martes, 10 de enero de 2012

María Luisa - Novela por entregas XII - Jaime Ramos Valencia


Lunes 6 de diciembre de 1918, a las 18:00 hrs.
(Tercera Parte)


El amanecer de una nueva mañana nos encontró
entre adormiladas y aturdidas, descansando en los sillones de la sala donde las velas de los candelabros que enmarcaban el ataúd se habían consumido manteniendo, por un tiempo, una luz de esperanza, y a la vez chorreado, gota a gota, estalactitas de desesperación que se resistían a caerse al vacío.

Fuimos las tres a asearnos y a cambiarnos de ropa. Curiosamente, ni doña Lupita tenía ropa de luto; así que sólo nos cubrimos la cabeza con velos negros que tomamos prestados de la ropa de la familia.

—Amelia, quita de la puerta aldabas y trancas; no deben
de tardar las personas de la funeraria para hacer el
traslado. Ya se oyó la primera de misa de difuntos.

Don Mariano ahora sí que no mando la carroza
fúnebre: ¡eran tantos los difuntos!, pero sí llegaron cuatros
jóvenes, y entre ellos ¡Chucho! Chucho el de Amelia,
que saltó de alegría al verlo y no escatimó el abrazo
prolongado y afectuoso.

Con el ataúd llevado en hombros, partimos rumbo
a la Parroquia. No éramos el único cortejo fúnebre; de
todos los rumbos, y por las calles que desembocaban a
la plaza principal, avanzaban marchas de dolientes.

Partía el corazón mirar las expresiones de dolor,
de terror, de toda esa gente que cruzaban como sonámbulas,
con paso tardo y en cuyos rostros se reflejaba
una fuerte depresión.

Todas las bancas más cercanas al altar habían
sido removidas para hacer lugar a que los cuerpos de
los “fieles difuntos” formaran dos o tres filas, rodeando
el presbiterio. Unos cuantos cuerpos tenían cajas como
la de mi mamá; a otros les habían fabricado, uniendo
tablas, rústicos ataúdes; pero otros, los más numerosos,
sólo habían sido envueltos en petates y liados con
cordelillo, como si fuesen bultos. Lo único que los igualaba,
y dignificaba uniformemente, era un crucifijo de
buena manufactura que reposaba en cada uno de los
cuerpos.

El aire fresco de la mañana se perdió, ya dentro
del templo, por la aglomeración de la gente; y se volvió
irrespirable con el perfume de los arreglos florales y la
profusión del incienso mezclado con el repugnante hedor
que empezaban a despedir los cadáveres.

Ese nauseabundo ambiente me empezó a marear
y algunas personas se desmayaron en plena ceremonia.
El celebrante lo sintió de igual forma, ya que terminó
la misa rápidamente e hizo un responso general para
todos los difuntos, alentando a las personas para que
fueran ya a darles cristiana sepultura.

Hay momentos en que la vida queda como página
en blanco. Yo no recuerdo; no recuerdo como llegué al
Campo Santo; no recuerdo si deposité un puño de tierra
en la sepultura de madre; no recuerdo como volví a la
casa, ni a que horas me acosté para quedarme
profundamente dormida hasta el día siguiente que desperté
con un gran vacío.

El hueco en el estómago era natural después de casi tres días
de no comer y, además, no tenía hambre. El hueco en el alma
en esos momentos era infinito porque mi mente estaba
en un letargo, hundida en un limbo, agobiada por una pena
inconmensurable; por un dolor sin remedio;
por un pensamiento sin raciocinio.

Si en aquel momento me hubiera repetido la
frase que escribí para mi padre, habría encontrado el
consuelo: “ningún lugar está lejos, no habrá un espacio
vacío ni tiempo para el olvido, estando en mí tu recuerdo”.

Después de un reconfortante baño y de cambiar
mis ropas sucias con las que, incluso, me quedé dormida,
salí al patio y noté que había más actividad en
la casa. Se oían voces en el zaguán; estaban llegando
los señores Felipe y Martín y el personal de servicio, la
cocinera, la nana y los mozos, todos alarmados, esperando
lo peor al ver el pueblo destruido.

Se alentaron al ver que su casa se había librado
de la destrucción, mas no del saqueo; pero se pusieron
tristes con la muerte de mi mamá. Sus condolencias
de patrones y compañeros eran sinceras. Me abrazaban
con lágrimas en los ojos y palabras de aliento.
El señor Felipe me dijo, con sus manos puestas
muy afectuosamente sobre mis hombros:

—Hago míos los sentimientos de dolor que estás viviendo.
Estoy seguro que mi madre y mis hermanos, que se
quedaron aún en Morelia, harán suya esta condolencia que
te ofrezco en nombre de toda la familia. En cuanto tu estancia
aquí en esta casa, sigue igual; ya vendrá mi mamá a
confirmártelo de esa forma.

Eran apenas las ocho de la mañana, sin embargo
en la cocina ni el fuego se había encendido. El señor Felipe
salió un momento de la casa para buscar al capitán
Berber, jefe de la guarnición, para entregarle un sobre
que del Gobierno del Estado le habían enviado. Su hermano
Martín tomó la iniciativa diciendo:

—A ver, los que acabamos de llegar: a sacudirse el polvo
y asearse un poco; las demás preparen algo para almorzar.

De verdad que los bandoleros habían arrasado
con todo. No había nixtamal para “echar” unas tortillas
y ni siquiera se habían cocido frijoles. De todas formas
doña Lupita, ayudada por Amelia, prendió las hornillas
de carbón. Yo, mientras, salí al mercado a comprar lo
indispensable.

