jueves, 16 de junio de 2011

María Luisa - Novela por entregas VII - Jaime Alonso Ramos Valencia

Lunes 6 de diciembre de 1918, a las 17:00 hrs.

La carreta seguía desplazándose con el sol a nuestras
espaldas, aún ahora que el camino se bifurcaba y que
seguíamos la ruta hacia la izquierda que nos llevaba
rumbo a Tacátzcuaro y luego a nuestro destino: Tingüindín.

El camino hacia la derecha conducía a Santa
Inés y justamente en ese momento uno de los señores
de a caballo dijo:

—Me desvío a Santa Inés, sigan ustedes
que yo los alcanzo pronto.

Y apremiando a su caballo lo lanzó a toda carrera
rumbo al pueblito que cercano lucía sus tejados y campanario.

¡Santa Inés! Resonó en mi mente y mis pensamientos
me llevaron a las pocas veces en que mi mamá
me había dicho que ella había nacido en Santa Inés;
pero nunca, en vida, me habló ni de sus papás, ni de
ningún pariente, ni siquiera de tener ganas de volver
a su tierra natal, y ahora que la tenía a mis espaldas,
por el lugar que ocupaba sentada en la carreta, y que
con tan solo voltear estaría al alcance de mi vista, sentí
el mismo rechazo que mi madre manifestó tener a ese
pueblo en su carta póstuma; pero venció y me ganó
la curiosidad, así que divisé los tejados rojos entre las
copas de los árboles de sus huertas e imaginé las sombras
de los aleros sobre sus banquetas, las puertas y
ventanas de sus casas y hasta, por la hora, los niños
jugando en las calles empedradas y las señoras, sentadas
en sus sillas en amistosa tertulia a la vera de sus
viviendas.

Pese a que a lo lejos escuchaba ladrar los perros,
todo estaba tan en calma, todo estaba tan bonito
que pensé: ¿qué pudo haber vivido mi madre para no
hablar de su pueblo, para nunca tratar de volver a él?

Y cuando me preguntaba eso, caí en la cuenta de que yo
no tenía, antes de ahora, ni idea de donde nací; nunca
nadie me lo había dicho, ni tenía constancia de mi nacimiento,
ni un papel que me lo revelara. Mis primeros
recuerdos son de la Estancia de Arriba, pero ahora sé
que no nací allá.

En estos mis pensamientos estaba cuando el jinete
que se había separado para ir a Santa Inés volvía
ya a todo galope tras la carreta. Venía muy satisfecho
porque sí había encontrado su encargo: en la grupa y
colgado a cada costado y muy bien sujetos a la montura,
encostaladas, llevaba dos damajuanas de 10 litros
cada una, de mezcal.

—¡Es de la Laguneta, del que hace perlitas! ¡Este es mejor
vino que la “Charanda de Uruapan” o el “Tequila de
Jalisco”! Sólo el “Mezcal de Quitupan” que lo hacen unos
parientes de mi abuelo, es igual de bueno.


Y entusiasmado empezó a explicar el procedimiento
de la fabricación de aquel aguardiente:

—El maguey mezcalero debe de tener cuando menos
seis años y cuando tiene esa edad es tiempo de cosechar.
Con la jima, que es una herramienta como una pala de
punta pero en forma de media caña y con mucho filo en su
punta, se desprenden las hojas o pencas para dejar solo la
piña.


—No invente compadre, le dijo otro de los jinetes, ¿qué
va a saber usted de eso?
 

—Pues mire compadre, ha de saber que soy nieto de
mezcalero, hijo de mezcalero y yo mismo he sido mezcalero.
No se me olvida todas las veces que tuvimos que cambiar
la “fábrica”; todo lo hacíamos en el cerro, a escondidas y al
abrigo de los pinares, porque ya ve como el gobierno no da
permisos. Fuimos “fabriqueros” clandestinos, y no porque
quisiéramos estar fuera de la ley, porque ni siquiera lo hacíamos
para vender, sino por tradición.

