticipación y a la media noche el barco,
a fin de proteger nuestra huida.
La oficina postal era un pequeño almacén, construido
totalmente de madera y con un ático que servía de dormitorio.
Ahí permanecimos escondidas y muertas de miedo a que
llegara la noche de nuestra partida. El muelle era el lugar
más lleno de ruidos y personas. Muy temprano de madrugada
lo poblaban muchos marinos y cientos de estibadores
que transaldaban la carga de carretas o de lanchones a los
barcos; y ese movimiento no acababa sino hasta el mediodía
en que el calor agotaba su resistencia. Pero la mayoría
de esa gente no se movía del área, porque en grupos buscaban
una sombra o la cantina más cercana para ponerse a
beber hasta emborracharse; sin embargo, entrada la noche,
el muelle se quedaba vacío. Esa sería la hora de nuestro
embarque, la hora en que en el barco nos recibiría su capitán,
un español, extranjero como casi toda la tripulación de
cualquier navío.
Serían las seis de la tarde. La oficina postal estaba aún
abierta al público y con la sola presencia de su encargado.
De pronto irrumpieron en el local dos personas que desaforadamente
gritaban y exigían a nuestro protector que entregara
las tres monjas que, sabían, mantenía ocultas. Era
inconfundible el siseo con que el español pronunciaba sus
blasfemias, e inconfundibles también los gritos de odio que
con su voz aguandientosa profería el jefe militar de la plaza.
Nada pudo hacer aquel buen hombre para evitar que subieran
al ático y nada valió la resistencia de las tres contra las
armas de aquellos salvajes. Mis compañeras eran ya muje-
res maduras a las que eliminaron sin más; a mí también
me matarían pero luego de violarme, según lo decían. Yo
luchaba con todas mis fuerzas contra la agresión de aquellos
hombres cuando apareció en el ático un joven militar que
me defendió y salvó mi honor y mi vida.
No fue fácil para un Correo Militar, apenas teniente en el
Ejército, enfrentarse a su superior, un General. Me arrebató
de las manos de aquellos hombres no sin recibir una herida
de sable que casi le desprende el brazo y dos disparos de
pistola que impactaron en su espalda. No obstante su situación
de desventaja, también dejó mal herido con un tajadazo
en el rostro al jefe militar.
El había ido a esa oficina postal en razón a su encomienda
de Correo Militar y montamos su caballo para huir
del lugar. ¿Cómo lo hicimos? No es fácil de recordarlo y menos
de explicarlo por mí que, en esos momentos, después de ver
caer asesinadas a mis compañeras, histérica me defendía
del ataque brutal de aquellos dos hombres. ¿Cómo fue que
monté en ancas de aquel caballo conducido por un hombre
gravemente herido? No recuerdo, siquiera, donde paramos
para aplicar un torniquete en su brazo que lo desangraba.
No recuerdo por cuántas horas remontamos por la orilla del
río, ni a qué horas nos alejamos del mismo para no ser localizados
por los lancheros y pescadores que podrían denunciarnos
en el puerto. Sí sé que fue en un poblado indígena
que nos ocultaron y nos dieron auxilio, y que en él permanecimos
por meses.
Las heridas en la espalda sólo fueron rozones que desgarraron
su piel y astillaron sus costillas, sin penetrar; en
cambio el corte en el brazo era profundo, y abundante fue la
pérdida de sangre. Y lo peor fue la infección que se agravó
hasta hacer putrefacta su carne. Después de todas las cura-
ciones y en vista de que la gangrena avanzaba, se estuvo a
punto de cortar el brazo hasta la altura del hombro, cuando
afortunadamente llegó un curandero que cubrió de sanguijuelas
los tejidos muertos, que poco a poco se fueron recuperando.
Muchas semanas fue que pasé, noche y día, cuidando
aquel enfermo que deliraba por la fiebre y se desmayaba
de dolor. Los pocos momento en que entreabría sus ojos
era para mirarme tiernamente y ¡hasta sonreírme! Durante
todas esas semanas no hablaba; sus labios resecos y su
debilidad solo lo hacían balbucear. Pero ¡tenía una entereza,
reflejo de su decisión de defenderme, que sentía yo una
gran seguridad a su lado!
Antes del desalojo del convento desbaratamos la ropa
que usamos como hábitos religiosos para regalar las telas
a las personas más pobres, y empezamos a vestir como las
personas comunes y corrientes. Ahora, en esas circunstancias,
siento que los votos religiosos, que también revisten mi
alma, tuvieron un cambio. Encontré en el joven militar, que
se debatía entre la vida y la muerte por salvar mi vida…
encontré el rostro humano de Jesús; y así, con un amor
limpio, de poco a poco, de día a día mientras lentamente iba
mejorando, fue que me enamoré… ¡Que nos enamoramos!
porque él era hombre libre y fui bien correspondida con la
nobleza de sus sentimientos.
