miércoles, 13 de abril de 2011

María Luisa - Novela por entregas IV - Jaime Alonso Ramos Valencia

Lunes, 6 de diciembre de 1918, a las l4:45 hrs.

Aún cuando las muelles de la carreta amortiguan en
parte lo irregular del camino de herradura, en mi mente
trato como de arañar los recuerdos de una niña: yo,
María Luisa, que tendría apenas unos nueve años cumplidos, cuando un día me quedé esperando a mi papá que nunca más volvió.

No volvió tampoco el patrón, ni los arrieros, ni
las monturas, ni las mulas de carga con su valiosa
mercancía. Meses después, tras una penosa caminata,
llegaron sólo cuatro arrieros que contaron una tragedia
que yo de niña no comprendí sino por la escueta explicación de mi mamá, que ocultando su dolor me decía:

—Mi niña, papá ya no va a volver,
pero desde donde está te va a cuidar siempre.

Dicen que por tierra caliente, donde el gran río
Tepalcatepec baja ruidoso, alguien reconoció el atajo de
mulas robado al patrón.

Entonces cambió la vida para todos. A los ausentes
los lloramos en el rancho, los lloraron en el pueblo, y
con una resignación e impotencia nadie hizo nada para
buscar a los culpables y las autoridades se justificaban
diciendo:

—Son los tiempos de la revolución que no acaban.

Cuando el patrón le dio trabajo a mi papá José, le asignó
una casita en el rancho. El lugar, conocido como la Estancia
de Arriba, tenía una finca grande que poco usaban
los patrones, y unas trojes y graneros enormes donde
recogían las cosechas, y alrededor de estas construcciones
estaban las casas de los rancheros, casi todas de
uno o dos cuartos, un portalito habilitado como cocina
y un corralito.

Una de estas casas era la nuestra, que
mi mamá la llenó de plantas y flores; y tuvimos también
nuestros animalitos propios. Engordamos algún cerdito
y criamos gallinas y sus pollitos.

Los patrones nos proveían
de arroz, maíz y fríjol, harina, manteca y todos
los sobrantes de la leche que no se hacían queso. Así
que nunca nos preocupamos por la alimentación, aún
cuando teníamos restringida la carne de res, ya que
todos los becerros eran para engorda y las becerritas
para reproducirse y para ordeña. Sólo cuando alguna
vaca se desbarrancaba nos la comíamos.

Retengo en mi memoria lo feliz que fue mi niñez
en esa casita donde cuidaba mis animalitos; regaba las
plantas que florecían cada primavera. Hasta me enseñaron
a ordeñar y a hacer quesos. Ayudaba a mi mamá
a desgranar el maíz, a cocer y moler el nixtamal, a hacer
tortillas aunque primero jugaba con la masa. Tuve una
infancia feliz que se entristeció con la muerte de mi
papá.

Cuando las haciendas fueron tan grandes que para
recorrerlas en toda su extensión se necesitaban varios
días, se establecieron por sus dueños las estancias;
lugares no sólo para hospedarse en su recorrido sino
también bodegas para guardar el avío; corrales para los
animales de tiro y de carga; corrales para ordeña; una
granja donde confinaban a las vacas cargadas durante
el parto y hasta el destete de las crías. Ésta era conocida
como La Estancia de Arriba; quizás porque estaba
situada en lo alto de una loma desde donde se dominaba
todo el valle.

Eran muy señaladas las dos temporadas en que
Don Felipe, las más veces solo y algunas otras con
parte de su familia, se hospedaba por unas semanas en
la casona de La Estancia.

La hacienda era inmensa y por lo mismo tenía el patrón
varios aparceros que también
eran dueños de vacas; las que ordeñaban de San
Juan a Todos los Santos; es decir, en tiempo de lluvias.

Hacían entonces queso. Y en el largo temporal de secas
despellejaban reses y capaban colmenas. Por ello, don
Felipe recorría antes de las secas toda su propiedad
para cobrar los beneficios que le correspondían en el
contrato de aparcería en cueros semi-curtidos, en miel
y cera blanqueada y, después del tiempo de lluvia, en
quesos.

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