Para mi padre, para mi abuelo, fue un asunto de orgullo y honor,
de tradición pues. ¡Con qué gusto compartían en la fiesta
del pueblo su vino con sus amigos, con familiares y hasta
con cualquier vecino o fuereño a quien hospitalariamente
no le negaban un trago! 

—¡No, hombre!, prosiguió entusiasmado, si nomás le digo
de las veces que la policía subió al cerro y decomisó el vino.
¡Malditos policías! Nunca tiraron el mezcal, porque empezaban
bebiéndolo ahí mismo y cargaban con el resto. Pero
siempre nos dejaron intacta la olla del mosto y los alambiques
de destilación ¡Bien sabían que nos daban otro chance!
Así ellos tendrían oportunidad de volvernos a robar.
 

—Espero compadre que no tenga inconveniente de compartir
un trago de su vino recién hechecito.
 

—¡Claro que lo compartiremos! Solo le aclaro que este
vino no está recién hecho de ayer o anteayer; ya estamos
en diciembre y los tiempos para trabajar los agaves es de
marzo a mayo, cuando más fuerte esté el calor y los azucares
de la planta están más concentrados; después ya el
maguey está aguanoso, da menos rendimiento y tiene menos
calidad, y cambia el sabor a hierva terrosa; ¡sabe pues
como a tequezquite y no es lo mismo!

Además, cuando la tierra está mojada, la humedad no
permite que se calienten los hornos, que son pozos que
horadamos en la tierra, a los que en el fondo les echamos
piedras calentadas al rojo vivo y sobre éstas metemos las
piñas de agave, las que se hornean tapando el pozo

y manteniendo una fogata por cinco o seis días;
ya tatemado el agave se despenca y se machacan sus fibras que,
puestas en una tina con agua pura de manantial, pronto empezarán
a burbujear al descomponer sus azúcares en alcohol:
este es el mosto que enseguida destilamos en el alambique.

—¡Mucho trabajo, compa!, pero ¿por qué dice que el
agave se tatema? ¿No está en el horno?
 

—¡Pues sí! Está en el horno, pero sin humedad; es un
calor seco para que se revenga la azúcar y se obscurezca.
¡Es como el camote tatemado que no le ponen ni una pizca
de nada y ya ve qué dulce es! ¡Es mucho trabajo pero vale
la pena! ¡Es el néctar de las verdes matas!


Coincidentemente, ahora el valle se iba cerrando,
encajonándose entre las montañas, y a uno y otro lado
del camino las magueyeras bordeaban las parcelas.

—¿Así, compadre, que con magueyes como estos hacen
su vino?
 

—Sí, compa. No todos los magueyes sirven para hacerlo,
pero con esta variedad que la conocemos como “papalote”
sí sale vino del bueno. Cuando tiene ya unos cinco
años de plantado hay que empezar a vigilarlo porque en el
cabezal se le empieza a desarrollar una protuberancia que
conocemos como “el calegual” o “quiote”, que crece como
una vara gruesa de la que sale la inflorescencia. El maguey
sólo florece una vez en su vida y lo hace para después morir.

Así que antes de que esa protuberancia se desarrolle, y
cuando apenas es un tupo en el cabezal, hay que volárselo
con un machete. ¡Quién lo dijera que el mejor vino es el del
maguey capón!


—¡Pues si su vino es del mero mero, yo traigo la mejor
botana! Mezcal de la Laguneta y queso de Cotija. ¡Qué mejor
para pasar la velada y esperar el tren!


La plática de los dos señores me hizo recordar a
mi madre, que siempre guardaba una botella; porque el
mezcal tomado en ayunas acaba, decía, con los parásitos
de la panza; le servía también para tranquilizar los
nervios, y como “quema grasa” cuando comía carnitas,
chicharrones o pozole. Es una “medicina”, decía, que
los niños no deben tomar; y ya soy una joven;

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