viernes, 11 de noviembre de 2011

Don Chuscuta -El Diablo de Ocumicho- por Juan Carlos Magaña Díaz - Primer Lugar en el I Concurso Estatal de Cuento y Relato sobre Artesanías 2011


DON CHUSCUTAS
-El Diablo de Ocumicho-
POR JUAN CARLOS MAGAÑA DÍAZ

 Fotografía de Juan carlos Vega Aviña

Yo soy don Chuscutas, un diablo de la sierra de Ocumicho. La gente de la Meseta Purépecha me conoce por ese nombre porque soy el que les mueve la mano cuando van a voltear las tortillas y hace que se les chamusquen los dedos; el que se lleva el agua de las ollas para que se les quemen los frijoles a las mujeres chismosas; el que distrae a los campesinos con el arado para que los surcos les salgan chuecos y el que sopla en las fogatas y hace que vuelen las chispas con lumbre que tanto miedo causan a los hombres, por eso me llaman El Señor de las Tortillas.

Con mis hermanos diablos, brincamos como locos en los días negros sobre las nubes cargaditas de agua y con nuestras patas de cabra hacemos que caigan los rayos a la tierra y cuando todo en el nuevo mundo está quieto, soltamos a los vientos del rebaño de Tata Juriata, haciéndolos que corran y resoplen desbocados por toda la meseta, dando vueltas y levantando remolinos y tolvaneras por Shevina… ¡Jajaja! No saben cómo me regocijo dándoles coscorrones a los chamacos que cantan – ¡Císcalo, císcalo Diablo panzón! y luego les grito en los oídos que más panzonas estaban las que los parieron… ¡Jajaja! Por estas y otras travesuras nos llaman los diablos de Ocumicho. Mis hermanos y yo vivimos allí, en unas cuevas que están en las laderas y llegan hasta abajo de las casas del pueblo, donde escuchamos todo lo que la gente dice. Nosotros jugueteamos con las debilidades de los hombres y los hacemos renegar, porque nuestra especialidad es hacer diabluras como Dios manda, ¡Sí señor!

La sierra me encanta: los pinos altos y verdes, los arroyos cristalinos que cantan entre las piedras canciones milenarias; el topuri rojo, fértil y pegajoso; el anís regando su olor a fresco y los pájaros azules cantando y piando en sus nidos hechos en lo alto de los árboles. En estos parajes primitivos corría feliz seguido por mis hermanos, cuando de repente en una barranca vi que un muchacho no muy grande, no muy pequeño, nos observaba atentamente. Algo había que hacer, así que suspendimos la carrera y fingimos ir furiosos contra el intruso. El chamaco cuando nos vio no se asustó, no se movió y simplemente nos sonrió. Nadie en la vida había hecho esto, con una sonrisa nos desarmó y nada hicimos en su contra. Nos acercamos, lo olimos, tocamos sus ropas y jalamos sus cachetes y ni siquiera se inmutó. ¡Al Diablo con los sustos! dije y con señas invité al chico a seguirnos y de allí en adelante nos siguió…

Marcelino Vicente Mulato no era un muchacho normal, la gente del pueblo decía que aparte de ser afeminado estaba loco porque no hablaba, no reía, no caminaba como los demás, no sabía ni quería cultivar la tierra de sus Tatas y se había enseñado a moler, a amasar y a echar tortillas. En su casa, a solas se vestía como las mujeres y se contoneaba frente al espejo, porque simplemente era diferente y no por eso era malo. Por las madrugadas corría a ver clarear el alba y cuando llovía y caían rayos no tenía miedo de nada, trepaba a los árboles, comía raíces o simplemente brincaba como trastornado por en medio del llano o de la barranca. Uno de esos días de demencia fue cuando nos encontró.

A partir de entonces Marcelino no dejó de ir a visitarnos y como era yo el más flojo, el que se quedaba dormido hasta tarde, era a mí a quien encontraba. Nos hicimos amigos y pronto lo invité a mis andanzas. Un día luego de la fuerte lluvia le di a comer una hierba secreta que le permitía hacerse invisible y andar a la misma velocidad que nosotros. El muchacho estaba encantado. Trepó hasta los cielos y de repente bajó como loco y corrió a mojarse entre las aguas del río Patamban. Reímos como desquiciados. Una vez refrescado comimos chuscutas de maíz y corundas con frijoles y fue entonces que le conté la historia de que los hombres antiguos fueron hechos una vez de barro y que su carne nació de alguna manera de esa materia. A Marcelino le gustó la idea y pronto estuvo pidiéndome que le enseñara a hacer hombres de esa carne.
            
