miércoles, 17 de febrero de 2010
Por cuento propio I
Andabas corriendo riesgos
por Jaime Ramos Méndez
Andabas corriendo riesgos. Decías que no. Salías a deshoras de la noche. Encuerado, sin piyama. Tapado sólo con una hoja de parra. Bueno, no. Tan solo con un trébol de tres tristes hojas.
Solías madrugar para ver si así amanecía más temprano. Y no. La puesta del sol te tocaba demasiado tarde y la primavera en las primeras semanas del otoño. Nunca nada estuvo bien ni nada nunca tan mal y tan de malas.
Te hervías un sorbo de agua para hacerte un café soluble con sabor a té. “Te-he de querer”, pensabas siempre solitario y cabizbajo. Deshojabas dos o tres láminas de nostalgia y entrabas en la penumbra de las cavilaciones. Rompías tus propias marcas de jornadas taciturnas y desvelos. Hacías de tu culo un papalote volando en el cielo negro de luna llena.
Luego todo era tener qué levantarte. Caerte de la cama. Dejarte caer, pues. Casi levitando arrastrándote a la orilla, pero caerte al fin y al cabo.
Ya casi gateando, ya tambaleándote, llegabas por fin a ahogarte en la regadera y con un desánimo a cuestas intentabas cantar una como Pedro Infante, pero con la tonadita de cantando bajo la lluvia y poniendo la cara de lo que el viento se llevó.
Luego a ver qué ropa te ponías. Si estaba lavada, bueno; y si planchada, mejor. Y a ver si sí te combinaba.
Salías temprano, como en pasarela y sobre alfombra roja. Traías peinado hasta el pubis. Olías a jabones, champús y geles. Te bañabas también con tu perfume favorito y apestabas a gloria.
En la calle flotabas en el ambiente. Te codeabas con musas y te rosabas con dioses. Subías a la nave espacial que te transportaba a tus deberes. En el asiento público te tocaba sentarte junto a la chica privada. Todo allí era lugar de no fumar.
Llegabas a la chamba y otra vez te tocaba hacer la rutina. No querías saludar a nadie. Te topabas con tu jefe que siempre algo te advierte. Asentías. El tedio de ayer te esperaba desde hacía rato, impaciente. El reloj se esmeraba en contarte segundos que no se atoraban en el fango del ambiente. Contabas todo, todo el tiempo, hasta los cigarros que te fumabas y las tazas de café.
Sin hambre salías a comer a la misma fritanga de ayer.
Desde un estado onírico de repente despertabas y te descubrías aún allí.
(Imagen obtenida de photoforum.ru)
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