(Cuarta parte)
Esperando
en fila para usar el baño y asearnos
antes
de dormir, comentamos todas lo agradable de los
anfitriones.
Eran las diez de la noche cuando ya, todas
en
nuestros catres de campaña, apagaron la luz
eléctrica
y se hizo el silencio para dormir.
Todas estábamos cansadas
por el viaje y además desacostumbradas a dormirnos
tan tarde.
Con
el incendio de Cotija se afectó
el servicio eléctrico; no
solo se dañaron
la postería y las líneas, sino también
se
fundió el propio generador
y aún no lo reponían.
Así
que, a la falta de luz hay que añadir
el
miedo que persiste en la población, por lo cual, a las
siete
de la noche se atrancan las puertas y la gente se
recoge
a cenar y dormir: no hay más que hacer.
Cerré
los ojos y se abrieron mis temores a equivocarme,
mis
dudas sobre el rumbo que estaba tomando
mi
vida. El recuento de recuerdos que he hecho durante
todo
el viaje y desde que me subí a la carreta en que viajamos;
el
estremecimiento que sentí al alejarme de los
sitios,
de las cosas y sobre todo de las personas que por
tantos
años compartieron mi mundo cuando niña y mi
espacio
vital de adolescente. ¡Es mi mundo el que ahora
dejo
atrás! Todo ello me apachurra el corazón.
El
asalto al pueblo, las víctimas: aquellas que
sucumbieron
y más, mucho más. Las que sobreviviendo
siguen
con sus heridas de cuerpo y alma sangrando;
las
familias que abandonan la ciudad buscando lugares
mas
seguros; el desánimo para reconstruir; la gente
que
no acaba de ponerse de pie. ¡La quema de Cotija
nos
chamuscó a todos! ¡A mí me cambió la vida!
Ni
a doña Aurora ni a su hija Asunción las volví
a
ver nunca. Mandaron por su ropa y sus cosas personales.
De
recién, la señora me envió recados verbales
dándome
el pésame por la muerte de mi madre y
diciéndome
que pronto me llevaría con ellas a Morelia.
Después
de algunas semanas supe que a Asunción le
habían
encontrado un internado para señoritas en San
Luis
Potosí y que ella había ya adquirido una casa en
Morelia.
Que la casa de Cotija la ocuparía el señor Felipe
que
estando ya próximo a casarse tuvo que posponer
su
boda El señor Martín seguía viajando y Esteban ya
desde
antes estudiaba en Morelia.
La
casa se volvió triste: Lupita volvió a ser la viejita
agobiada
por sus reumas, callada y silenciosa, y
se
volvió a recluir en su habitación la que compartía
conmigo.
Para la cocinera tenían planes de llevarla a
Morelia;
pero sin decirle si sí, o si no, la mantenían en
una
odiosa espera.
El
noviazgo de Amelia con Chucho seguía en el plan
de
casarse tan pronto como don Polo recuperara la salud
y
su economía, ya que los bandoleros le habían robado todo,
y
si no lo mataron fue porque lo tenían haciendo carnitas
a
la medianoche: “El susto me hizo lento el corazón”,
así
explicaba su enfermedad.
La
“nana”, así le seguían diciendo a quien desde recién
nacidos
se había hecho cargo de la crianza de los niños
Esteban
y Asunción, por ser la persona que más tiempo
tenía
al servicio, suplió a doña Lupita en el mando de la
casa.
A
mí, la ausencia física de mi madre, la falta de
un
proyecto de vida, el no saber qué hacer, sin el suave
manejo
con que dirigió mi vida mi mamá, sin la imposición
aceptada
por mí, de doña Aurora; a mí, siento,
me
ganó el desánimo.
El
no sentirme a gusto ni disfrutando ahora del piano,
de
la máquina de escribir, de la máquina de coser;
por
cierto, con el permiso de don Felipe,
quien
incluso me alentó con gran entusiasmo a
que
fuera mecanógrafa y para ello me entregó
un Curso práctico sin maestro, para aprender todo lo necesario
para
escribir a máquina correctamente, con una velocidad
de
250 a 300 pulsaciones.