Nos casó un sacerdote en ese mismo poblado y no tuvo
inconveniente de liberarme antes de mis votos, sin ningún
trámite, por haber sido temporales y porque prácticamente
mi congregación se había acabado. Como fruto de ese amor
que en los dos fue no solo para siempre, sino vivido plenamente,
naciste tú, mi hija, que eres testiga y lo has compartido.
Aún no se recuperaba José de la anemia provocada por
la pérdida de sangre y las fuertes infecciones, cuando llegó
al poblado un piquete de soldados buscando a ladrones y
asesinos, y también preguntaron por él. Los pobladores nos
siguieron ocultando, no obstante que “vivo o muerto había
una recompensa de cincuenta pesos oro a quien lo entregara”.
El general, con su cara ahora marcada para siempre,
todas las mañanas, al verse al espejo, avivaba su sed
de venganza. Ese odio nos alcanzó en la ciudad de Puebla
a donde fuimos para que tú nacieras. Ahí nos ocultó una
hermana menor de tu papá, llamada Elisa, y quien es, por
cierto, tu madrina de bautizo. Hasta allá, con los parientes
de José, a los que también amenazó de muerte si lo ocultaban,
llegó el afán de venganza del jefe militar.
Ni en la ciudad de México nos sentíamos seguros; por
eso venimos a Michoacán. Buscamos a los parientes en
Santa Inés y de ellos recibimos no sólo un rechazo abierto
sino también injurias. Pero ese viaje nos hizo conocer a don
Felipe, que se convirtió en el patrón de tu papá y en nuestro
protector.
Esta historia de mi vida demuestra: “que tu madre no
fue una monja que se fugó del convento por el amor a un
soldado”; y que “tu padre no fue un cobarde que desertó del
ejército”.
Te preguntarás: ¿por qué no contar ésta, para mí muy
bella historia de amor? ¿Por qué ocultarla? ¿Por qué el pacto
de guardarla en secreto?
La respuesta está en la incomprensión de las gentes,
de las personas y sobre todo de las más allegadas... En la
familia de tu papá hay muchos militares. Su abuelo formó
parte de las fuerzas que en Puebla derrotaron a los franceses.
Para ellos es inconcebible que un soldado se enfrente
a su superior militar, incluso cuando éste esté cometiendo
un crimen. En mi familia, siendo diferentes son igualmente
intolerantes: hay sacerdotes y monjas que no comprenden
como una “consagrada” pueda “colgar los hábitos” y es todo
un escándalo el que amé a un hombre. Es un mundo que
no entienden. Son personas que no nos comprenden y sin
embargo nos critican y nos hieren. Ante esto es mejor reservarte
tu intimidad; protegerte y proteger a los tuyos.
No sé cuántas horas llevo escribiendo esto para ti. Pero
ha sido el recordar mi vida, el recordar a tu papá, como un
bálsamo que me ha hecho olvidar mis dolores. Estoy bien
conciente que algo crece día a día en mi vientre. Bien sé que
mi vida no puede alargarse mucho más; sin embargo estoy
serena y confiada.
Te he dicho que has crecido libre y sin prejuicios. Que en
estos tiempos de guerra y revolución tu seguridad, tu tranquilidad,
tu amor a la vida, no se han alterado sino fortalecido.
Sólo, querida hija, ¡cuida tus desiciones! ¡Cuida que
no sean manipuladas por nadie que influya de una u otra
manera sin tu consentimiento! ¡Cuida que no sean las circunstancias
transitorias las que determinen tu camino! Y
sobre todo, ¡rectifica cuando tengas que rectificar! ¡Corrige,
cuando tengas que corregir! Y… ama, ama a quien tengas
que amar. ¡Ah! Recuerdo de la carta que hiciste para tu
papá y que me leíste… recuerdo una frase que espero siempre
la tengas presente cuando ya no estemos y nos extrañes:
“Ningún lugar está lejos, no habrá un espacio vacío ni
tiempo para el olvido, estando en mí tu recuerdo”.
Con todo mi amor, tu mamá.
María
P.D. Te dejo por aparte la dirección de tu madrina Elisa.
El tren había llegado a su destino, yo todavía
tengo que resolver el mío, así que tomo mi maleta, bajo
al andén, me acerco a la taquilla para comprar el boleto
y con firmeza le digo al expendedor:
—Por favor, un boleto en primera clase.
—¿A Guadalajara? ¿Va a Guadalajara?, me pregunta.
—¡No! ¡A México! A la ciudad de México.
El convento puede esperar, pienso. ¡El convento
puede esperar…! afirmo, hoy, día 7 de diciembre de
1918. El reloj de la estación marca las once horas, cuarenta
y cinco minutos y es martes.
Terminada de escribir
el 3 de noviembre de 2006,
en la ciudad de Zamora, Michoacán.
(Nota del editor: para que el blog le muestre las entregas de la novela en una sola página, pulse con el cursor del ratón en la parte de abajo de esta Entrada, en donde dice Etiquetas: María Luisa novela por entregas Jaime Alonso Ramos Valencia).
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