domingo, 2 de diciembre de 2012

María Luisa - Novela por entregas XVIII - Jaime Ramos Valencia

Lunes 6 de diciembre de 1918, a las 18:40 hrs.
(Quinta parte)

Al día siguiente, después de comer me quedé casi
sola en la casa: desde hacía días ninguno de los patrones  había vuelto, tampoco doña Lupita que seguía con  sus parientes y las demás, salvo Toña, la persona que  recién ocupaba el lugar de mi mamá y que se había  quedado, justo en el lavadero
sacando su trabajo.

Me sentí libre para tomar un baño y después arreglarme  para ir tanto a la parroquia, donde ese día se juntaban  las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl,  como después ir con mi maestra. Tomé ropa limpia  y me encerré en el cuartito del baño, atrancando por dentro la puerta.

La tarde estaba calurosa y me gustaba la sensación 
del agua fría, como en el rancho, por eso no la calenté.
Estaba ya desnuda cuando escuché voces en el corral,
se oyó el abrir del portón, los cascos de los caballos
y el rodar del coche-diligencia, y destacaba
la voz llena de alegría de la lavandera recibiendo
al cochero, su marido.

De seguro llegaron también los señores, pensé.
Por las rendijas de los tableros de la puerta,
que la humedad cada día las hacía mas grandes,
se colaba el sol proyectando sus líneas luminosas
en el piso, paredes y hasta en mi cuerpo.

Terminaba de enjabonarme cuando al agacharme
para tomar la jícara llena de agua con la que me enjuagaba,
me sentí observada ya que se interrumpieron algunos
de los haces de luz. Me paralicé un momento.

En La Estancia de Arriba, cuando nos bañábamos
en el río, muchas veces los muchachos se quedaban
a distancia mirándonos y eso no nos molestaba;
lo más alguna de las señoras les gritaba:

—¡Órale! ¡“úchale pa’llá”!

Aquí era distinto. Yo estaba sola, sí, encerrada y
con la puerta bien atrancada, no era fácil que alguien
la abriera, pero por primera vez en mi vida sentí que mi
intimidad estaba siendo violada. Unos ojos estaban ahí,
tras mío, observando mi cuerpo de espaldas.

Pensé en el “¡úchale pa’llá!” para espantarlo,
pero empecé a tener una actitud de complicidad:
no volteé, no dije nada y seguí vertiendo jicarazos
de agua fría en un cuerpo en el que me invadía
una grata sensación de calor. Son momentos
que nunca antes había vivido; accidentalmente
quizás estuviese siendo deseada o admirada y no
sabía ni por quien; o, ¿estaba siendo yo complaciente y
quizás provocadora jugando con el peligro
que eso conlleva?

La verdad que no pensaba en nada, ni en nadie,
ni en porqué me latía de prisa el corazón y ni porqué
sentía hormiguear mi estómago. Cuando descolgué la
toalla para empezar a secarme, se volvieron a llenar las
rendijas de luz y se proyectaron sin obstáculo otra vez
en pisos y paredes. Alejé de mi cualquier pensamiento
y me vestí rápido para ir a cumplir con el reparto de los
vestidos de mamá.

Terminaba de hacer los paquetes de la ropa que
iba a regalar, eliminando mucha que aunque limpia
tenía ya mucho uso, cuando oí la voz de Amelia que le
decía a la cocinera, refiriéndose a los recién llegados:

—¡Sí! Vinieron por las demás cosas de doña Aurora ¡de
seguro que sus hijos no la van a dejar volver a Cotija!

—Pues, ¿quiénes vinieron?, les pregunté.

—Sólo el joven Esteban y el cochero… por cierto ¿no
oyes el alboroto de Toñita?

—Va a dormir muy calientita, dijo la cocinera con toda
la malicia puesta en su sonrisa. 

Al cruzar el patio para salir de la casa vi a Esteban;
salía de la biblioteca, pero al verme, de inmediato
volvió sobre sus pasos cerrando la puerta. ¡Ya no tenía
que adivinar quién me había espiado en mi intimidad!

No me agradó el saberlo y menos cuando Esteban sigue
siendo para con Asunción, un fastidioso y caprichudo
hermano, que no deja todavía de molestarla. Es un niño
que no ha crecido, ni físicamente porque se quedó chiquito
y flaco, ni en espíritu porque no tiene carácter y
sí mucho apego a su mamá que lo sigue chiqueando y
protegiendo. ¡En balde los casi veinte años que tiene!