Esto
fue un reto en el que ocupé varias semanas
adquiriendo
la adecuada postura frente a la máquina,
la
posición de las manos en el teclado, la técnica y destreza
de
la digitación. Hojas y hojas de ejercicios, de
copia
de textos y de textos inventados.
Paré
el día que ya dominando, sin grandes errores,
el
teclado, se me ocurrió pensar en escribirle
una
carta a Asunción, escrito que empecé con saludos
y
palabras amables y terminaba recriminándola y yo,
¡bien
que bien, resentida! Un sentimiento muy feo
que
nunca había albergado en mi corazón.
Y
así escribí otra y otra carta para ella y todas
las
rompí. ¡Dejé la Remigton por un tiempo!
¡La
cambié por la máquina de coser!
Desde
que me hice en esa máquina mi vestido,
Amelia
me insistía en que le hiciera uno para ella; mas
aún,
quería que yo le hiciera su vestido de novia. Había
conseguido
unos modelos y se soñaba de blanco y un
velo
inmenso. Pero mis vuelos como costurera estaban
apenas
a ras del suelo, y puesta en esa realidad, sí le
cumplí
al hacerle un vestido sencillo y delantales para
ella
y las demás compañeras, y también a doña Lupita
le
cosí un bata de franela; por cierto, cuando se la entregué
me
dijo muy cariñosamente:
—Veo
que no has abierto el ropero de tu mamá ¡No
tengas
miedo de enfrentarte a su recuerdo! Sus cosas personales
van
a avivar tu memoria y así tu mente abrigará
tu
corazón. ¡Anda, busca la llave para que saques esa ropa
bonita
que ahí se guarda! Tu mamá me llegó a enseñar
unos
vestidos muy bonitos que aquí nunca usó. ¡Sácalos,
póntelos!
Te van a venir muy bien, porque tú tienes, creo
yo,
su misma talla.
—Sí,
doña Lupita, mi mamá los guardaba casi nuevos
¡No
había ocasión para usarlos! Ahí están los vestidos que
al
regreso de sus viajes le traía mi papá. Y en cuanto a su
talla,
me hizo recordar que cuando vivíamos en La Estancia
de
Arriba, en el rancho, los sábados todas las mujeres:
señoras,
señoritas y niñas, íbamos al río; primero se lavaba
la
ropa y después todas, solo cubiertas por un fondo, nos
bañábamos.
La ropa mojada se pegaba al cuerpo y las
demás
señoras le decían a mi mamá que tenía cuerpo de
señorita,
¡que ni panza le quedó cuando parió!
La
llave del ropero, ahora, yo la llevaba asegurada
a
mi ropa. Mi mamá la tenía dizque escondida en un
recoveco
del que todos sabían. Todas las compañeras
eran
gente confiable, incapaces de robar ni un alfiler,
pero
Amelia era sumamente curiosa y estaba obsesio-
nada
en ver, y quizá probarse, un corpiño que mi mamá
le
enseñó algún día. Lupita la encontró en una ocasión
que
yo no estaba, sacando la llave del escondite y tratando
de
abrir el ropero.
—¿Qué
haces, muchacha?
—Este…,
dijo sorprendida, sólo quería ver un corpiño
que
la señora guardaba aquí y que una vez me enseñó.
Es blanco
de algodón, seda y encajes.
¡Sueño con tener uno igual
para mi boda!…
Bueno, uno a mi medida.
—Pues
tienes una medida muy basta y no hablo del
busto
sino de la falta de respeto para las cosas de los demás;
aun
cuando sea solo para verlas, no puedes ni debes abrir
ese
ropero sin el consentimiento de María Luisa.
¡Deja la llave
en su lugar!
La
misma Amelia fue quien, mortificada, me platicó
cómo
la había sorprendido y regañado doña Lupita
y
que ella se sentía muy mal si yo no la perdonaba.