Mis hermanos dieron su aprobación y yo gustoso, porque no había tenido aprendices en cientos de años, le di clases día con día. Pronto aprendió e hizo pequeñas esculturas, primero sin gracia alguna, con el paso del tiempo mucho mejores, más bonitas, mas coloridas, mas bellas. Comenzó a retratarnos, porque él veía las diabluras que hacíamos a la gente común: Les mordíamos la cabeza a unos, levantábamos las enaguas a otras, nos sentábamos en los ataúdes de los difuntos, nos trepábamos a las camionetas de tabiques para jalarles el volante y accidentarlos, les serruchábamos la lengua a otros, cuchicheábamos al oído del padre en misa y molestábamos a las beatas con pensamientos lujuriosos en medio de los oficios. ¡Jajaja! La gente pensaba que con ir diario a misa nos estaríamos quietos… ¡Cómo no! ¡Jajaja!, si Ocumicho es el lugar de las cuevas, lo dice su nombre y las cuevas son nuestro hogar. ¡No nos iremos nunca y menos porque nos rocíen con agua bendita! ¡Jajaja!

Marcelinito era estudioso, dedicado y aventajaba porque su interés era mucho. Pronto le dije cómo sacar los colores de las plantas, de las flores, de los insectos y de las diferentes clases de tierras y minerales. Le enseñé que el agua de Cocucho era distinta a la de Nurio, a la de Tangancícuaro y por tanto a la de Ocumicho, que cada una servía para una cosa específica y que cada una daba un color diferente con las sustancias que le llevaba y que le enseñaba a extraer. Era todo un artista, ¡El muchacho era nuestro orgullo! 

Al ver sus hermosas vasijas y chamuquitos, la gente del pueblo de la gente se preguntaba sorprendida cómo dominaba el arte de la alfarería sin haber aprendido de las antiguas, porque era un asunto exclusivo de mujeres. Yo fui el responsable y muy pronto los diablos le llamábamos nuestro pequeño hermano…

Día y noche el chamaco trabajaba como loco recordando las escenas de nuestras diabluras para plasmarlas en barro y colores. A la gente no le gustaba esa alfarería, les asustaba, tenían miedo de él y de sus figuras porque eran simplemente diferentes y hasta hicieron que el padre de Ocumicho lo regañara feamente, pero yo me vengué de las viejas y del cura porque esa noche fui y les jalé las patas ¡Hubieran visto los brincos que pegaron a pesar de ser reumáticos y diabéticos! ¡Jajaja! A partir de ese día no se metieron más con el muchacho.

Fue hasta que vino gente de un mundo antiguo, pálida, sin color, que tenía sus propios demonios, a comprar todo lo que él hacía que los demás le hicieron caso. No querían artesanías ni ollas de nadie más que de Marcelino. Las vecinas del pueblo envidiosas vieron cómo le pagaron muy bien sus diablos y quisieron aprender, mas mis hermanos y yo los mantuvimos a raya susurrando en sus oídos que no valía la pena, que el éxito era pasajero y que nos los llevaríamos arrastrando de las patas si copiaban nuestras imágenes, claro que para esto también sedujimos al cura del pueblo aconsejándole entre sueños prohibir la reproducción de nuestras figuras bajo pena de llevárnoslos a los oscuros avernos y la conjura surtió efecto. Durante varios años nos dejaron en paz, mas un día no pudimos ganarle a nuestro hermano mayor: La codicia.

 Fue así como una andanada de diablos en todas las posturas fueron hechos a pobre imagen y semejanza nuestra. Bola de envidiosos incultos. Marcelino tenía arte y hacía las cosas bien, no íbamos a permitir que nos hicieran feos siendo tan guapos, así que anduvimos pellizcando todas las alfarerías que tenían nuestras imágenes doblándolas, tronándolas en el horno y venteándolas cuando estaban calientes para que se estrellaran y no tuvieran éxito. ¡Jajaja! fue muy divertido, ¡Jajaja! La gente decía que todo estaba endemoniado. ¡Y vaya que tenían razón! ¡Jajaja!