Salí pues rumbo a la Parroquia y en la sacristía
entregué la ropa usada que les llevaba; ya con solo el
paquete para mi maestra Clarita subí hasta la escuela a
sólo tres cuadras, por una banqueta empinadita que me
hizo recordar un dicho que me repetía mi papá cuando
salíamos al campo y subíamos las lomas que rodeaban
la Estancia de Arriba:

—Pa’ las subidas quiero mi burro, que las bajadas ¡yo me
las subo! 


Estaban saliendo las alumnas y en el cancel de
la entrada, amable y vigilante, Clarita despedía una a
una a las niñas. Esperé un momento en el dintel de la
puerta, hasta que la voz de la maestra me hizo avanzar
hacia ella, quien abrazándome muy efusivamente, me
dijo:

—¡Muchachita, no sabes cómo he estado pensando en
ti! Había decidido ir a buscarte justamente mañana que es
sábado y ¡mira!, tú que me llegas así… Pasa, pasa. Termino
de despedir a las alumnas y cierro el cancel para ir tranquilas
hasta al fondo, a mi casa. 


Tenía ya algún tiempo que no pisaba este lugar de
tantos recuerdos: el patio embaldosado, al igual que el
amplio corredor que en escuadra le hacía abrigo a las
habitaciones que se habían habilitado como aulas. Ninguna
maceta y sí muchas bancas adosadas a los muros.
Lo austero del ambiente sólo lo rompían la bugambilia,
que bien florida cubría el muro del patio, y abrigados
por los portales los muros de los corredores están
engalanados con la exhibición de los diferentes trabajos
de las alumnas y en el lugar más destacado el Cuadro
de Honor. Estaba yo justamente frente a él leyendo los
nombres de las “aplicadas”, cunado me sorprendió la
pregunta:

—¿Cuántas veces estuvo tu nombre en este Cuadro de
Honor?

—¡No sé! Le contesté turbada por una falsa modestia
que me hizo mentir.

—No tenías dos meses de estar en esta escuela cuando
anoté tu nombre por primera vez y permaneciste en él hasta
que terminaste tus estudios. No sabes como despertó envidias
y como me vi presionada por ello durante el primer
año. Tú nunca te diste cuenta de esa situación porque eras
una niña transparente y dulce, inteligente, con un carácter
que las niñas grandes y chicas reconocieron tus méritos
para estar y permanecer en el Cuadro de Honor. 


El rubor de los halagos me cubrió el rostro mientras
me tomaba del brazo y me conducía al segundo
patio donde había establecido su modesta vivienda.
No requería de mucho espacio quien vivía sola. En la
cocina había acomodado una pequeña mesa que le
servía de comedor, rodeada de tan solo tres sillas. Nos
sentamos ahí a platicar. Un frutero presidía los antojos
del pequeño huerto en que se había convertido el tercer
patio de la escuela. La fragancia y el verde chapeteado
de rosado de las guayabas peruanas se ofrecían a la
vista y al olfato sin recato. Mientras yo me sentaba, ella
tomó de la alacena dos platos y puso uno frente a mí
ofreciéndome la fruta, que con gusto acepté.

—¡Son dos meses ya los que han transcurrido desde la
tragedia! El día que enterramos a tu mamá, yo estuve junto
a ti, tanto en la iglesia como en el panteón y te sentí muy
fuerte, pero ausente. Me oías sin escucharme; me veías sin
reconocerme. Temí que el dolor te trastornara. Cuando te
llevé de regreso a la casa de doña Aurora y te dejé recostada
en tu cama, pensé en que debía buscarte y ¡mira que
se me ha pasado el tiempo y es ahora tú quien me visita!
¡Discúlpame! 


—No tiene usted porque disculparse, bastante ha hecho
usted que en mi vida tiene un sitio muy especial; tanto que
ahora que me estoy deshaciendo de las cosas que guardaba
mi mamá, pensé que una ropa nueva que mi papá
le regalaba para cuando fuéramos a la ciudad de México,
usted la vestiría muy bien. 


Desempaqué los vestidos y emocionada se los
entregué. Me los recibió mordiéndose los labios y con
los ojos humedecidos, y salió del comedorcito diciéndome:

—¡Espera, ya vengo! 

Buen rato tardó para volver. Se había encerrado
en su habitación y no salió de ella hasta que calzando
unas zapatillas de tacón, que nunca la había visto usar,
y peinado su pelo suelto y en ondas, en vez de su chongo
habitual, lucía esplendorosamente uno de los vestidos.

—¡Guapa, muy guapa!, le dije aplaudiéndole

—¡Verdad que sí! Me encantaron, el otro también me
queda muy bien.

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