Cubrí mi cabeza con un velo negro, como un signo
externo de luto por la muerte de mi madre; que el
verdadero luto era el interior, el que apachurraba mi
corazón. Atravesé la desolada plaza rumbo al mercado,
cruzándome con unas cuantas personas que de sus
rostros no sólo no habían desaparecido las expresiones
de dolor, de terror, sino que, con la barba crecida y su
descuidada vestimenta, parecían haber envejecido en
unas cuantas horas.

Sin embargo esas personas al verme
pasar me dieron una lección de vida. ¿Cómo gentes
tan agobiadas por su propia tragedia pudieron sacar
palabras de apoyo y aliento para conmigo?
A ellos seguramente les mataron o les hirieron
a algún familiar; quemaron su casa, robaron su negocio,
¿cómo pueden ser tan solidarios conmigo al externarme
el pésame por mi mamá, que no fue violentada en su muerte,
que tan solo se quedó como dormida a su paso
a la vida eterna?

—¡Señorita, lo siento mucho…! ¡Niña, la acompaño en
sus sentimientos!

Me di prisa a comprar el mandado: manteca, huevos,
jitomates, chiles, cebolla y pan bolillo. Al llegar de
regreso a la casa me encontré al muchacho que todos
los días hacía el entrego de leche y quesos. Me alegré de
verlo porque él también se había ausentado esos días
aciagos.

De la cocina ya se había hecho cargo la titular y
doña Lupita; Amelia se afanaban ayudando y montando
la mesa de los señores. Las ollas cociendo frijoles y
el maíz para el nixtamal ya vaporizaban en el fuego, sin
esperanza de que estuvieran listos para el almuerzo.

Me tocó asar los jitomates, la cebolla y los chiles e ir a
cortar una ramita de cilantro, para después molerlos
con un poco de sal en el molcajete. Cuando la cocinera
batía con el molinillo la leche caliente del chocolate y en
una cazuela hizo un revoltijo de huevo, exclamó:

—¡Avisen a los señores que pueden pasar cuando gusten!

El señor Felipe, que venía entrando a la casa
acompañado del capitán Berber, llamó a desayunar a
Martín, pero en vez de tomar asiento en la mesa del comedor,
ya preparada para los dos hermanos, se pasó a
la cocina y ahí, en la mesa de la servidumbre, invitó a
todos a sentarse juntos.

Entre los llegados de Morelia,
el invitado militar y nosotras tres, se hizo una mesa
grande; sin mantel, sin formalidad alguna, que no hubiera
sido posible de estar presente doña Aurora. Los
rostros de los dos jóvenes señores reflejaban un gesto
de asombro y tristeza por lo que acababan de ver.

—¡Es increíble la destrucción, la saña, la violencia de
estos bandoleros! “Toda la manzana del Portal Hidalgo, con
las mejores casas de dos pisos y los más importantes comercios,
está totalmente consumida por el fuego. El Portal
Morelos también quemado en parte… Después de tres
días, más de setenta casas de las mejores de la población
están, unas aún flameantes y desplomándose sus techos y
paredes; y en otras, ya totalmente consumidas por el fuego,
crepitan los rescoldos y columnas de humo se escapan
retorciéndose”…

—Me dice el capitán Berber, aquí presente, que con sólo
35 soldados que componen su guarnición se enfrentó a más
de 1600 bandoleros. Que ante esa diferencia de fuerzas, él
concentró en el templo parroquial al grueso de la población
y se parapetó con veinticinco de sus soldados y con todo el
parque posible en la torre y bóvedas de la iglesia, y que al
mando del capitán Enrique Villaseñor dejó los diez soldados
restantes en la azotea de la casa de altos de los señores
Guizar, que da, plaza de por medio, al frente de la puerta
principal de la Parroquia, para en fuego cruzado repeler
a los atacantes. La táctica salvó a todas las personas que
atendieron nuestro apremio de refugiarse en el templo; no
así a los que no quisieron o no pudieron hacerlo. No hubo
modo de organizar a la población, de poner barricadas, de
defender la ciudad, de evitar la destrucción y el saqueo. Por
ello los estragos vividos.

—Algunos de los ciudadanos secuestrados y luego liberados
por Chávez García me informaron, exclamó el militar,
que en esta casa se acuarteló el jefe de los bandoleros.
Así que usted, Lupita, tiene mucho que contarnos,… pero
antes le debo de adelantar que sé que sola se enfrentó a ese
sanguinario y cruel… No sé cómo llamarle… ¡Ni los animales
salvajes muestran tal brutalidad!

Martín, que había permanecido escuchando, se
levantó y emocionado hasta las lágrimas y con voz entrecortada,
dijo:

—Mi familia, mi mamá y todos los hermanos viviremos
agradecidos con usted. ¡Gracias, muchas gracias, Lupita!
¡La queremos!

Los elogios ruborizaron a la anciana que levantándose
se acercó a la cazuela del revoltijo de huevo con
longaniza y empezó a servir platos y platos, y ordenó:

—Lo primero es la panza, luego vendrán los cuentos.

(Nota del editor: para que el blog le muestre todos las entregas de la novela en una sola página, pulse con el cursor del ratón en la parte de abajo de esta Entrada, en donde dice Etiquetas: María Luisa novela por entregas Jaime Alonso Ramos Valencia).

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