Pronto el pueblo hirvió en monos amorfos de barro porque ninguno los hacía bien y los meros machos también quisieron aprender. ¡Vaya! Luego de años de burlas sinfín, todo mundo quería ser como nuestro Marcelino, así que nos divertimos echando a perder todos los intentos de los metiches y oportunistas que querían imitar el trabajo del muchacho. En las noches nos llevábamos sus pantalones, camisas y huaraches y les dejábamos enaguas, blusas, medias y zapatos de tacón y cuando amanecía ¡Asustados veían las ropas de mujer salidas de la nada! ¡Jajaja! Pensaban que era un mensaje divino, corrían asustados a confesarse y dejaban de hacer monos de barro en un santiamén y por un buen rato. ¡Jajaja! ¡Vaya que era divertido!
            
Todo fue de maravilla. Por ser el primero nuestro amigo fue entrevistado por esos que llaman periodistas, viajó a la capital resguardado por mí, que fui comisionado por mis hermanos a cuidarlo de todas las diabluras que ocurren por allá. Recibió premios, dio pláticas y mientras él hablaba yo les volaba los sombreros raros a los citadinos y hurgaba entre el escote de las muchachas. Fuimos todo un éxito ¡Jajaja! Sano y salvo lo devolví.

De regreso, mis hermanas menores, las envidias, estaban muy quitadas de la pena picándole las nalgas a la gente en la plaza del pueblo, emponzoñándola. Yo las espanté para que fueran a dar lata a otro lado pero era ya muy tarde, habían envenenado más el corazón a varios de los resentidos.

Esa noche, cuando Marcelino acudió a comprar a la cantina unas botellas de su licor favorito, tres de los allí presentes lo esperaban con sendas pistolas escondidas. Como buen diablo que soy, supe lo que pasaría y escupí en sus tragos para atarantarlos un buen rato. Eso me dio tiempo. A nuestro hermano le puse en su bebida un poco de polvo de mis cuernos y eso lo volvió medio diablo como yo, pero inmortal.

Lo que pasó enseguida forma ya parte de las leyendas de Ocumicho: Tres borrachos sacaron sus pistolas y dispararon furiosamente en contra de Marcelino, quien recibió cada plomazo en su cuerpo. En ese instante congelé el tiempo con ayuda de los diablos y corrí rápidamente a la casa de nuestro hermano terrestre y en cuestión de segundos hicimos un mono grande de barro igualito a él. Lo llevamos a la cantina, suplantamos su cuerpo sangrante a los ojos de los mortales, pero sano y salvo a los nuestros y descongelamos el tiempo. 

Armamos toda una escena: tronamos los focos de energía eléctrica, soplamos sobre las velas, les jalamos los cabellos a todos los presentes, corrimos alrededor soltando nuestras mejores y más macabras carcajadas, hicimos ulular enojados a los vientos y finalmente les partimos el hocico a trompadas a los agresores cobardes hasta sacarlos de la cantina para dejarlos sangrantes y desmayados en las manos de nuestro santo padre: el Chamuco mayor. No podíamos dejar pasar una cosa así, porque los asesinos son cosa del Diablo. Los gritos que pegaron cuando nuestro Tata los jaló de las patas al averno entre dentelladas furiosas fueron terribles y a todos en Ocumicho se les pusieron los pelos de punta…

La gente espantada corrió de inmediato a refugiarse al templo mientras mis hermanos les picaban las costillas y el trasero a la pasada. A los que sabían que eran los que más odiaban a nuestro Marcelino, les jalaban el pelo y les daban tremendos coscorrones. A más de uno les tumbamos los dientes a leñazos. ¡Bola de envidiosos, hijos de la chingada!, ¡Cómo corrían! ¡Jajaja! Bien merecido se lo tenían. El señor cura en vano echaba agua bendita para todos lados mientras escuchaba el mugir del viento, que enojado trataba de soltarse del diablito mas travieso que le montaba. ¡Jajaja! Llovió como nunca y yo enojado les mandé rayos sobre el templo y las casas, quemando una torre y media docena de tejados. Fue entonces que juntos desviamos un arroyo que inundó al pueblo y se llevó a muchos, muchos de sus animales, tumbó bardas y casas completas. El lodo de la sierra cubrió a Ocumicho y nadie durmió esa noche porque los abusivos pagaron la cuenta de su odio, se lo merecían. ¡Jajaja! ¡Tiéntenle la cola al Diablo, hijos de la chingada, a ver si no voltea! Y esa noche el Diablo volteó muy enojado…