—¡Claro
que te perdono y además te voy no solo a enseñar
sino
a prestar el corpiño para que se lo lleves a tu costurera,
doña
Catita, la que te va ha hacer tu vestido de
novia
y que te diga si te puede hacer uno a tu medida!
¡Será mi
regalo de boda! ¡Ah, y de todas formas,
voy a buscar dónde
guardar la llave,
así les quito a todas la curiosidad
de
las cosas de mi mamá!
No
necesitaba la motivación de doña Lupita, le
dije
que yo también pensaba que los recuerdos de mi
mamá
abrigarían mi corazón y que pronto, muy pronto,
revisaría
sus cosas, y que al igual que ella, mi mamá, se
desprendió
con generosidad de la ropa y pertenencias
de
mi padre, así mismo lo haría yo.
Había
algo más. Tan pronto murió mi mamá me di
cuenta
por primera vez que estaba yo sola en el mundo,
que
mi familia se había acabado, que poco sabía de mis
padres
y de sus parientes. Emergí como de un mundo
misterioso,
no me sentía insegura, pero sí temerosa…
Temerosa
de que, entre sus cosas, de pronto se me
revelara
una verdad que me pudiera herir. Por eso, el
abrir
el ropero, el revisar su ropa y sus demás pertenencias
me
podría sorprender de alguna forma. Decidí
hacerlo
cuando estuviese sola, para que el momento
fuera
íntimo: yo y mi mamá y nadie más.
El
momento llegó pronto cuando unos familiares
de
doña Lupita vinieron desde Penjamillo a saludarla y
se
la llevaron con ellos en un viaje de dos o tres días,
pues
irían a buscar otros parientes a un rancho cercano.
Ahora
sí que el cuarto que compartíamos quedaba para
mí
sola; podría atrancar la puerta por dentro y revisar
las
cosas de mi mamá sin prisas ni sobresaltos.
Abrí
el ropero. Sobre la cama de doña Lupita puse
la
ropa que mi mamá usaba a diario con la determinación
de
regalarla a los pobres. Después me medí los
vestidos
nuevos; eran tres y sólo uno me quedó bien,
bueno
¡a mi gusto! Y pensé en dejármelo.
El
corpiño… el de la curiosidad de Amelia,
se
conservaba en su caja envuelto en papel de china
y
colgaba de él la etiqueta donde indicaba la talla
y
los materiales de fabricación: algodón de Egipto,
seda
de la China y encajes de Bruselas,
todo
en blanco.
No
dudé en probármelo y así lo hice
con
un descubrimiento: tomé conciencia de mi físico,
de
lo proporcionado de mis senos y, sobretodo, de la
sensación
estimulante de esa ropa que me hizo sentir
“ser
mujer”, y por primera vez también, tuve el deseo
de
mirarme, de conocer mi cuerpo y contemplarme en
un
espejo, como el de la señora Aurora: ¡Era una desconocida
para
mí misma!
No
hubo más sorpresas: las pocas alhajas,
las
estampas de santos, un cuaderno de apuntes
en
que mezclaba recetas para la preparación
de
alimentos y a página corrida un remedio para el
sarpullido,
y de cómo cocinar un guajolote, y de cómo
curar
la tos; además, estaba la cajita de madera donde
guardaba
las monedas. Todo esto ya era bien conocido
para
mí. No hubo sorpresas.
Como
resultado, me resolví a ir al día siguiente
tanto
a llevar la ropa usada a la parroquia, y además
tenía
los dos vestidos nuevos para también regalar y
pensé
en mi maestra: ¡Siento que le quedarán bien!
Me
gustaría, me dije, volverla a ver y platicar con ella,
porque
como en la bruma de los recuerdos del día de
los
funerales de mi mamá, fue quien a mi lado no dejó
de
consolarme.
(Nota del editor: para que el blog le muestre todos las entregas de la novela en una sola página, pulse con el cursor del ratón en la parte de abajo de esta Entrada, en donde dice Etiquetas: María Luisa novela por entregas Jaime Alonso Ramos Valencia).
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