Marcelino sentado a mi lado en un lienzo de piedra, invisible para todos, extrañado miraba la escena, me pedía que no les hiciera daño, pero nada podía hacer yo porque esta sentencia estaba dada desde el principio de los tiempos y escrita en el muro del destino. Debíamos cumplirla. Nada pudo hacer contra el desquite de nuestro coraje.

-¿Qué sucede Chuscutas? Me preguntó extrañado. Lo transporté a la cantina vacía y se vio inerte en medio de un charco de sangre en el suelo. -Estaba bebiendo y… ¿Soy yo? dijo triste al ver el cuerpo tirado. –No, no eres tú, le dije, es sólo un mono de barro al que dimos la apariencia de tu carne. Tú decides. Ahora o vivirás por siempre con nosotros o te puedes regresar a morir allí…

Ese día Marcelino Vicente Mulato comprendió que la envidia de los hombres era muy mala y prefirió vivir en armonía con sus amados diablos. Yo le hice una cueva especial, menos calurosa, en medio de las nuestras en las colinas de las orillas del pueblo, la de él casi cercana a la superficie, las de nosotros un poco más profundas. Le hice un horno que nunca se apaga porque lo alimenté con una vena de lava que viene del volcán Paricutín. De los cuernos que poco a poco ya le están saliendo como chipotitos, ya ni se preocupa. 

Él vive feliz, eternamente a nuestro lado y sabe que el día que regrese a la tierra morirá irremediablemente, por eso se esmera en nunca tener malos pensamientos y en trabajar arduamente de sol a sol.

Todos los días se levanta el primero para ir por agua a los diferentes ríos de la región, a juntar y amasar su amado barro, a moldear, pintar y hornear sus preciadas figurillas, mismas que luego de terminadas yo reparto sorpresivamente por las madrugadas: Las dejo en las cunas de los chiquillos, entre las ropas de los adultos, en las mesas de las viejas chismosas, en la sacristía de los santos y letrados varones y en medio de las vendimias de objetos de barro, para que resalten de entre todo lo burdo con su belleza y le recuerden al pueblo la maldad de que mi hermanito fue objeto aquel día.

Dijeron entonces aquel aciago día las más antiguas, que sólo aprendiendo a trabajar el barro como el Chamuco, digo, como Dios manda podrían aplacarnos un poco, que así dejaríamos de hacer diabluras, pero eso no es cierto porque todo seguirá igual como ha sido desde el principio de los tiempos. Ellos viven encima de nuestras casas y nosotros no desaprovecharemos para molestarles un rato, que esa es nuestra misión divina. ¡Jajaja! Yo, Don Chuscutas, seguiré disfrutando jalándole el rabo a los perros y a los burros, desbocando a los caballos, asustando a los gatos por la noche para que todo mundo grite de espanto y soplándole fuerte al fogón para que se quemen las manos, se les tuesten mucho las tortillas y vuelen las chispas de fuego que tanto los asustan. Ocumicho es mi tierra, la tierra de los diablos y mientras más estatuillas hagan de nosotros en barro, más nos quedaremos aquí, porque es en esta tierra donde –dicen los más viejos- se cumple diariamente eso de que el Demonio anda suelto. Yo, mientras tanto, seguiré asustando como el Diablo manda, ¡Si Señor!

Nota del Editor:
Juan Carlos ganó con este texto el Primer Concurso Estatal de Cuento y Relato sobre Artesanías realizado por la Secretaría de Cultura del Gobierno del Estado de Michoacán, la Casa de las Artesanías y el Colectivo Artístico Morelia, A.C. en este año 2011.

Con gusto lo publicamos para su difusión con una gran felicitación a su autor.

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